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Mariana, el ángel colombiano de los refugiados sirios

Se llama Mariana Santoyo. Tiene 27 años y trabaja para la ONG Lighthouse Relief que brinda ayuda humanitaria a refugiados sirios en Grecia. Historia, por ahora, sin final feliz.

12 de junio de 2016 Por: Lucy Lorena Libreros | Reportera de El País

Se llama Mariana Santoyo. Tiene 27 años y trabaja para la ONG Lighthouse Relief que brinda ayuda humanitaria a refugiados sirios en Grecia. Historia, por ahora, sin final feliz.

ATaha al Ahmad y su familia les tocó aprender a dormir sobre la tierra mojada. La lección les llegó hace apenas unos meses, en medio de un  invierno europeo feroz, varios días  después de haber salido de  Siria y de atravesar casi toda Turquía por el desierto para después dejar en las manos de uno de esos traficantes que movilizan seres como  mercancía sobre el mar Mediterráneo  los pocos euros que habían logrado reunir en Alepo, la ciudad natal de todos.

La esperanza era alcanzar las costas de Grecia. Y  llegar hasta Idomeni, esa población al norte de Atenas que de un momento a otro dejó de ser un pueblo tranquilo de no más de 200 habitantes para convertirse en un improvisado  centro de peregrinaje de miles de familias. Padres, abuelos, tíos, nietos, hijos que decidieron dejarlo todo —una cultura,  una patria—  antes de ser alcanzados por alguno de esos   bombardeos con los que Siria  escribe su historia de sangre desde hace cinco  años. 

Taha al Ahmad arribó con los suyos hace seis meses e hizo lo que otras 55.000 personas hasta hoy: convertirse en refugiado, acomodar su desesperanza bajo una  carpa, dormir poco,  comer mal, bañarse cuando puede. Y aguardar por un milagro que con cada hora que pasa se hace menos nítido: que se abran las fronteras con Macedonia para entonces sí terminar la travesía y cumplirle a su familia la promesa de que en cualquier país de Europa echarían de nuevo  raíces y llegarían los días prósperos, los días mejores.

Mariana Santoyo, una bogotana de 27 años, graduada en ciencia política y relaciones internacionales en la Universidad Javeriana, conoce bien esta historia. Y la ha visto repetirse con distintos nombres y rostros desde que trabaja como voluntaria para ONG suecas que lideran proyectos relacionados con infancia y refugiados.

Hoy lo hace para Lighthouse Relief en un campo militar llamado Ritsona, distante una hora de Atenas —donde ella reside— y que ha acogido a unos 800  refugiados. Es la única colombiana. La chica de sonrisa fácil y mirada dulce, cuya misión consiste en asegurarse de que las ayudas humanitarias que envían distintos organismos  internacionales sean aprovechadas por los refugiados, al tiempo que desarrolla para ellos programas de educación y de salud.

Un  lugar que parece abandonado por Dios: el paisaje, en medio de una Grecia en bancarrota, está pintado de abuelas que duermen al pie de las vías de tren y  de decenas de carpas pequeñas, que no soportan ni la lluvia más ligera, bajo las que se acomodan familias enteras, sin posibilidad de agua potable, de electricidad, de comida y medicinas permanentes y de pocos defensores ante la amenaza permanente de organizaciones criminales que se dedican al tráfico de personas.

“Un sitio horrible lleno de moscas, donde los niños permanecen sucios, muchos de ellos con enfermedades respiratorias; donde no se hace un manejo adecuado de la basura y debes caminar muchas veces encima de ella. Donde los baños públicos permanecen colapsados. Donde ves a los niños, en medio de esa miseria, llorando mientras los papás los miran sin saber qué hacer, como derrotados”, relata la joven colombiana.

Un sitio donde los ojos de Mariana han tropezado también con una legión  de mujeres guerreras —varias de las cuales han tenido que dar a luz en esas condiciones— que emprendieron la huida  solas con  sus hijos, cargando en el corazón la incertidumbre de no saber si podrán reencontrarse con sus maridos, que lograron aterrizar en este continente antes de que la Unión Europea endureciera su política migratoria para contener la llegada sin talanquera de refugiados. Hombres que aguardan por sus familias, ya en calidad de asilados, en países como Alemania.    

Es que eso que el resto del mundo ha seguido desde la comodidad de la sala de su casa a través de fotos o videos, fue la realidad a la que quiso enfrentarse esta colombiana mientras trabajaba para un jardín infantil en Atenas.

No se resignó a  ser una espectadora más de la crisis humanitaria más grande de nuestro tiempo  y se vinculó, primero a través de Save The Children y después de Lighthouse Relief, para ayudarles a todos esos refugiados que llegan desorientados en grandes oleadas.  

Comenzó en Lesbos, el punto de entrada de muchos sirios a Europa. Una  isla griega cuyo mar ha dejado sobre las playas más de 35.000 refugiados en el último año.  Desde ahí muchos alcanzaron a tomar un ferry rumbo a Atenas, seguían caminando hacia la frontera o abordaban un bus o un o tren para seguir toda la ruta hasta Alemania, que para ellos es el destino más conocido

Gente al borde del abismo que  buscaba  dejar atrás guerras y conflictos como los de Siria, Irak, Afganistán, Irán, Palestina, Yemen, Pakistán, Libia y Somalia. 

La mayoría —el 48 %— proviene de Siria, donde la descarnada guerra interna que arrancó  en 2011 ha obligado a 11 millones de personas —más de la mitad de la población— a abandonar la nación.

Su sentido dramático del deber, de entender la vida como un asunto de dar más que de recibir, dejaría a Mariana Santoyo luego en Idomeni, ciudad  que se transformó en una vasta sala de espera en la que se hacinan cerca de 15.000 refugiados. La mayoría  se asentó en carpas entregadas por la Agencia de la ONU para los Refugiados, Acnur, a los pies del último lugar que una familia buscaría para vivir: una  estación de combustible. Todos allá la llaman Eko.

 Pocos meses más tarde llegaría al campo militar donde se encuentra ahora. “En toda Grecia hay 41 campos de refugiados. La esperanza de esta gente es que quedarse allí servirá para presionar a la comunidad internacional para que se abran las fronteras y ellos puedan entonces continuar su travesía por Europa hasta dar con un país donde puedan hacer una nueva vida. Por eso es que ninguno quiere irse”.

 Mariana tampoco. Así extrañe a su familia y a sus amigos en Colombia. Así gane poco y no le queden horas para escaparse a un cine,   a la playa a  tomar el sol o tal vez al concierto de un cantante de moda. La joven aprendió a dopar la necesidad de esos pequeños placeres. Hizo de su labor no un asunto por cumplir sino  una necesidad. Ayudar a los refugiados la salva y la redime.

“A Grecia la han dejado sola”

Este capítulo de la vida de Mariana Santoyo comenzó realmente en  Colombia donde trabajó como pasante en el Centro de Información de Naciones Unidas.

Es que desde sus épocas de estudiante universitaria se sintió tocada por temas como la resolución de conflictos y la protección a la niñez. 

En esas estaba cuando comenzó a investigar sobre niños soldados, sobre casos de desarme, de desmovilización y de reintegración. Quería entender las claves de este mundo mal hecho.

Y deseosa de aprender más aplicó a un máster en acción humanitaria en la  Universidad de Upsala, en Suecia. Pasó.

“Con el tiempo hice una pasantía en Nueva York dentro de  las Naciones Unidas, en el Fondo de Población, y luego otra  en la ONG Save the Children, en Estocolmo.  Me la  pasé un año buscando trabajo en Colombia y Europa, donde me saliera algo, hasta que logré un trabajo en un jardín de niños en Grecia”, recuerda Mariana. 

Motivada por la experiencia de su  voluntariado para Save the Children en Suecia, se le midió a repetirlo en Grecia. “Lo hice durante un mes hasta que conseguí un puesto en la ONG Lighthouse Relief. Ellos me han empoderado un montón”. 

Hoy, la joven colombiana es coordinadora del área de protección de niñez. Y es tal vez uno de los latinoamericanos que más conoce sobre la situación política y social de los refugiados en Grecia. 

Sabe que es una población que está en una sin salida: no pueden cruzar las fronteras de Grecia. Mariana ha visto cómo fuerzas  de Macedonia usan  gases lacrimógenos y hasta armas para impedirles el paso. Pero los refugiados  tampoco pueden devolverse a sus países en guerra. Allá solo los espera la muerte.

Sabe también que la crisis humanitaria de los refugiados tiene más enemigos que aliados. Desde afuera,  en  la glamurosa Bruselas, los líderes de la Unión Europea, bajo  presión de la opinión pública, decidieron deportar a los recién llegados a Turquía. Fue la única salida que encontraron a la mano. 

En Idomeni, cuenta, se está haciendo una presión política para que se abran las fronteras, pero  nos estamos empezando a rendir con este tema. La situación legal de ellos es muy complicada; a una parte la van a devolver a Turquía y a los que hayan llegado después del 20 de marzo los van a deportar a sus países. “Es evidente que Grecia no puede atender a esta gente sola. A Grecia la han dejado sola”.

 Lejos de acabarse la migración desde Siria y otros países en conflicto de África, ONG como Lighthouse Relief hacen cálculos pesimistas:  advierten que los refugiados podrían quedarse atrapados en tierra griega hasta por dos años más. 

Mientras tanto, a bordo de botes inflables inverosímiles, seguirán llegando miles de refugiados por el Mediterráneo. Hombres como Taha al Ahmad que saben que tendrán una mínima posibilidad de alcanzar el sueño europeo, que aprenderán a dormir sobre la tierra mojada. Pero ahí está Mariana, la dulce Mariana, el ángel colombiano de los refugiados sirios.

El costo de ser refugiado

Gran parte de quienes quieren llegar a Europa a través de Grecia deben pagar alrededor de US$1.000 para que traficantes lo incluyan en uno de los botes inflables que atraviesan a diario el Mar Mediterráneo.

Lo que atraviesan  es un tramo del mar de entre 4 y 10 kilómetros que es lo que separa a Turquía de estas islas griegas.

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