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Armando Holguín

Cuando le conocí creo que ni él mismo podía imaginar que llegaría tan alto y menos que la caída sería tan dura.

10 de enero de 2019 Por: Carlos Jiménez

Ha muerto al cabo de una vida marcada por el infortunio. El de sus padres, víctimas como tantos otros de la que entonces se llamó La Violencia, así con mayúsculas, y que terminó llamándose conflicto armado. Otro eufemismo. Y el suyo propio, resultado de su infortunada decisión de convertirse en consejero legal de los Rodríguez cuando ya era senador de la República, elegido en unas elecciones en las que el Partido Liberal obtuvo en el Valle unos resultados excepcionales.
El candidato presidencial era, si no recuerdo mal, López Michelsen y muchos liberales creyeron que votando por él regresarían los formidables días de La Revolución en Marcha.

Cuando le conocí creo que ni él mismo podía imaginar que llegaría tan alto y menos que la caída sería tan dura. Era un estudiante de Derecho de la Universidad Santiago de Cali que para pagar los estudios dictaba clases de literatura en colegios entre los que se contaba el Gimnasio de Occidente, donde yo entonces cursaba el tercero de bachillerato.

Mi vocación literaria aún estaba en ciernes pero no así mi pasión por la lectura que ya entonces era voraz y satisfacía leyendo a Julio Verne y Emilio Salgari, a las Selecciones del Reader’s Digest y a Bohemia, la revista cubana a la que estaba suscrito don Julio, el peluquero del barrio. Los números recientes y atrasados se amontonaban sobre la mesilla de la sala de espera a disposición de quienes íbamos a cortarnos el pelo. Creo que los leí todos. Me atraían muchísimo las historias de la Segunda Guerra Mundial y en especial las referidas a los nazis, cuya estética, debo confesarlo, me fascinaba.

Las clases de Armando me permitieron dar un salto cualitativo si así puede decirse. Gracias a él comencé a leer la gran literatura. Él no se ceñía para nada al programa de la materia sino que en vez de explicarnos qué era el Romanticismo, el Costumbrismo o el Realismo lo que hacía era traer a cada clase un libro del que leía o invitaba a un alumno a que lo leyera en voz alta. Así conocí, por ejemplo, a García Márquez.

Todavía me recuerdo de pie, frente al resto de mis condiscípulos, leyendo en voz alta el tramo final de ‘El coronel no tiene quién le escriba’, en la edición artesanal de Alberto Aguirre.

En los últimos años le vi poco y sin embargo me sorprendía cómo su porte, tan altivo, resistía a la cadena de infortunios que siguieron a su encarcelamiento. Paz en su tumba.

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