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Crónica: desde las entrañas de un barrio chavista en Caracas

En el barrio 23 de enero defienden, por encima de todo, la doctrina de la revolución bolivariana. Allí se siente la presencia de Chávez. Crónica.

14 de abril de 2013 Por: José Guarnizo | enviado especial de Colprensa, Caracas

En el barrio 23 de enero defienden, por encima de todo, la doctrina de la revolución bolivariana. Allí se siente la presencia de Chávez. Crónica.

Luego de regresar del Hospital Militar, donde estaba visitando a una de sus hijas, Amélida Escobar, una dócil enfermera desempleada del barrio San Bernardino, de Caracas, se creyó espectadora de un milagro cuando entró a la cocina de su casa. Desde el fregadero, donde estaban amontonados los trastos del almuerzo, Amélida dice que vio entrar por la ventana una luz blanca intensa, que se posó sobre el mesón y que se reflejó en la pared, como si una mariposa incandescente –jura ella- hubiese llegado hasta allí para avisarle algo. Y fue en ese momento, a eso de las 5 de la tarde del 5 de marzo de 2013, que su hija Francia, que a esa hora veía la televisión, gritó desde la sala: “¡No puede ser!”. Amélida al ver las noticias se sintió presa de una crisis de nervios y salió corriendo como una loca por la calle. Se paró frente a unos guardias, para preguntarles si era cierto, pero no le salía la voz. “Cuando caminé por la calle Urdaneta fue que pude hablar y dije, se murió, no puede ser, se murió. Duré como una hora sin hablar, me quedé muda. Después reaccioné y dije, sí, es verdad: se murió nuestro comandante”.Amélida es una mujer negra, de labios carnosos. Lleva quince minutos llorando sin parar, tocando con su mano derecha una foto gigante de Hugo Chávez, que cuelga de una de las salas palaciegas del Cuartel de la Montaña, donde reposan precisamente sus restos. Desde que falleció Chávez, Amélida va tres veces por semana a visitar su tumba, en la que deja regadas las mismas lágrimas en cada visita. Es extraño, pero aunque Amélida nunca vio en persona a su comandante, dice sentirse una mujer solitaria desde aquel 5 de marzo. Es por eso que no apaga el televisor nunca, ni para dormir. Todas las noches, esta enfermera prende Venezolana de Televisión -un canal 24 horas al servicio del régimen- y se deja arrullar por la voz de Chávez, explotada hasta la idolatría en programas de entretenimiento, deportes, magazines y noticieros. “Chávez no era un hombre perfecto, pero casi lo era. Cuando dicen que nuestro comandante hará milagros, yo creo”, continúa. Y si bien aún nadie habla de milagros, al menos Chávez iglesia ya tiene. Al frente del Cuartel, al cruzar la calle, miembros del Colectivo La Piedrita, una de las tantas asociaciones que en el barrio 23 de Enero defienden la doctrina de la revolución, hicieron levantar la ‘Capilla del Santo Hugo Chávez’ una casa diminuta, en cuyo fondo sobresalen la Virgen María, el Señor de los Milagros y Chávez. Allí ya se han oficiado tres misas, dos cantadas y una con sacerdote. Al frente de la imagen principal (la del presidente fallecido) hay veladoras. Al preguntarle a Marina Araque, de 70 años que si esas imágenes y velones no son un tanto exageradas para un difunto que está lejos de ser un santo, responde: “Él no es un santo, eso no lo discuto, pero yo creo que sí fue un enviado de Dios”. Pocos días después de que inauguraran la capilla, el arzobispo de Caracas, el cardenal Jorge Urosa Savino, criticó que a Chávez se le llamara “santo”. Entre otras porque no era aceptable comparar a un hombre con Cristo, metiéndose de paso en las entretelas de una línea delgada en la que se mezclan dos asuntos que en Venezuela son calientes: la política y la religión. El límite es difuso. Eso se descubre al hablar con personas como Solangie Lara, vendedora de Cds piratas con las canciones que cantó Chávez en sus discursos. Mientras niega que su líder político sea un santo, insiste en llamarlo “El padre eterno”. Fervor y armas del 23 La ‘Capilla del Santo Hugo Chávez’ se abre en el paisaje como el abrebocas del territorio más radical del chavismo en Caracas. Al subir por la montaña, comienzan a aparecer viejos bloques de edificios de pintura raspada por el tiempo, construidos en la dictadura de Marcos Pérez Jiménez -derrocado en 1958- y que fueron tomados por los más desposeídos. Desde el origen de esta barriada en la que hoy habitan más de 70.000 personas, puede entenderse un poco lo que pasa en la Venezuela actual. Después del golpe militar a Pérez Jiménez, ocurrido el 23 de enero (de ahí el nombre del barrio) los partidos tradicionales firmaron el pacto Punto Fijo e hicieron a un lado a los hombres que más habían ayudado al derrocamiento: los comunistas. Aquí, en estas calles, todavía se acuerdan de esa traición y tanto Chávez, como el 23 de Enero son producto de ese sutil olvido que duró 40 años. Son las cuatro de la tarde del viernes 12 de abril y estamos parados en la azotea de uno de estos bloques, desde donde se divisa, en su máxima extensión, la pobreza en la que está sumida la tierra más socialista de Venezuela. Hasta aquí nos ha permitido subir David Romero, ‘Deivid’ uno de los líderes del colectivo Salvador Allende. Antes de entrar al edificio, dentro del cual se apiñan 650 personas, ‘Deivid’ dio órdenes a través de dos radioteléfonos. “Aquí estamos organizados, chamo, porque somos un pueblo rebelde. Mira –y señala con el dedo hacia el Oriente- ahí está el Cuartel de la Montaña, donde se atrincheró nuestro comandante el 4 de febrero de 1992, en el fallido golpe. Desde ese día somos libres”, dice. Esta no es una zona fácil de caminar para un extranjero. En enero del año 2012, en una página de Facebook del colectivo Las Piedritas, aparecieron fotos en las que se veían niños de entre 8 y 10 años de edad sosteniendo fusiles AK47 como si fueran osos de peluche. Allí hay una pared en la que está pintada la única Virgen del mundo que en vez de sostener a Jesús en sus brazos, carga una metralleta. Aunque los líderes visibles del 23 no hablan de armas, cualquiera en la calle dice que aquí hay fusiles y pistola guardadas, pero que lo importante no es sacarlas, sino saber que están ahí, para cuando se necesiten. “Bienvenidos a la Piedrita en paz, si te vienes en guerra, te combatiremos, patria o muerte”, se lee en una valla. Roberto Briceño León, director del Observatorio Venezolano de la Violencia, ha alertado sobre el peligro que representan los colectivos armados del 23, que, según él, sobresalen como paramilitares con el aval del Gobierno. Denuncias hay muchas. El sociólogo Luis Cedeño, director de la ONG Paz Activa, le dijo al El Universal, de México: “Los colectivos ejercen una autoridad y se nutren de puntos de peaje cobrando dinero. Controlan el microtráfico de drogas y suplantan a la autoridad”. La panorámica que ofrece este barrio hace que se crea, por momentos, que lo que recorre no es una comunidad, sino un micro país con sus reglas propias. Cerca al bloque 19 está la Plaza Manuel Marulanda Vélez. Lo llamativo allí no es solo la efigie de ‘Tirofijo’ ni las imágenes de Alfonso Cano, o los grafitis en honor a la Yihad Islámica Palestina o al Hamás, sino lo que dicen los vecinos. “Ellos fueron héroes, chico, oprimidos por los neoliberales”, dice exaltado Rubén Castro, un taxista que ni siquiera conoce Colombia. En el discurso de los chavistas más adoctrinados hay cosas en común. Lo primero, la idea de que Maduro no es Chávez. Al principio, aquí en el 23, hubo mucho escepticismo frente a lo que haría un hombre que está a años luz del carisma del Comandante. “Como Chávez ninguno. Pero el pueblo le va a dar la oportunidad a Maduro, para que asuma el legado. Vamos a ver si es capaz”, resalta Rubén. Lo segundo, es que en vida el presidente Chávez logró, al menos en estos sectores radicales, entronizar una frase que se escucha en cada esquina: “Yo soy Chávez”, como si fuera una reedición tropical de la famosa consigna que le adjudican a Luis XVI, según la cual “el Estado soy yo”, pero que aquí en Venezuela significa “el Estado es usted”. Y es justo a este pedazo de país, que no es fácil de entender, al que se enfrenta Henrique Capriles Radonski. Roberto de Vries, psicoanalista experto en imagen y poder, no cree que la devoción a Chávez haya explosionado con su muerte, sino que viene de atrás. “Con el entierro de Chávez la figura se mitificó, en un país en el que el 70 % de la gente vive de un paradigma sobrenatural y religioso”. Un país en el que se venera a María Lionza, al Indio Guaicaipuro, al Negro Primo, a José Gregorio Hernández; un país en el que un sargento de las Milicias Bolivarianas llamado Carlos Seguera, que sirve de guía en el Cuartel de la Montaña, no se puede contener y delante de los visitantes llora cada vez que señala al helipuerto del Palacio de Miraflores donde se asomaba Chávez; un país en el que una anónima mujer, robusta, de ojos color miel, llamada Elizabeth Torres, se va a dormir con una camándula colgada en el cuello, en cuyo centro no está ninguna Virgen, sino un sonriente comandante.

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