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Testigos de la luz

El hombre fue creado para ser feliz, pero llevado por su soberbia siempre ha buscado la felicidad donde él equivocadamente cree que está, ya sea en su bienestar personal, el dinero o el éxito, por lo cual termina viviendo una vida mediocre, estéril, sin alegría.

17 de diciembre de 2017 Por: Arquidiócesis de Cali

Por: monseñor José Soleibe Arbeláez, obispo Emérito de Caldas (A)

El hombre fue creado para ser feliz, pero llevado por su soberbia siempre ha buscado la felicidad donde él equivocadamente cree que está, ya sea en su bienestar personal, el dinero o el éxito, por lo cual termina viviendo una vida mediocre, estéril, sin alegría.

Este deseo de felicidad lo sentimos todos, de manera especial en el tiempo de Navidad, y hasta revivimos, unos más, otros menos, ese sentimiento de fe que tenemos en el fondo de nuestro corazón, afirmando la necesidad de Dios en nuestra vida: ¡Ven, ven, Señor no tardes, ven que te esperamos, ven pronto, Señor!

Súplica que repetimos muchas veces, acompañada del reconocimiento que hacemos a Dios de nuestra culpa: “El mundo muere del frío, el alma perdió el calor, los hombres no son hermanos, porque han matado el amor”.

Hoy, una semana antes de la Navidad el Evangelio nos presenta a Juan Bautista como el personaje que nos invita al encuentro con Dios, fundamental para una vida nueva. En el Bautista encontramos a un hombre humilde, él mismo no se da importancia. Es un hombre convencido que despierta entusiasmo por la persona de Jesús; él no era la luz sino un testigo de la luz, no era la Palabra sino la voz que grita en el desierto. Es la voz que nos invita a ir más allá de la pólvora que tanto mal nos hace, más allá del ruido, de solo buscar unos días de descanso o solo mirar las cosas mundanas que trae esta época, para profundizar en el misterio de un Dios que nos ama y por eso vino a nosotros.

Cuando los levitas y sacerdotes le preguntaron a Juan con qué poder bautizaba, Juan les respondió: “En medio de ustedes hay uno que no conocen, el viene detrás de mí, uno a quien yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias”. Y es que para eso había venido Juan a decirnos que la salvación ya estaba entre nosotros, pero que era necesario que lo reconociéramos y que llenos de humildad lo dejáramos entrar a nuestros corazones. Que no bastaba hablar mucho de Él sino dejarlo que Él actuara en nuestras vidas o mejor, que él fuera el centro de nuestras vidas.

El amor es invisible, pero lo sentimos en los gestos, las palabras, la actitud y entrega de quien nos ama. Así pasa con Dios que es amor; al sentirnos amados por Él, agradecidos pensamos en este gesto de un Dios que se hace niño para enseñarnos una nueva manera de vivir, y posteriormente dar su vida por nosotros para salvarnos, deberíamos sentirnos cristianos comprometidos al sentirnos “atraídos por esa Persona que le da un nuevo horizonte a nuestra vida y una orientación definitiva”.

Ojalá esta semana que nos separa del Nacimiento del Señor le cantáramos no de labios para afuera sino de corazón: “Ven, Señor Jesús, Ven: te necesitamos”. Solo Tú que eres la luz puedes iluminar la oscuridad en que vivimos.

Danos tu gracia para poder hacer una verdadera conversión, un cambio de vida, exclamando como Juan “es necesario que yo desaparezca para que Tú aparezcas”. No nos conformemos con lo externo, profundicemos en el misterio de Dios, si Él entra en nosotros y lo dejamos manifestar a través de nuestra vida, sentiremos la alegría de vivir con una actitud abierta, dando vida a nuestro alrededor, irradiando alegría, paz, ayudando a vivir. Como Juan el Bautista, seamos testigos de la luz. Con Cristo adquiramos el compromiso de iluminar tanta gente que lo necesita.

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