El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Artículo

La paz y los ciudadanos

Después de mi artículo anterior sobre las provocaciones que se están cometiendo en nombre de la paz, me encontré un amigo quien procedió a encasillarme en el mundo, para él tenebroso, de los uribistas. Frente a ese embate era imposible permanecer callado y le contesté con mi verdad: ¡No soy uribista, ni santista, soy ciudadano!

25 de junio de 2017 Por: Antonio de Roux

Después de mi artículo anterior sobre las provocaciones que se están cometiendo en nombre de la paz, me encontré un amigo quien procedió a encasillarme en el mundo, para él tenebroso, de los uribistas. Frente a ese embate era imposible permanecer callado y le contesté con mi verdad: ¡No soy uribista, ni santista, soy ciudadano!

Llegar a la paz por la vía negociada era un imperativo moral. Estaba demostrada la imposibilidad de resolver el conflicto mediante el empleo de la fuerza, y no podíamos seguir matándonos. Se produjo entonces un Acuerdo con mucho defectos pero que no puede volverse trizas, como propusiera un representante de la caverna ideológica en la convención del Centro Democrático.

El asunto claro es que para los altos interés de Colombia resulta al igual inconveniente que se pretenda destruir un acuerdo formalizado, como que se sacrifiquen nuestras instituciones y nuestra tradición democrática para ponerlo en vigor.

La manera como se están haciendo las cosas ha llevado a que en el alma de los colombianos surja una consideración: queremos la paz pero la queremos sostenible, no solo para que el mandatario pase la historia mientras el país se desbarata; no solo orientada a complacer los apetitos de la contra parte insurgente.

La sostenibilidad deseada depende de que alrededor de un Acuerdo razonable se consolide el respaldo mayoritario del pueblo. Pero la forma inconveniente de impulsar lo pactado está erosionando el apoyo popular. Hoy solo el 29% de la población confía en que el gobierno será capaz de llevar el asunto a feliz término. Parece generalizarse la idea de que en la implementación de lo convenido se cuece un caldo desconocido y espeso; que existiría otra agenda en materia de concesiones.

La peor embarrada fue que bajo el pretexto del blindaje nos llevaron a un punto en el que desconocemos cuál es el texto constitucional vigente, cuáles son nuestra garantías supremas. Ya nadie sabe hasta dónde rige lo aprobado por la Constituyente de 1991; se ignora si todo o solo parte del Acuerdo Final hacen parte de ese instrumento. Y en todo caso son sobrecogedoras las posibilidades interpretativas a las que puede llevar aquel pacto farragoso y confuso elevado a norma suprema.

El resultado de la situación descrita es una Constitución líquida, nebulosa, acomodaticia, que en nombre de la paz podría generar toda suerte de tropelías contra la democracia, como la de posponer las elecciones. Una posibilidad siniestra al parecer ya anticipada por el senador Roy Barreras.

Sin norma suprema clara que sirva de referente el papel de la Corte Constitucional se vuelve determinante. De ahí que el gobierno, como si estuviésemos en cualquier Venezuela, haya acudido al todo vale para asegurarse las mayorías en aquel organismo: matoneo y censura al magistrado Bernal quien se atrevió a apartarse del libreto; amenazas para imponer a la magistrada Pardo, dama que afirmó querer dedicarse a promover la paz y no ha entendido que su obligación es proteger la Constitución en su totalidad.

Si se desea llegar a una paz sostenible es necesario que al Gobierno se le hable claro y se le advierta sobre sus errores. Esa no es cuestión de ser uribista, antisantista o ciego opositor. Es cuestión de cumplir un deber ciudadano en esta época especial cuando el destino de la patria está en juego.

Sigue en Twitter @antoderoux