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Tuluá como Comala

Pasados unos meses llegaron unos emisarios del gobierno conservador que fueron nombrados gobernadores y alcaldes, fuera de una policía que se llamó ‘chulavita’ y emprendieron la persecución a muerte contra el partido mayoritario en Colombia

30 de septiembre de 2021 Por: Armando Barona Mesa

Tengo la primera edición de ‘Cóndores no entierran todos los días’ publicada en Torobajo en 1971, editorial Destino de España, ganadora del premio Manacor. Gardeazábal era un muchacho rebelde, atento al devenir y escritor de todos los sucesos y ambientes del entorno, que había ido a templar con los jesuitas en el colegio de Pasto como profesor de literatura y otras hierbas. Leí su libro entonces y lo he vuelto a leer.

Congrega, con cierta magia en el lenguaje que parece atropellado, porque de entrada demuestra que quiere hacer aparecer a todo un pueblo grande -Tuluá tenía entonces unos setenta mil habitantes- como el epicentro de la humanidad y con conocimiento de todas sus gentes, tradiciones y acumulación de cuentos e historias que marcaban su repertorio a las abuelas y abuelos, para narrar lo que fue la vida de siempre del terruño.

Desde ese punto de vista, aquella ciudad aparecía como el centro vital del universo. Eso le da una vigencia imperecedera.

Sí, uno empieza a leer y el autor va dejando detallada huella de toda la gente que caminaba por esa Villa de Céspedes. Todo esto, por supuesto, bien. Hasta que llega aquel 9 de abril de 1948 en que asesinan al líder Gaitán y el pueblo se subleva para matar a unos cuantos godos y saquear unos cuantos almacenes y arrancar el aguardiente del estanco, como primer ingrediente de la protesta colectiva. Aquella Tuluá tenía una mayoría liberal abrumadora.

Pero ese mismo día un hombre ignorante, conocido de todos, quien fuera después vendedor de quesos y en ese instante era cuidador de la librería de don Marcial Gardeazábal, godo y asmático, salió con otros a enfrentar a los vándalos liberales, a los que fue sembrando con tacos de dinamita que hicieron volar hombres y dejaron en el pavimento un hueco gigantesco. Ese hombre se llamaba León María Lozano.

Pasados unos meses llegaron unos emisarios del gobierno conservador que fueron nombrados gobernadores y alcaldes, fuera de una policía que se llamó ‘chulavita’ y emprendieron la persecución a muerte contra el partido mayoritario en Colombia. Y en Tuluá y el Valle del Cauca aquel León María, rezandero de todos los días en misa de las cinco de la mañana, fue nombrado oficialmente el jefe de los ‘pájaros’, como se llamó a los encargados del genocidio colectivo; y para resaltar esa jefatura, lo llamaron El Cóndor.

Toda esta historia atroz es la causante de las desdichas modernas de esta patria. Álvarez Gardeazábal solo alcanzó a tocarla por encima en sus 147 páginas. Pero dejó como literatura aquella historia que la gente ha guardado con sensibilidad. A esto hay que agregar que toda esa violencia inclemente y ciega aún no ha cesado, aunque ahora las causas son otras.

Y no puedo menos, finalmente, que recordar la obra del escritor mexicano Juan Rulfo, autor de ‘Pedro Páramo’, un poco similar en cuanto a su universalidad, porque maneja con exclusividad aquellos recuerdos intemporales y a unas gentes que fluctúan entre el ser y el no ser al mismo tiempo.

Y así los vivos que están muertos y los muertos que están vivos, dialogan como siempre, confundidos en aquel Comala del mexicano que, como Tuluá, sigue viviendo esas lejanas y amargas experiencias, mientras añora el futuro, en la creencia de que ya antes también lo ha vivido.
Sigue en Twitter @BaronaMesa

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