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Velas de dolor

Visito el pabellón de niños quemados del HUV. Me gusta hacerlo de...

26 de marzo de 2013 Por: Aura Lucía Mera

Visito el pabellón de niños quemados del HUV. Me gusta hacerlo de vez en cuando. Segundo piso. Acompañada por Consuelo Bohórquez, trabajadora social que repartió ternura y sonrisas en ese planeta de sufrimiento que es el Hospital durante más de 20 años. Institución que ya tiene otra cara y respira otro ambiente bajo la dirección del doctor Jaime Rubiano. En un cubículo aislado por una puerta de vidrio, un hombre moreno, delgado, está sentado junto a un niño al que solo se le ven la carita y parte de la manito izquierda. Lo demás son vendas y vendas. El hombre está ensimismado en su tristeza. Mira más allá de la carita de su hijo. Un gesto estoico perfila sus facciones. Pregunta al salir si puedo hablar con él. Lo llaman y nos sentamos en la salita de espera. Le pregunto qué sucedió. Su historia me estremece. Su tragedia sobrepasa los limites del dolor. Llegan a Buenaventura su mujer y nueve hijos, desplazados por Los Rastrojos, de un pueblo sin nombre, cerca a Tumaco, inmerso entre la selva y los manglares del río San Juan. Su oficio era aserrar madera. Se asientan en el Puerto  buscando la vida de nuevo, habiéndolo ya perdido todo. Se ubican en el sector de la Campiña, enfrente de un garaje. Levantan como pueden el techo que les dará cobijo. Solo el suelo lo pueden cementar. De resto, tablas de madera y un segundo piso también de tabla que sirve como dormitoriocomún. Por paredes, unos plásticos. Ese es el nuevo hogar. Las velitas se encienden para el 7 de diciembre. Es costumbre honrar a la Virgen en su víspera. Él, su mujer y siete hijos se encuentran abajo. Los pequeños cansadosse suben a dormir. Tal vez una cama común en que caben todos y algunas cobijas los cubren. Un volador sale del tugurio vecino. La pólvora no está prohibida cuando se mezcla con licor. Las leyes son para ignorarlas. El volador cae en plomo derretido sobre el plástico y la cama de los pequeños. Empiezan las llamas. El humo no deja ver. El hermano de 18 años se moja con agua y empapa también un trapo. Sube a sacar sus hermanitos. Lo logra. Pero el menor, de 3 años, está calcinado. No alcanza a llegar al centro de salud. Sobrevive el de 6 años. El que desde ese 7 de diciembre está envuelto en vendas en la cuna del pabellón de quemados. Lo cuidan. Le hacen injertos. El hueso de una de sus piernitas se calcinó. Están haciendo milagros médicos para no tenerlo que amputar. Me permiten verlo. Sonríe y con la única manito libre me saluda. Me cuenta que no le duele nada. Un carrito de juguete lo acompaña. Su padre Óscar me cuenta que no tiene nada. No puede trabajar porque está al cuidado del niño. El rancho quedó convertido en cenizas. Ni cobijas, ni ollas. La mamá, Naye Rodríguez, se tuvo que quedar  a cargo de los  otros hijos. Trata de sobrevivir vendiendo frituras. Unos vecinos le han regalado unas mantas. Existen días en que no hay nada que comer. Miro a Óscar. Sus ojos hundidos en las cuencas me miran desde el fondo del sufrimiento. Sin embargo, está impecable. Le dieron posada otros del Puerto. Allí duerme a ratos y lava sus camisas. Óscar es la imagen de la dignidad en el dolor. No conoce la ciudad. Me cuenta que “no sabe hacer oficios de ciudad”, le digo que tenga fe, que lo importante es que su hijo está vivo y sonríe. Me abraza fuerte y siento sus sollozos. No tiene teléfono. Naye, su esposa, sí. Es el318 2079283. Me da el número de su cédula. Se llama Óscar Díaz. La única forma de contactarlo es llamándolo al HUV al pabellón de quemados. Siempre está al lado de su hijo, que con la manito libre juega con el carro de juguete. En el Puerto, ninguno de los del rancho vecino se acuerda quién lanzó el volador, estaban borrachos, festejando la Virgen.

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