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El sufrimiento no es monopolio de nadie

El sufrimiento no es monopolio de nadie

27 de mayo de 2018 Por: Carlos E. Climent

"El insulto’ es un film libanés del director Ziad Doueiri que este año compitió por el galardón a la mejor película extranjera, pero fue superada por ‘Una mujer fantástica’, la gran película chilena. ‘El insulto’ es un documento que deberíamos ver todos, porque nos toca a todos. Mucho más de lo que creemos. Es en apariencia sobre el conflicto entre palestinos y cristianos, pero es en realidad un tema universal, de enorme vigencia para la sociedad contemporánea ya que presenta de manera brillante diversos aspectos dignos de tener en cuenta:

El enorme poder destructivo del odio, sea heredado o azuzado por las opiniones que han ido haciendo carrera a fuerza de repetirse.

El terrible poder de la palabra, que en boca de unos pocos, se utiliza para polarizar, dividir, fragmentar y prender la mecha de los distanciamientos y la sed de venganza en las sociedades en conflicto.

Creer que el sufrimiento es monopolio de unos pocos o que las víctimas son de un solo lado. Ignorando que todos sufren y son igualmente víctimas.

Asegurar que hay unos culpables y otros inocentes cuando la realidad es que todos son responsables.

Basarse para las argumentaciones en el origen personal casi siempre oculto de las pasiones que generan enfrentamientos que, iniciados por las razones más banales, van escalando hasta convertirse en grandes conflagraciones.

La dificultad enorme de acceder a los intentos de la reconciliación, porque cada una de las partes está profundamente envenenada y en un acto suicida prefiere persistir en el odio que aceptar la mediación. Pues los unos ignoran los hechos y la historia, pero se dejan llevar por la pasión de pronunciamientos más emocionales que objetivos; y en su idealismo concluyen que la manera de hacer patria es defendiendo con ardor aquello que consideran justo. Mientras los otros guardan celosamente sus recuerdos en secreto y los utilizan para alimentar sus resentimientos.

La preponderancia de muchos con una visión personalista, sesgada en su esencia, que piensan que hacer justicia es hacer respetar su dignidad, reconocer su sufrimiento y reparar a sus víctimas. Que consideran solamente su punto de vista. Y que concluyen que todo se arreglará cuando haya una verdadera aceptación de los errores, es decir de los cometidos por los otros. Sin darse cuenta que su terquedad no les ha dejado ver que la guerra terminó pero sigue metida en sus cabezas, pues el pasado les enturbia la razón y los lleva a los límites más extremos de la intolerancia.

Lo importante no es aniquilar al adversario sino apaciguar los ánimos, terminar con la polarización y promover la solidaridad. Solo así se llegará a la reconciliación, única manera de salvar un país tan extraordinario y de tantísimas posibilidades.

Sea quien sea, hoy, el ungido, tiene que saber que la inmensa mayoría de los colombianos solo quiere, para regir los destinos del país, a quien se comprometa a solucionar, no a agravar los conflictos. Y tal logro solo es posible a través de un inteligente ejercicio de la prudencia
y la ecuanimidad.

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