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Aprendimos a hablar

El hombre también fue ideándose otras palabras que suponían ofensas y menosprecio a otros seres que iba encontrando por la vida. Y las dijo siempre con deleite, a veces desafiante y otras peleando.

10 de junio de 2021 Por: Armando Barona Mesa

¿Cuándo dio inicio el hombre a su conversación? Fue un asunto de nunca acabar. Porque nadie le enseñó. Solo que descubriendo la voz, llegó el día en que un recién nacido, balbuciente, dijo las palabras mama y papa. Los padres celebraron y aprendieron las dulces expresiones que nunca olvidaron. Y fue entonces cuando, ya conocido el sonido, la imaginación fue llamando con cierta analogía convencional las cosas que veía. Poco a poco. Hasta que hizo un dialecto, que mucho después se tornó en idioma, el que, imperceptiblemente, fue creando sus reglas que se conocieron como gramática. Y mucho tiempo después, llegó la escritura.

Curiosamente, para sus estados de placer, el ser humano inventó el canto; y para poder cantar y danzar que le salía del cuerpo, tuvo que inventar la música y casi simultáneamente la poesía y el vino -que no falte-. Luego inventó a un dios, llamado Dionisos -porque nació dos veces- y bueno, así seguimos hasta hoy.

El hombre también fue ideándose otras palabras que suponían ofensas y menosprecio a otros seres que iba encontrando por la vida. Y las dijo siempre con deleite, a veces desafiante y otras peleando. De esas palabras bien abundantes, hizo mi amigo Medardo Arias un gran artículo. Las recorrió en España, más numerosas por cierto que las de nosotros los criollos. Ah los españoles deslenguados que llegan a decir con blasfemia “me c... en Dios”.

Medardo aporta: “En insultos no se queda corta la Península; ahí, decirle a alguien que es un “chulo de calamar”, un “abrazafarolas”, un “cebollino chupacables”, “fanfosquero” y “gaznápiro”, tiene consecuencias. O un “lechuguino longanizo”, “malasangre y soplaguindas”, puede devenir en “pasmasuegras”, “pelagambas”, “malasombra”, “soplapollas”, “peinabombilla”, “tarugo o palurdo”, un “chirivainas”, “calzamonas” y “atarbán”, puede ser también un “besugo”, “huevón” o “ganapán””. Y sí, esas palabras inducen a pelear.

Los italianos tienen también, desde los tiempos del latín, un álbum de palabrotas. Pero la que ofende de verdad en medio del escándalo de la palabrería, es “vaffanculo”. Allí pelean. Los argentinos que son ricos en insultos, pasan por encima de “la puta que te parió”, que parece más bien un saludo. Pero pelean cuando alguien le dice a otro con empuje “huevón”.

Recuerdo que en Polonia la palabra “curva”, era dirigida a las prostitutas y a sus hijos. Una vez iba yo en tren de Berlín a Varsovia y en la frontera de Poznan se formó una pelea entre estudiantes polacos y alemanes.
Observé a los polacos enardecidos levantarle furiosos los puños a los germanos y gritarles “!Curva!”. Y yo me reí en mis adentros.

Los paisas nuestros tienen imaginación para el insulto: Hay muchas expresiones para una pobre mujer “de la vida”. Pero la peor, que la dicen con entonación bravera, es “!guaricha!”. Suena mal y ofende. Más un día estaba yo en Los Ángeles con un amigo cantante paraguayo. Por alguna razón le conté la forma atrabiliaria de decir los paisas la palabrota. Mi amigo se río y me dijo con exuberancia y fluidez en la mirada: Qué raro chico, porque para nosotros guaricha es una bebecita. Y cantó con su bella voz: “guarachita mía” y me sonó a paz, a belleza y a ternura.

Así, pues, las palabras ofensivas en sí mismas no dicen nada. Todo insulto depende en su realidad del reflejo del tono con que se diga.
Sigue en Twitter @BaronaMesa

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