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¡Felicidad!

Sé perfectamente que la Felicidad, así con mayúsculas, no es un estado permanente

27 de noviembre de 2017 Por: Aura Lucía Mera

Sé perfectamente que la Felicidad, así con mayúsculas, no es un estado permanente. Existen momentos felices pero también instantes en que alma y cuerpo experimentan éxtasis y el tiempo parece detenerse y la majestad de la naturaleza se apodera de todo y se eterniza en nuestro interior.

Acabo de llegar del cráter del Quilotoa ubicado en el corredor andino del Ecuador, a más de cuatro mil metros de altura. Para llegar hasta él la cinta asfaltada sube descubriendo en cada vuelta paisajes inimaginables, picos de montañas majestuosos que desde lejos parecen fósiles de animales gigantescos cubiertos de paja paramuna, o figuras de mujeres talladas en roca.

Los huasipungos -casa de indio en quechua- hechos en paja, redondos, dándole la espalda al viento, que constituyeron durante siglos la morada de las etnias indígenas de la sierra ecuatoriana, y que actualmente sirven para guardar las cosechas de papa, maíz, cebolla, cuies, ovejas o el marrano, porque ahora casas de bloques ya reemplazan la vivienda, para dar paso a un paisaje lunar donde grietas abismales parten la tierra en dos, hasta llegar a la explanada a cincuenta metros que llevan al parador de madera.

Al llegar, la respiración se detiene. Una caldera de tres kilómetros de ancho con paredes verticales de roca volcánica de 250 metros, y al fondo un lago turquesa de minerales disueltos después de la tremenda erupción que sacudió el país hace ochocientos años, llegando sus cenizas hasta el Océano Pacífico y el centro mismo de Quito con efluvios piroplásticos .

Sus aguas turquesa no tienen oxígeno. Son quietas y los vientos huracanados del páramo no les afectan. Fumarolas salen de vez en cuando desde el fondo, calentando y formando termales en el lado este de la caldera.

Las comunas de Zumbahua y Tigua con sus trajes típicos de faldas de terciopelo plisado, mantones de seda de colores fuertes y sombreros de fieltro negro y medias blancas, las pinturas en cuero de chivo y témperas fuertes de figuras primitivistas que cuentan la leyenda de los cóndores y las princesas indígenas, las máscaras en madera tallada de lobos y diablos, hacen de este entorno un lugar especial, donde la mal llamada ‘civilización’ urbana ni la tecnología existen, ni las polarizaciones políticas, ni la corrupción ni las amenazas nucleares, ni el estrés ,ni el corre corre, ni la competencia por dinero o vestuario.

La naturaleza, ese páramo silencioso, esa caldera de aguas turquesa que sobrepasa las nubes, hacen el instante del cosmos que se apodera del alma regalándole la felicidad completa.

Ecuador, su corredor andino con el Chimborazo, el Tungurahua, el Cotopaxi, el Quilotoa, Illinizas y sus pueblos orgullosos de su origen y ancestros raizales que conservan todas sus tradiciones intactas, como Latacunga, Saquisili, Pujili, Machachi, Lasso, Mulalo, hacen de esta Sierra altiva, al sur de Ecuador, un paraíso para el alma y un desafío para las retinas que quedan deslumbradas ante tanta belleza incontaminada y sagrada.

No conozco a nadie que haya visitado estos lares y no quede enamorado a perpetuidad de la majestad y la magia, la energía y la luminosidad que rodea cada rincón.

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