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Democracia y riesgos

Muchos columnistas se han preguntado por qué motivo, en la democracia más avanzada del mundo, la mitad de los votantes se inclina por un personaje que ha demostrado con creces su mediocridad y su dudoso nivel ético.

24 de noviembre de 2020 Por: Alberto Valencia Gutiérrez

Muchos columnistas se han preguntado por qué motivo, en la democracia más avanzada del mundo, la mitad de los votantes se inclina por un personaje que ha demostrado con creces su mediocridad y su dudoso nivel ético, tal como se manifiesta en las mentiras, los abusos sexuales, el no pago de los impuestos, la trampa, el racismo, la misoginia, la arrogancia, la rusticidad y la xenofobia. Un amplio sector de los habitantes no votó propiamente en defensa de sus intereses sino en favor de quien los agredió, los insultó y los discriminó como ocurrió con los negros, los latinos y los asiáticos cuya preferencia por Donald Trump se amplió con respecto a 2016. Esto parece constituir un índice de que la democracia contemporánea se encuentra en una grave crisis. Ya no se elige a los mejores sino a aquellos que saben producir miedos en el electorado y se presentan como salvadores. Sin embargo, las respuestas no han sido muy satisfactorias.

En 1986, poco después de la catástrofe nuclear de Chernóbil, el sociólogo alemán Ulrich Beck publicó un libro llamado La sociedad del riesgo, donde podemos encontrar algunas claves para resolver estas inquietudes. Su idea es que desde los años 1980, sin que se presentara una revolución o un estallido político, irrumpió en el mundo desarrollado un nuevo modelo de sociedad, sustituto de la sociedad industrial, cuya característica fundamental ya no es el enfrentamiento entre capital y trabajo, sino el riesgo como amenaza igual para todos.

Los riesgos no son un invento de la sociedad moderna. Al ritmo del crecimiento exponencial de las fuerzas productivas, humanas y tecnológicas, se produce de manera simultánea un incremento significativo de las ‘fuerzas destructivas’ y por consiguiente de los riesgos, de una manera que no conocía la sociedad anterior. Colón tuvo que asumir grandes peligros para lograr su aventura. La vida urbana en otras épocas era un inmenso desafío: las aguas fétidas corrían por medio de las calles y las heces se acumulaban por doquier. Quien cayera al Támesis no se ahogaba sino que se envenenaba. Sin embargo, esos riesgos eran personales, locales y visibles. Los de ahora son globales, ubicuos y se sustraen a la percepción: elementos tóxicos en el agua y los alimentos, fisión nuclear, basura atómica, muerte de los bosques. Hasta la leche materna puede ser peligrosa por la presencia de sustancias letales. Lo que esta comprometido ahora es la autodestrucción de la vida en la tierra.

Con la globalización, el derrumbe del Estado de bienestar y el neoliberalismo desbordado habría que agregar las amenazas propiamente sociales, como la pérdida del empleo o el socavamiento de las seguridades que proponían la familia, el entorno y la comunidad. Las sociedades ya no están amenazadas desde afuera sino desde adentro. La ciencia ya no produce “la confianza que depositó en ella el proyecto de la modernidad” y no está en condiciones de reaccionar a los riesgos o de predecirlos. El pánico frente al riesgo se convierte entonces en una grave amenaza para el régimen político. La gente reclama la protección de un líder carismático, arbitrario y déspota, así prescinda del recurso a los canales institucionales establecidos en un orden democrático.

Bolsonaro en Brasil, Johnson en UK y Trump en EE.UU., son figuras emblemáticas de esta nueva situación. No en vano este último propuso utilizar detergentes para combatir el corona virus. Parte de la votación que lo llevó a la presidencia en 2016 provenía de los Estados del ‘cordón industrial del Norte’ (‘rust belt’), que habían sufrido todos los embates del proceso de desindustrialización, aspiraban a recuperar sus empleos y su antiguo estilo de vida, a pesar del discurso racista y xenófobo. Como decía Marx, refiriéndose a Napoleón III -un vagabundo perseguido por deudas que usurpó el poder en Francia entre 1851 y 1870 sin siquiera hablar bien el francés- los pueblos, “en épocas de malhumor pusilánime” dejan “que los voceadores más chillones ahoguen su miedo interior”.