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El amor y la guerra

Con la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno Nacional y...

1 de julio de 2016 Por: Carlos Jiménez

Con la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno Nacional y las Farc ha vuelto a circular con fuerza un poema de Jotamario Arbeláez escrito precisamente antes de que nuestra guerra eterna iniciara su atroz escalada a partir de las presidencias de Turbay Ayala y César Gaviria. Se titula premonitoriamente Un día después de la guerra y promete a su hipotética amada que le hará “el amor con amor” si es que “hay guerra” y “si después de la guerra hay amor”. Y subrayo el temor del poeta a que después de la guerra no haya amor porque tengo la impresión que no lo hay en el después de la guerra que estamos empezando a sobrellevar. O que si lo hay, es ese amor contradictorio, perverso si se quiere, que es el amor a la guerra. El amor subyugado por lo que Freud llamó la pulsión de muerte. Y el hecho de que tenga tanto predicamento en un país que era solo católico y ahora es además cristiano me trae a la cabeza una secuencia memorable de El Padrino III de Francis Ford Coppola. Esa en la que en un patio de un bello palacio romano un Michael Corleone, abrumado por el peso excesivo de la edad y de las culpas, se entrevista con el cardenal Lamberto. El cardenal se dirige a una pequeña fuente, saca del fondo una piedrita, la rompe golpeándola enérgicamente contra el borde de la misma y le dice al padrino: esta piedra ha estado siglos sumergida en el agua, como nosotros en el cristianismo, y sin embargo su corazón está seco, como están secos nuestros corazones, que siguen impermeables al mensaje de Cristo.Nuestros corazones siguen así: impermeables al “Amaos los unos a los otros”, al “Poner la otra mejilla” y al “Perdonad nuestras deudas como nosotros perdonamos la de nuestros deudores”. Ninguno de estos llamados aplaca nuestra sed de venganza que, incluso, ha pervertido lo que en el cristianismo es esencial: la sacralización y el enaltecimiento de las víctimas. Porque como cualquiera sabe, aunque no sepa si no eso, Jesucristo es la víctima por excelencia, el Dios hecho carne que habitó entre nosotros y murió por nuestros pecados. El primero: el pecado de la injusticia, porque injusto fue el juicio que le condenó e injustas e ignominiosas las torturas y la muerte que le fueron impuestas. Y sin embargo hay quienes hacen suyo el dolor de las víctimas, sus tormentos, su martirio para rechazar el “Perdónalos, no saben lo que hacen”, para recuperar intactos el odio y la venganza.

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