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El temor y el odio

Siempre fui partidario del plebiscito porque me parecía un procedimiento altamente democrático...

5 de octubre de 2016 Por: Alberto Valencia Gutiérrez

Siempre fui partidario del plebiscito porque me parecía un procedimiento altamente democrático para dar una amplia legitimidad a un acuerdo de paz. Tanto así que consideraba fuera de tono las voces de ciertas personas que advertían sobre el riesgo innecesario que el Presidente corría al convocarlo, porque me parecía imposible imaginar que, con excepción de un conocido grupo, los ciudadanos fueran a desaprovechar la posibilidad de paz real y concreta que se les ofrecía. Así no ocurrieron las cosas. Y la explicación no pertenece tanto a un asunto de estrategia política sino de psicología colectiva.El voto por el sí tuvo como base muy probable un cálculo racional consistente en ponderar los efectos benéficos del acuerdo con respecto a los sacrificios que había que hacer para lograrlos y, en el peor de los casos, a los sapos que había que tragarse.El voto por el no, por el contrario, se convirtió en un imponderable, porque factores puramente emocionales y primarios, como el temor y el odio, se apoderaron de los sufragantes. La argumentación racional pasó a un segundo plano hasta el punto de que era bastante difícil identificar realmente cuál era el motivo por el cual muchas personas optaban por esta decisión. Si a esto le agregamos la falta de información y la deplorable cultura política existente entre nosotros tenemos el cuadro completo.Muchos de los líderes políticos de la oposición supieron interpretar el “alma colectiva” (como dicen los psicólogos de las multitudes) y aprovecharon una serie de circunstancias para que el temor jugara un papel en la decisión del voto: se inventaron de una manera mezquina y completamente falsa la idea de que en La Habana se había negociado la identidad de género de los colombianos y la estabilidad de la familia y los líderes cristianos aprovecharon esto para movilizar a sus fieles; se creó la idea de que Colombia se podía convertir en otra Venezuela, de una manera altamente delirante, y contra todas las evidencias. La mentira se volvió la regla. Y de esta manera el pánico frente a un futuro incierto se convirtió en una poderosa fuerza de movilización.El odio, como una fuerza ciega e imperiosa que no admite ningún tipo de consideración de carácter argumentativo sobre las consecuencias, y que sólo busca la manera de realizarse, se convirtió también en un componente básico de la decisión. Este país odia las Farc, con el agravante de que ellas mismas han dado buenas razones para merecerlo. El odio también se volcó sobre la figura del presidente Santos, desconociendo que lo que estaba comprometido aquí no eran las preferencias políticas sino la paz como un valor supremo de la vida colectiva.El resultado final nos cogió de sorpresa a todos porque no supimos entender que lo que estaba en juego para la mitad de la población no era propiamente la decisión racional y equilibrada sobre las bondades de un acuerdo de paz, que ponía fin a un grupo armado que por 52 años afectó la vida del país, sino la defensa de la vida privada, los valores de la familia o el futuro económico inmediato, que consideraban amenazados. La amenaza en mi opinión era por completo infundada, pero el miedo sí era muy real. Finalmente lo que triunfó fue el miedo y el odio contra la esperanza de un país en paz.En las últimas horas se han abierto posibilidades de renegociación de los acuerdos de paz. Esperemos que las propuestas que presenten los críticos del proceso sean lo suficientemente viables y racionales para hacer posible una negociación y no para sabotearla. La desmovilización de los grupos armados no es una amenaza para la estabilidad de nuestras familias o para el futuro de nuestros hijos y nietos, sino todo lo contrario: una esperanza.