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La venganza de la naturaleza

Nunca nos imaginamos que el desarrollo del hípercapitalismo impuesto en las últimas décadas en el mundo, de la mano de las teorías neoliberales, fuera a ser puesto seriamente en cuestión por un virus.

14 de abril de 2020 Por: Alberto Valencia Gutiérrez

Nunca nos imaginamos que el desarrollo del hípercapitalismo impuesto en las últimas décadas en el mundo, de la mano de las teorías neoliberales, fuera a ser puesto seriamente en cuestión por un virus proveniente del exterior y no por sus contradicciones internas.

El capitalismo es un sistema económico cuyo principal motivo, más allá de las intenciones de sus agentes, es la búsqueda del beneficio, sin tener en cuenta las consecuencias que de allí se deriven. El industrialismo del Siglo XIX condujo a una superexplotación de la fuerza de trabajo hasta el momento en que el Estado, compelido por los movimientos sociales y alarmado por el deterioro de las condiciones de vida de la población, se vio obligado a tomar medidas para contenerla. La crisis de 1929-1936, las dos guerras mundiales y la amenaza de una revolución social de envergadura condujo de nuevo al Estado a tener un papel fundamental en la regulación de la actividad económica y la vida social: crear ‘demanda efectiva’ que contrarrestara las crisis de sobreproducción; tomar a su cargo la satisfacción de necesidades básicas (educación, vivienda, salud, desempleo y demás); y regular y encausar los conflictos sociales. Nació así el famoso ‘Estado de bienestar’, que tuvo vigencia en los llamados ‘30 años gloriosos’ posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en los que los países desarrollados conocieron una prosperidad sin límites.

Sin embargo, la crisis del modelo de acumulación capitalista de los años 70 propició la irrupción del experimento neoliberal como forma de eliminar las ‘trabas’ impuestas desde el Estado al libre juego de la actividad económica. El experimento comenzó en Chile y luego fue aplicado en países desarrollados de la mano de los grandes líderes de la época, Margaret Thatcher y Ronald Reagan. El ‘consenso de Washington’ de 1989 estableció los principios básicos. Y la caída de los socialismos entre 1989 y 1992 allanó la vía para que se impusiera un ‘capitalismo salvaje’, en el cual el mercado se convierte en Dios omnipotente y todopoderoso y la libre competencia en el único factor regulador reconocido. Las necesidades básicas, que antes estaban a cargo del ‘Estado de bienestar’, pasan a la lógica del beneficio porque “por fuera del mercado no hay salvación”.

Hoy en día, 40 años después, nos encontramos frente a los estragos de este modelo económico. Como bien lo ha mostrado Thomas Piketty en su libro El capital en el Siglo XXI las desigualdades se han incrementado de manera exponencial desde 1980, en contraste con el período anterior. La asunción por parte del mercado de las necesidades básicas de la población ha demostrado ser un gran fracaso como se puede ver en la precariedad de los servicios de salud. Y el propio sistema, fundado en el consumismo en un 70 u 80%, en un modelo de ‘capital ficticio’ basado en la ‘expansión de la oferta de dinero, el crédito y la creación de deuda’, se encuentra enfrentado a una insuficiente ‘demanda efectiva’ para “realizar los valores que el capital es capaz de producir”. Como bien señala Piketty estas condiciones hacen bastante difícil que el sistema pueda sobrevivir a una pandemia.

El eslabón débil de la cadena era probablemente la crisis ecológica, el efecto invernadero y el calentamiento global. Los incendios del Amazonas o de Australia, los desarreglos climáticos, los huracanes del Caribe, entre otros desastres, eran muestra palmaria de que al desarrollo económico neoliberal le importaban muy poco estos ‘efectos inesperados’. Sin embargo, la naturaleza ultrajada se adelantó y preparó su venganza: una molécula precipitó un colapso que era perfectamente previsible al cabo de pocos años. Y ahora estamos de regreso al Estado, como en la época anterior, porque es el único que tiene en sus manos la posibilidad de paliar la crisis, con el aumento del gasto público, el endeudamiento y la inversión en la gente. Y todo eso en contra de la receta neoliberal. No pedimos mucho: que el desarrollo económico no sea incompatible con el bienestar de la población.