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Sostenibilidad

La mezquita de Córdoba, la segunda más grande del mundo, “un edificio singular cuya historia abarca un periodo de ocho siglos”, como dice Rafael Moneo (Premio Pritzker de 1996) en La vida de los edificios,1985, fue levantada en el año 785 por los conquistadores omeyas, bajo Abderraman I, en el sitio de la basílica visigótica de San Vicente Mártir, reutilizando sus materiales.

12 de julio de 2017 Por: Benjamin Barney Caldas

La mezquita de Córdoba, la segunda más grande del mundo, “un edificio singular cuya historia abarca un periodo de ocho siglos”, como dice Rafael Moneo (Premio Pritzker de 1996) en La vida de los edificios,1985, fue levantada en el año 785 por los conquistadores omeyas, bajo Abderraman I, en el sitio de la basílica visigótica de San Vicente Mártir, reutilizando sus materiales. Ampliada varias veces durante el califato, tras la reconquista de la ciudad por Fernando III, en 1236, fue intervenida y consagrada como catedral y, en 1523, se construyó en su interior la Catedral de la Asunción de Nuestra Señora, un pequeño templo cristiano renacentista.

Ya a inicios del Siglo XXI, este monumento de la humanidad, uno de los más visitados, es un ejemplo de sostenibilidad de lo urbano arquitectónico. Su radical cambio de uso -de mezquita musulmana a templo cristiano- no implicó su demolición total sino, por lo contrario, su uso para potenciar el nuevo templo, que hoy sirve además de museo y lugar de eventos, como conciertos en los que la música de Manuel de Falla sin duda, suena más acorde. Como señala Moneo, “los edificios adquieren importancia cuando completan algo más amplio que ellos, la ciudad”.

Pese al conocido comentario del emperador Carlos V: “Habéis tomado algo único y lo habéis convertido en algo mundano” (hay otras versiones), el hecho es que la intervención renacentista en la mezquita es arquitectónicamente tan lograda que casi no se sabe dónde comienza pero tampoco se confunde con lo ya existente. Lo que aún es más contundente en el Alminar de San Juan, c. 900, convertido en el campanario de la nueva catedral, que no sólo conserva la denominación islámica de ‘alminar’ en su nuevo nombre cristiano, y que es un hito de la ciudad hasta hoy.

Demoler edificios públicos en lugar de reutilizarlos no es apenas un abusivo y equivocado uso de un erario basado en su mayor parte en el aporte de los contribuyentes, sino una equivocación cultural y social al borrar de la imagen colectiva de los ciudadanos sus principales hitos, lo que lleva a que no se identifiquen con su ciudad, propiciando su mala convivencia, su mal uso del espacio urbano público, el vandalismo y hasta la violencia misma. Y es aún más torpe cuando se los demuele para construir a su lado un nuevo edificio para el mismo uso.

Es el lamentable ejemplo de la nueva Gobernación del Valle del Cauca, como ya se dijo en esta columna (La peste de las demoliciones, 1998) que se levantó detrás del Palacio de San Francisco en lugar de haberlo conservado como parte de la misma, y de paso no alterar la escala de la pequeña plaza existente enfrente; o del CAM, que se hubiera podido construir al lado del cuartel del Batallón Pichincha; o el Hotel Alférez Real que el Municipio adquirió para demolerlo y convertirlo en un mediocre parque que la ciudad no necesitaba allí. Y aún no saben qué hacer con el edificio ‘Pielroja’.

El hecho es que utilizar edificios y casas existentes para refuncionalizarlos no sólo es económicamente viable, incluso un buen negocio, y socialmente lo indicado, sino que, igual que reutilizar los desperdicios y sobrantes en lugar de volverlos basura, es un aporte a la sostenibilidad de las ciudades. Ojalá lo entendieran los que insisten en destruir en lugar de reutilizar lo construido, posible casi siempre, para beneficio de todos, comenzando por ellos mismos.

Contradiciendo a Carlos V sería convertir algo mundano en algo, si no único, sí sostenible.

Sigue en Twitter @BarneyCaldas

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