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Martín, la historia de un niño desmovilizado que venció a la guerra

Se calcula que en el país al menos 6000 menores han participado del conflicto armado. Más allá de esas cifras, están las historias de los niños que lucharon contra la guerra.

17 de marzo de 2014 Por: Yefferson Ospina | Reportero de El País

Se calcula que en el país al menos 6000 menores han participado del conflicto armado. Más allá de esas cifras, están las historias de los niños que lucharon contra la guerra.

El pasado jueves, el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, presentó un programa de lucha contra el reclutamiento infantil llamado ‘Aquí tienes plan’. Durante el acto, luego de escuchar el testimonio de una joven que fue reclutada por las Farc después de que sus padres fueran asesinados, Pinzón llamó tanto a las Farc como a los paramilitares “cobardes”. Aquella historia que causó la indignación del Ministro, sin embargo, es una entre las más de 6000 que podrían escucharse en Colombia: las historias de esos 6000 niños cuya infancia fue una obra de la guerra.Hijo de la guerraNació en la guerra. No llegó a ella, nació adentro de ella, la recibió como una herencia desde su nacimiento: ese 30 de enero de 1991 el parto fue atendido por una comadrona de esa remota vereda de Toribío, la única comadrona de esa vereda que no tenía, ni tiene, acueducto, ni energía eléctrica, ni mucho menos una escuela cercana o un hospital; de esa vereda en la que vivían 50 familias dedicadas al cultivo de amapola; de esa vereda que era un territorio de guerrilleros que impartían orden, hacían justicia y, de cuando en cuando, llenaban las alacenas de las cocinas de cada familia con arroz o lentejas o sal o carne. En esa vereda nació Martín. La amapola la conoció desde siempre, así como ese método para sacar de ella el líquido viscoso que era vendido a los guerrilleros y que se convertía en heroína. Desde que pudo caminar iba con los hombres de la vereda hasta los cultivos y arrancaba los tallos para luego cocinarlos y sacar el producto que vendían a los guerrilleros. A ellos también los conoció desde siempre, a ellos y a sus armas. Llegaban hasta la puerta de cada casa, pagaban por la amapola procesada, hablaban con todos, a los niños les enseñaban sus armas y les permitían disparar. Si decidían permanecer en la casa, se les disponía el cuarto más grande para que durmieran con su mujer de turno. El resto de la familia dormía en uno de los otros cuartos. En términos prácticos, lo dice el mismo Martín, fue colaborador de la guerrilla desde que aprendió a caminar. Luego de que pudo ir solo desde su casa hasta el pueblo, los comandantes de la Columna Móvil Jacobo Arenas le pedían que comprara un par de pilas, o algo de sal, o unas latas de gaseosa para ellos. A sus nueve años le fue entregado un radio de comunicaciones y se le encomendó informar desde el pueblo todos los movimientos de los soldados. Dos años después, en el 2002, le entregaron unas ropas de soldado y un fusil. Desde ese día —tenía once años— hizo parte de las filas armadas de la Jacobo Arenas. Entre el 2002 y el 2006 los años de su vida se deslizaron turbulentos. Enumera cada uno de los acontecimientos que conserva en su memoria como pesadillas: los enfrentamientos, disparar, correr, ver a otros como él, menores que él, morir. Un día, luego de un encuentro con un grupo de militares, uno de los niños resultó herido. El chico no toleró el dolor y se disparó a sí mismo con el cañón de la pistola en la boca. Sin embargo, el recuerdo más profundo y oscuro para él es la toma de Toribío en el 2005. Fue planeada con dos años de anticipación. Todos recibieron una instrucción precisa: algunos aprendieron cuidados médicos básicos, otros fueron destinados a los radios y otros, entre los que estaba él, debían disparar. Martín cuenta que durante los cerca de cinco días que duró la toma, corrió desde Toribío hasta el campamento día y noche para recargar cartuchos y llevar a sus compañeros heridos. Sobre todo eso. Al final, su verdadero trabajo fue llevar al campamento a sus compañeros moribundos. Vio de nuevo morir a los otros niños que habían vivido con él y, en medio de esas muertes, tuvo la convicción de que abajo, en el pueblo, otras personas lloraban como él a otros muertos. Cuando el ataque terminó, lloró. Lloró inmensamente su drama secreto y remoto y abismal de ser un niño del conflicto. La guerra se había desplomado sobre él con todas sus imágenes implacables y todo el miedo a la muerte que podría soportar un hombre. Luego renunció. Un día fue enviado por unos medicamentos a Cali, pero nunca regresó. Fue hasta una oficina del ICBF y dijo que era un guerrillero y quería dejar de serlo. Lo dijo de ese modo, simple e infantil, como un ruego.***Las cifras del reclutamiento de menores en el conflicto armado son aplastantes. Según un estudio de la Defensoría del Pueblo, en los últimos diez años se contarían, como mínimo, 6000 niños reclutados por las Farc, por las bandas criminales o por los paramilitares. La cifra, sin embargo, puede ser muy superior. Las autoridades admiten que la única forma que tienen de contar el número de niños en la guerra es a partir de los que son recuperados del conflicto. En el Valle del Cauca, entre el 2012 y el 2013 se contaron 414 niños desmovilizados. No obstante, estadísticas independientes afirman que solo entre el 25 % y el 40 % de los cadáveres de niños muertos en combate son recuperados, por lo tanto, el número total de niños en la guerra es imposible de definir. Por otro lado, Instituciones como el ICBF o la Agencia Colombiana para la Reintegración admiten que hay un número considerable de adultos que llegaron al conflicto siendo menores. Sin embargo, más allá de las cifras, está la experiencia de la guerra, la vivencia que se resiste a ser convertida en un número. Psicología de la guerraMartín recuerda los primeros meses luego de su entrega: dormía poco, lo perseguía la idea de que cualquiera de los otros niños iba a asesinarlo. Permanecía en silencio, en soledad, padeciendo fugaces pero brutales episodios de pavor, evocando las imágenes de la guerra y creyendo oír los ruidos de los disparos y de las explosiones. Sufría el padecimiento que los sicólogos llaman síndrome de estrés postraumático, SEPT. Fue diagnosticado por primera vez en 1960 por los médicos que atendieron a los sobrevivientes del holocausto Nazi y consiste, según la definición médica, en “un temor que se reiteran en los sueños y el recuerdo y un sentimiento de fracaso vital y de desesperanza”. Para Martín fue ante todo soledad y aislamiento. Un aislamiento tan destructor que llegaba a tener la idea de que podría ser imposible reiniciar una vida. Junto a él fueron atendidos otros 30 adolescentes, con los cuales convivía todo el tiempo. Pero, a pesar de estar en medio de los otros niños, hablaba poco, se retraía en medio de sus dudas. El mundo a su alrededor le resultaba extraño. Él provenía del campo, y de un campo convulso por el conflicto. Aquí todo era diferente. Los ruidos en el ambiente eran otros, el modo de hablar era otro, las palabras usadas eran otras, las personas, otras. Una sicóloga que trabaja con 37 niños rescatados del conflicto en Cali cuenta que cada uno de ellos salió de la guerra en una situación de vulnerabilidad absoluta. La mayoría con caries en sus dientes o heridas en sus cuerpos mal cuidadas, trastornos alimenticios, desnutrición, o enfermedades de cualquier tipo. Los casos más extremos, pero no los menos comunes, dice la sicóloga, tienen que ver con violaciones sexuales. Cada una de esas heridas son el revés de una herida más profunda y difícil de sanar. La sicóloga dice que absolutamente todos los niños rescatados padecen SEPT. Hay quienes no pueden dormir y presentan desórdenes con su comida. Hay otros para quienes la guerra revive como alucinaciones: un niño puede estar durmiendo o tratando de dormir y levantarse de su cama gritando frases como “me disparan, me disparan”; puede despertar repentinamente pidiendo auxilio, o romper en llanto, recordando y sintiendo la misma sensación de abandono y angustia que experimentó en medio de los combates. En los casos más extremos, lo señala Carolina, los efectos colaterales de la guerra conducen a los niños a contemplar la idea del suicidio.Una campana de cristal“El corazón de un sobreviviente es como una campana de cristal con una pequeña grieta: Ya no resuena...”, la frase es de Fred Wander, un escritor austríaco sobreviviente del Holocausto Nazi que murió en el 2006. La metáfora no puede ser otra. La guerra es una pérdida, una sangrienta y cruel deconstrucción. La sicóloga admite que todo el sufrimiento al que es sometido un niño en medio del conflicto dejan secuelas que nunca se borran. Explica que en el ejercicio de tratar de sanar las heridas sicológicas del conflicto en los niños, el desafío consiste en, a pesar de los traumas que habrán de perdurar siempre, lograr que cada niño tenga la suficiente confianza en sí mismo para superar el miedo y la angustia, y aún sus tendencias violentas. “El éxito de reintegrarse a la sociedad depende de la buena voluntad de cada persona. Cada niño recibe apoyo sicológico, pero en últimas, todo depende de cada uno de ellos, de su disposición de regresar. Ese es el factor definitivo y es individual, es algo que no le podemos dar a nadie, sino que cada persona tiene por sí misma”, afirma la psicóloga. Respecto a eso, Martín se demostró a sí mismo que era un hombre, un niño de una voluntad casi heróica. Entre el 2006 y el 2008, fue recuperándose lentamente de sus propios miedos, enfrentándolos cada noche, cada día. La desconfianza en los otros, el odio que había aprendido a tener por todo lo que significara una autoridad, el sentimiento de desesperanza respecto a lo que habría de ser de su propia vida. Para el 2008, trabajaba dentro de la misma fundación que lo había atendido. En el 2011 había terminado sus estudios de bachillerato y había tenido la oportunidad de reencontrarse con su familia. Realizó en silencio todo el esfuerzo necesario para recuperarse del dolor de años de guerra, un esfuerzo que, para Martín, hace de todos los niños que logran reintegrarse a la sociedad unas especies de héroes silenciosos. Cada uno de ellos contiene el signo perfecto de toda la crueldad y la injusticia y la irracionalidad de la guerra, pero también de la posibilidad de un país mejor.Ahora estudia licenciatura en historia. Tiene 25 años y una hija de cinco. En la universidad pocos saben que alguna vez fue guerrillero, que su infancia fue usurpada por la guerra. Él prefiere no hablar mucho de eso. Dice que hay quienes aún no lo entienden. Que de hecho, la mayor parte de la gente juzga muy duramente la condición de los que abandonan la guerra. “Y ese es el mayor reto si se quiere la paz”, dice. “La decisión de aceptarnos. La decisión de aceptar que, para muchos, la guerra no fue una elección, sino la única opción”.

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