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Cxha Cxha Wala F. C

3 de junio de 2015 Por: Elpais.com.co

En las paredes de la pequeña sala de su casa el profe Justo conserva las fotografías del equipo de fútbol. Allí aparece él, baja estatura, piel morena, el cabello de un negro profundo recortado sobre la frente, los ojos delgados como líneas oscuras y una sonrisa contenida. Son varios los cuadros: en unos, de pie y las manos cruzadas en el pecho, en otros, acuclillado sobre el balón.

Aquella casa, la del profe Justo, es una pequeña construcción ruda, casi torpe, con paredes de una mezcla entre cemento y barro, piso de tierra y un techo de cinc sostenido por una maraña de palos. Afuera están las matas de café y entre ellas las de coca con sus hojas verde amarillentas salpicadas por las pequeñas esferas rojas que son las semillas.

Para llegar a la casa del profe Justo, en las tremendas montañas de la cordillera central del norte del Cauca, ascendimos por delgados caminos empantandos y rodeados de pequeños invernaderos de matas de cannabis. Esas rutas remotas e inverosímiles, contó el profe, fueron hechas por los propios campesinos para facilitar la salida de hoja de coca y marihuana de las montañas.

Al hablar de eso el profe ríe, pero hay una cierta tristeza en sus ojos, como si la risa escondiera una ironía que no depende de él, que no es él quien hace sino quien sufre. Justo nació en el 57, ahí mismo, es esa casa, en Corinto, en el Cauca. Tiene 58 años, apenas cinco más que las Farc, que nacieron en el 63.

En su casa, mientras observo las fotografías de los equipos de fútbol, el profe me cuenta que fue el primer indígena en jugar en torneos municipales en el Cauca, que fue fundador del primer club de fútbol de Corinto, Huracán F.C., y que no pudo ser profesional “tal vez por ser indígena, o tal vez por ser del Cauca”. Ahora es el coordinador de la escuela de fútbol de los indígenas Nasa en Corinto.

 

- ¿Cuándo inició la escuela con los niños? - le pregunto

Por allá, como en 2011.

Es un poco extraño pensar que en estas montañas, en medio del conflicto, haya una escuela de fútbol.

Bueno, se hizo para eso, para robarle los niños a la guerra, a la droga, a la coca, a la muerte.

Desde su casa puede observarse una sucesión de recuadros recortados sobre los dorsos de las montañas: son los invernaderos de marihuana y los cultivos de coca. Desde ahí pueden verse, rodeando cada casa, como si acecharan.

Cxha Cxha Wala F.C.

Martes 12 de mayo, vereda San Pedro, Corinto

Es una de las 46 veredas que tiene el pueblo. En cada una, el club de fútbol Cxha Cxha Wala tiene un entrenador para los niños que deseen practicar. El club fue fundado en 2011 por el profe Justiniano Julián. La idea fue simple, dice el profe Justo: “se me ocurrió que teníamos que hacer algo para evitar que los niños se siguieran yendo para la guerrilla o el Ejército. Entonces le dije al gobernador del cabildo que si le interesaba tener una club de fútbol, le gustó, y empezamos”.

El nombre también fue idea de Justo. En lengua Nasa, Cxha signfica fuerza y Wala grande. Fuerza Grande, al español. Inicialmente eran menos de 30 niños, ahora hay 230, la mayoría indígenas Nasa. La mayoría, pues aunque el club sea de los indígenas Nasa de Corinto, la política es permitir entrenar a quien lo desee. “Yo no le puedo decir a un niño que es negrito, a uno que no es indígena, que no puede entrenar. Aquí cabemos todos. La guerra la sufrimos todos, así que la escuela es para todos”, dice el profe Fausto, coordinador de Cxha Cxha Wala en todas las veredas.

La vereda San Pedro es un conjunto minúsculo de casas, la mayoría de barro y guadua, construidas precariamente sobre las montañas de la cordillera. Viven 700 familias, casi todas indígenas. El profesor Lizardo Capaz, menos de 1,70, el cuerpo fornido y las manos callosas, entrena a los cerca de 60 niños de la vereda que están en la escuela.

La cancha está en una de las cimas de las montañas en que se recuestan las casas. Tiene una gramilla delgada, fina, generosa, y justo en frente, a la vista de todos, hay invernadero de marihuana. Los niños no se fijan demasiado en eso, se concentran en las pelotas. Solo dos o tres de los más de 40 que entrenan usan guayos, los demás juegan con zapatos de tela, los mismo que usan para las clases de educación física. Ninguno lleva canilleras, el portero no usa guantes.

Tienen balones nuevos que el cabildo compró, pero las canchas no tienen mallas, así que en general, cada vez que alguno de ellos hace un gol, el balón cae por un desfiladero que no es muy grande pero que obliga a los niños a correr por ellos.

El profesor Capaz les hace trotar alrededor de la mitad de la cancha, les enseña algunos ejercicios de conducción de balón y de manejo de espacio corto. Los niños corren algo exaltados, bulliciosos, ríen.

Deinar tiene cinco años. Lleva la camiseta de la Selección, una pantaloneta blanca y zapatos croydon de tela negra. Corre con pasos ligeros, cortos, ágiles. El profe Capaz le enseña a manejar su pierna izquierda. “Dale con esa, sin dejarla caer”, le dice y le lanza el balón. Deinar responde y patea con fuerza. Luego, mientras juegan, Deinar, el menor de todos los niños, corre en medio de sus compañeros, gambetea, intenta lujos, parece que ha visto demasiado fútbol en televisión.

¿Cuál es el jugador que más te gusta? - le pregunto.

Deinar se ríe, piensa por un momento y corre tras un balón que pasa cerca a sus pies. Al volver responde:

- James, claro. Uy, y me gustaría hacer un gol de pechito como el que hizo en el Mundial. Deinar lanza la pelota e intenta pararla de pecho. Luego ríe y corre con el balón.

En el arco está Frank. Tiene 10 años y cinco hermanos. Él es el menor, los demás ya están casados y viven con sus esposas. A Frank siempre le gustó más el arco. No sabe por qué pero habla de David Ospina y simula ser el arquero de la Selección mientras entrenan.

Rápidamente le pregunto si sabe qué tipo de planta es la que hay frente a la cancha. Me dice que sí, pero no dice el nombre. “Eso es malo. El profe dice que eso es malo, y yo escucho al profe”. Mientras toma agua y descansa, me cuenta que conoce los fusiles y las pistolas, que los ha visto de los hombres uniformados que pasan cada tanto por las calles de la vereda. Una vez, de hecho, uno de ellos estaba intentando enseñarle a armar y desarmar una pistola. Ese día la madre de Frank se enojó con el hombre y le pidió que se marchara de la casa.

-¿te gustan las armas? - le pregunto.

-No, prefiero jugar fútbol - responde.

El profe me explica que esa una de las formas en que suelen engañar a los niños para ser reclutados por las Farc. Les enseñan las armas, los hacen aficionados a ellas, les dicen que si quieren una solo se tienen que ir con ellos y les prometen dejarlos visitar a sus familias cada fin de semana.

Otra forma, más baja, más perversa, consiste en enseñarles las armas, permitir que las manipulen, mientras alguien, desde algún punto, los fotografía. Luego les enseñan las fotos y los atemorizan diciendo que si no van con ellos le entregarán las imágenes a los militares o a la Policía para que los detengan.

De pronto, mientras el profe me habla de las artimañas de las Farc para reclutar a los niños, toda aquella escena, aquel juego, aquella cancha rodeada de un cultivo de marihuana, aquellos niños corriendo tras los balones, revela plena y brutalmente su paradójica dimensión: una escena a la vez trágica, a la vez cargada de esperanza, a la vez cruda y conmovedora: los niños en medio de las probabilidades más despiadadas, más crueles, jugando al fútbol. Inocentes que sin saberlo se sustraen a la guerra tras la pelota.

Frank habla de la guerra. Tiene 10 años y sabe más de la guerra que yo, que escribo sobre ella. Frank conoce el sonido de los fusiles, lo sabe diferenciar del sonido de las pistolas. Conoce el estallido de los tatucos, conoce los tatucos, sabe que se construyen con tubos de PVC. Lo sabe porque ha visto los restos luego de las explosiones. Franck dice que su madre sigue teniendo miedo, que él sabe muy bien lo que hay que hacer cuando se escuchan los disparos, los enfrentamientos. Correr hacia la cama, refugiarse bajo ella o correr a la casa de los vecinos. Para que su madre tenga con quien llorar. Él ya no llora, él dice que ya no tiene miedo. Frank dice no tener miedo. Frank, arquero, 10 años. Frank sin miedo.

El profe Justo o la voluntad contra la guerra

Justiniano Julián, el profe Justo, el hombre detrás de Chxa Chxa Wala F.C.

Solía jugar como marcador izquierdo. Tal vez, dice e insiste, un poco como Roberto Carlos, el brasilero. Rápido por la banda y una patada sublime.

Aprendió a jugar en el patio de tierra de su casa, en los años 60. Con su padre y madre trabajaba en el campo sembrando café, moras, naranjas, y estudiaba en la escuela de la vereda Chicharronal, en Corinto. Jugaba con una pelota de plástico usando las mismas botas para salir a trabajar.

Cuando tenía 15 años llegó la guerra. Fue en la década de los 70, cuando las Farc y el ELN empezaron a dominar territorios en el sur del país, especialmente en el Cauca. Por esos días, también, el jovencito Justo había empezado a jugar en equipos de Corinto y empezaba a ser conocido como el único indio futbolista.

Así que a la par que Justo vivía el apasionado entusiasmo de sus primeros campeonatos de fútbol allí, en el pueblo, cada domingo, la guerra empezaba, con sus miedos, con sus degradaciones: los niños que se extraviaban, los grupos de hombres caminando con las armas en las noches, llegando hasta su casa a pedirle una gallina o unas naranjas o agua o lo que sea.

Y llegó también el Ejército, el Estado en forma de fusiles: los enfrentamientos, día, noche, cerca de su casa. El fuego de parte y parte y él, ellos, en el medio, y los soldados que lo tildaban de colaborador de las Farc, y las Farc que lo llamaban colaborador del Ejército. Y en los 80 los cultivos de amapola y marihuana ya habían reemplazado al café, a las naranjas, a las moras, y sus amigos, con los que aprendió a jugar, con los que expermientó esa devoción mutua por la pelota, muchos de ellos, eran ahora los que portaban las armas.

Se fueron, se hicieron guerrilleros porque en el campo había muy poco para hacer, porque ya solo se podía cultivar marihuana o amapola y en las Farc les iban a pagar bien, según dijeron. A él se lo propusieron, pero Justo decidió que no, que eso implicaba renunciar al fútbol, a los domingos en la cancha, con los otros, vistiendo el uniforme, a los gritos, a los abrazos al final del partido o los insultos por los errores, a esa sorda ansiedad que te invade antes de cada juego, al lazo íntimo e irrevocable que une a los hombres que han compartido el triunfo y la desolación de la derrota.

Por esos mismos días en que le propusieron hacer parte de las Farc, porque la providencia ama las simetrías, Justo hizo parte del grupo de hombres que fundó el Huracán F.C., el primer club de fútbol de Corinto. Fue una alegoría tajante, una expresión de radicalismo inviolable: su voluntad de no concederle nada a la guerra y todo al fútbol.

Justiniano Julián. El profe Justo, el hombre detrás de Cxha Cxha Wala F. C.

El día que lo conocí, yo cubría las protestas de las comunidades indígenas Nasa en varias haciendas azucareras de Corinto. Los indígenas se enfrentaban a un grupo de policías del Esmad exigiendo por parte del Gobierno el cumplimiento de una serie de compromisos de entrega de tierras firmados desde 1990.

Justo usaba una camiseta envuelta en su cabeza, botas de caucho y una pequeña botella de agua al cinto. “Estamos resistiendo por la tierra”, me explicaba, mientras otros indígenas lanzaban piedras a los policías y éstos respondían con gases lacrimógenos y unas especies de bombas para dispersar al grupo.

Ese día, Justo, que tiene una voz rápida y agrega a los comentarios más serios y trágicos invariablemente una sonrisa, me explicó que lo guerra, para ellos que la viven en sus dimensiones más inmediatas, es mucho más que el cruce de balas entre varios grupos, que ya es bastante devastador.

“Mire, nosotros somos 13 mil indígenas solo en Corinto y la mayoría, por no decir que todos, vivimos e las montañas, en la zona alta. Esas tierras no pueden seguir siendo explotadas, porque allá nace toda el agua que alimenta la zona baja, si seguimos deforestando, hasta los ingenios se quedan sin agua. Lo que estamos reclamando es que el Gobierno cumpla con el compromisos de entregarnos tierras planas... El problema es que como son de los ingenios, el Gobierno no se mete con esa gente”, me explicó Justo.

Vivir en las montañas, siguió explicándome mientras tratábamos de refugiarnos de los gases lacrimógenos, implicaba además estar en el centro crítico del conflicto. El Sexto Frente de las Farc, uno de los más fuertes del Comando Suroccidente de esa organización, tiene sus bases en la cordillera Central, justo en la zona en que habitan los indígenas. Allí mismo el Ejército tiene varias bases de operaciones, lo que hace que los enfrentamientos y los ataques sean constantes, lo que hace que la población civil sea quien más los sufra.

Lo que hace también que los jóvenes tengan pocas opciones para su vida: el Ejército o la guerrilla. Es una paradoja aplastante: el propio Cabildo indígena sabe que los milicianos del Sexto Frente en Corinto son en su mayoría indígenas y que gran parte de los jóvenes también se deciden por hacer parte del Ejército. “No tienen nada más que hacer, se cansan de estar trabajando la tierra porque lo único que da dinero en esas montañas para sembrar es la coca o la marihuana. Entonces se van a matarse entre ellos”, dice el profe, y ríe, pero es evidente la sombra de tristeza en esa risa.

(Estadísticas)

“Es por eso que decidí crear una escuela de fútbol, para librar a los niños de todo, de las trampas de la guerra”. Ese día supe por primera vez de Cxha Cxha Wala F. C.  

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