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Museo arqueológico de Palmira

Corría el año 900 antes de Cristo y los arreboles de verano indicaban que, en los años por venir, el Gran Lago de Caucayaco -valle geográfico del río Cauca- iba a secarse más rápidamente.

6 de octubre de 2020 Por: Alberto Silva

Corría el año 900 antes de Cristo y los arreboles de verano indicaban que, en los años por venir, el Gran Lago de Caucayaco -valle geográfico del río Cauca- iba a secarse más rápidamente a como lo había hecho, en forma paciente y constante, durante los últimos miles de años. La naturaleza moldeadora de la tierra había empujado a las placas tectónicas del Pacífico contra las continentales 40 millones de años atrás, para esculpir en alto relieve la cordillera que los hispanos darían por llamar luego la Cordillera de los Andes.

Entre dos de los ramales de esa cordillera, quedó enclavado el espejo de agua de un inmenso lago de 436.795 hectáreas en proceso de desecamiento, por medio del drenaje que ejercía el río Cauca en su curso hacia la desembocadura al río Magdalena.

Allí en una pequeñísima área de no más de 40 hectáreas, localizada en el costado suroriental de lo que había sido aquel extenso lago, en la margen derecha de un cristalino río conocido hoy como el Bolo, tributario del Fraile y el Guachal y por este del Caucayaco (río Cauca), se extinguía una sociedad aborigen que tuvo durante siglos ese entorno como su hábitat.
Y el entorno era el caserío de la tribu con sus ranchos pajizos, distribuidos en los lugares más altos de una serie de diques o jarillones construidos para seguirles el juego a las caprichosas subidas y bajadas del nivel del río que los orlaba en las crecientes del invierno y las sequías del verano.

Sus ancestros habían llegado 8000 años antes desde las costas Atlántica y Pacífica, en una lenta e interminable invasión cuya procedencia los científicos no han acabado de precisar completamente. Los antropólogos modernos denominaron luego esa invasión como, la colonización de América del Sur por el Homo sapiens, mamífero omnívoro quien a partir de su entrada al continente, evolucionaría en ese paleo-ambiente y lo escogería como su hogar americano.

Pasaron cientos de años y alcanzaron el hábito sedentario, gracias al conocimiento de la agricultura primero en forma primitiva y luego en una mucho más evolucionada que los amarró a esta tierra en forma perenne. Manejaron el algodón, el maíz, la yuca, y el fríjol. Conocieron con la habilidad de técnicos agrícolas, los tiempos del invierno y el estío. Llegaron a ser expertos únicos con su maravillosa orfebrería y alfarería en las que desarrollaron la técnica de producir calor por encima de 800 °C para fundir el oro y trabajar esas disciplinas. Contundente testimonio y asombro de los conquistadores. El predio donde estuvo establecida la población de la tribu se convirtió en centro espiritual, agrícola y comercial. Se comunicaban a grandes distancias con los tayrona, tumacos y las tribus huilenses.

Cinco siglos antes de Cristo desaparecieron. A sus espaldas quedaron enterrados los testimonios que sus ascendientes habían sepultado en cámaras funerales junto con un extenso portafolio de orfebrería que nunca joyería alguna concibió. Ese inventario lo dejaron dentro de piezas de alta alfarería convertidas en piadosas urnas, ingenuas cajas de seguridad que manos sacrílegas destrozarían siglos más tarde.

En el año 1992 en el Bolo San Isidro corregimiento de Palmira, la cuchilla de una máquina agrícola hendió el vientre del cementerio indígena de Malagana. Con los rayos del sol, hizo explosión el brillo del oro depositado allí con reverencia por los aborígenes; las calaveras se encandilaron después de una noche de siglos y cientos de manos ignorantes, ávidas del metal, destruyeron casi todo el patrimonio arqueológico cuyos objetos más valiosos tomaron rumbos diversos a tierras extrañas.

Hoy el hermoso Museo Arqueológico de Palmira MAP, es una realidad, gracias al rescate de la heredad Malagana efectuado por Ecoparque Llanogrande.