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Jovita, reina mía

Jovita ha vuelto rejuvenecida a su lugar, donde algunos vándalos la maltrataron.

20 de enero de 2022 Por: Armando Barona Mesa

No sé de quién fue la idea de llevar al largo parque de Santa Librada la escultura de un personaje discreto, opaco, moreno, adornado de flores y con un bocio que elocuentemente señalaba su origen palmirano. Solo que no era hombre. Era una mujer nimbada de un alto señorío y la conciencia de que era una reina. Se sentía reina y actuaba como reina.
Daba órdenes suaves, pero órdenes que nadie se atrevía a contradecir.

Jovita Feijó, se llamaba y sigue llamándose ahora, después de unos cuarenta años de haber dejado de existir, pero cuya presencia alienta la vida gris del hastío y la rutina, porque nos hace mirar a la locura como la vio por primera vez Erasmo de Rotterdam: “Yo soy la dispensadora de bienes, que los concede con sincero desprendimiento y a quien universalmente se conoce por el nombre de Locura… Nadie, pues, puede llamarse a engaño conmigo, pues mis labios no dicen más que lo que siente mi corazón.”

Quien hizo la escultura es un pintor y escultor de muy larga trayectoria en el arte, llamado Diego Pombo. Alegre, festivo y musical éste, pone a Bolívar a tocar trompeta en un lago bajo la luna; y una orquesta de flautas y tambores va dejando el compás al vuelo de unas ilusiones de magia que embrujan el ambiente. Un bodegón muestra el pan tajado como un eje central para toda la vida, pero encima vuelan unos helicópteros cazando bandidos. O los cuerpos elásticos de dos hermosas damas cuyas caras se dejan ver bajo el hechizo de dos dimensiones, como si una saliera de la otra.

Ah, y un poeta de pequeñas grandes cosas, maestro del haikú, llamado Javier Tafur González, escribió un libro poético bajo el título de Jovita, que contenía la biografía de aquella reina que aleteaba en el aire el recuerdo del ser que sentía la vida como una quimera y la quimera como la encarnación de la vida.

Por su parte otro soñador como Raúl Fernández de Soto editó una impresión de lujo del libro en homenaje a ella y a los ilusos que nutren los sueños no claudicantes de la humanidad. Al fin y al cabo el sueño disloca la realidad; pero puede cubrirla, según seamos capaces de retenerlo y mirarlo como una parte viviente de nuestra propia vida.

Jovita ha vuelto rejuvenecida a su lugar, donde algunos vándalos la maltrataron. Allí, en el parque, está presente con su eterna figura de joven ninfa de los ensueños, con flores regadas extensamente por su ropa y sus manos. Y una sonrisa indefinible entre la cordura y el delirio, como el de aquella Genoveva de la ‘Casa de los siete balcones’ de Alejandro Casona.

Algunos críticos -que no falten los críticos- han dicho que en esa monumentalidad existe un derroche de dinero. Y que un mundo tan inundado de problemas reales no puede regresar, ni a la fantasía, ni al derroche, ni a lo lúdico. Bueno, es una opinión simple y sin mucho pensamiento. Porque el modelo a seguir es el que rescata el sueño como un elemento vital de la existencia, tal como lo trazó el ideal de otro loco como don Alonso Quijano, rompiendo sus débiles defensas contra los molinos de viento o contra un cagatinta como un tal Ginés de Paparilla a quien liberó el caballero y luego debió sufrir el paleamiento del mismo desagradecido.

Bien llegada sea de nuevo aquella escultura a su sitio de origen, como bien llegada siempre fue la Sirenita de Copenhagen de Hans Christian Andersen, que ayuda a los navegantes a crear su propio mundo de esperanza bajo las olas del mar. Y bien llegada la forma de ver los ideales como una flor inalcanzable, pero solo posible en la mente soñadora y poética que redime del fatal hundimiento de la justicia y el advenimiento de los perversos.

Sigue en Twitter @BaronaMesa

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