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Poder e ilegalidad

En la historia reciente encontramos muchos casos en los que un Estado impotente, enfrentado a grupos ilegales que amenazan su estabilidad, debe apelar a medios igualmente ilegales para combatirlos.

7 de agosto de 2018 Por: Alberto Valencia Gutiérrez

En la historia reciente encontramos muchos casos en los que un Estado impotente, enfrentado a grupos ilegales que amenazan su estabilidad, debe apelar a medios igualmente ilegales para combatirlos. El problema, una vez pasado el peligro, es cómo este puede responder ante la población por haber violado las normas básicas de la institucionalidad y qué debe hacer para controlar a los grupos ilegales en los que se apoyó.

Esta es la gran tragedia colombiana: para combatir el narcotráfico y las guerrillas muchas veces se ha tenido que recurrir a medios ilegales para suplir al Estado en una tarea que lo sobrepasaba.

Un ejemplo lo podemos encontrar en los Pepes, una organización claramente ilegal que tuvo la colaboración de agencias del Estado e incluso internacionales para combatir a Pablo Escobar. Don Berna, pieza clave en todo ese engranaje, terminó convertido en amo y señor de Medellín.

Otro ejemplo son los paramilitares, que contaron con la complacencia de las autoridades y la aprobación de muchos sectores de la sociedad civil que veían en ellos la expresión de la legítima defensa ante la desprotección del Estado, pero sin darse cuenta que esos grupos estaban masacrando una población inocente y habían desarrollado un interés propio con el narcotráfico y la apropiación de tierras, que sobrepasaba sus iniciales objetivos contrainsurgentes.

Con la llegada de Uribe a la presidencia en 2002 el recurso al paramilitarismo se hizo innecesario pero, en contrapartida, la ilegalidad se entronizó en el corazón mismo del ejercicio del poder, en una proporción que no se había conocido antes. Durante el primer período se ‘pasó de agache’ ante esta situación, dado el desespero en que se encontraba la población ante el asedio de guerrillas y paramilitares, que habían hecho invivible el país.

Fabio Echeverri Correa, líder gremial antioqueño, decía que había que aguantar a Uribe con sus métodos “cuatro añitos más” para que acabara con las Farc, ya que después “ya habría tiempo” para restaurar la institucionalidad. Sin embargo, en el segundo periodo el uso de la ilegalidad se volvió insostenible y eso hizo que se le pusiera ‘tate quieto’ a una segunda reelección.

Las instituciones democráticas ya habían pagado un costo muy alto en términos de desregulación y no soportaban más. Uribe ya había hecho ‘su tarea’ del ‘todo vale’ y se imponía un relevo en la orientación del Gobierno. Esto fue lo que le otorgó sentido al giro que le dio Santos a la política de su antecesor, que algunos llaman ‘traición’.

Es en este marco que tenemos que ubicar la situación que se ha creado con el llamado a indagatoria al expresidente Uribe por parte de la CSJ. El nuevo Presidente ha dicho en repetidas ocasiones que su Gobierno se basará en la legalidad y que su norma será “el que la hace la paga”. Sin embargo, no hay que olvidar que Duque llegó a esa posición montado en la legitimidad que le otorga el prestigio de Uribe como un gobernante honesto y probo.

¿Qué pasaría entonces si la Corte encuentra méritos para abrirle un juicio, lo detiene e, incluso, lo condena? Simple y llanamente que su legitimidad se derrumba. Más aún, esa legitimidad ya se ha resquebrajado seriamente porque, como decía Gloria H. en su excelente columna del 31 julio, después de tantas acusaciones y sospechas ya “algo se quebró” en la imagen del “ídolo impoluto” y del “gran colombiano”.

Los parlamentarios de Cambio Radical y de la U ya lo entendieron y están buscando un salvavidas político en la oposición, porque se han dado cuenta que el barco ‘hace agua’ antes de zarpar. ¿Tendrá Duque la suficiente ‘inteligencia política’ para entender esta situación? Allí es donde sabremos si, a sus 42 años, es un ‘títere’ (como dicen sus enemigos) o un verdadero estadista.