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Cxha Cxha Wala F. C., el fútbol y la guerra en el norte del Cauca

En Corinto los indígenas Nasa fundaron un club para sus niños. Las canchas están en medio de cultivos de coca y marihuana. ¿Cómo es jugar fútbol en medio de la guerra?

14 de junio de 2015 Por: Yefferson Ospina | Reportero de El País

En Corinto los indígenas Nasa fundaron un club para sus niños. Las canchas están en medio de cultivos de coca y marihuana. ¿Cómo es jugar fútbol en medio de la guerra?

[[nid:432024;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2015/06/futbol-indigenas-cauca_0.jpg;full;{230 niños indígenas Nasa en Corinto, norte del Cauca, hacen parte de la escuela de fútbol Cxha Cxha Wala F.C., fundada por el cabildo para evitar que sean reclutados por grupos guerrilleros.Bernardo Peña y Oswaldo Páez | El País}]]

 

El profe Justo conserva las fotos de su juventud en el equipo de fútbol: baja estatura, piel morena, el cabello de un negro profundo recortado sobre la frente, los ojos delgados como líneas oscuras y una sonrisa contenida. Son varios los cuadros:  de pie y los brazos cruzados en unos, en otros, acuclillado sobre el balón.

En su casa, en las tremendas montañas de Corinto, norte del Cauca, me cuenta que fue el primer indígena en jugar en torneos municipales de ese pueblo, que fue fundador de su primer club de fútbol, Huracán F.C., que alguna vez jugó contra Willington Ortíz y que no pudo ser profesional por sus 1,50 metros. Ahora es el coordinador del Cxha Cxha Wala F.C., el club de los indígenas Nasa.

- ¿Cuándo inició la escuela con los niños? - le pregunto. 

- Por allá, como en 2011.

- Es un poco extraño pensar que en estas montañas, en medio del conflicto, haya una escuela de fútbol.

- Bueno, el club se creó exactamente para librar a los niños de la guerra, de la droga, de la coca, de la muerte.

Desde su casa se observan, sobre las montañas, rectángulos bien definidos de plantas verdes sobre las que penden hileras de bombillas blancas. Son invernaderos de marihuana, me explica. 

- ¿Cree que funcione? ¿Que el fútbol sí ayude a los chicos a evadirse de este conflicto? -  pregunto, mientras lo veo observar sus fotos.

- Conmigo lo hizo - dice y suelta una risa leve, casi tímida, como de temor, como de esperanza.

[[nid:431676;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2015/06/profe_justo_indigenas_nasa_cauca.jpg;left;{El profe Justiniano Julián, coordinador de Cxha Cxha Wala F. C. Bernardo Peña | El País}]]

Martes 12 de mayo, vereda San Pedro

Es una de las 46 veredas que tiene el pueblo. En cada una, el club de fútbol Cxha Cxha Wala tiene un entrenador . El club fue fundado en 2011 por el profe Justiniano Julián. La idea fue simple, dice: “se me ocurrió que teníamos que hacer algo para evitar que los niños se siguieran yendo para la guerrilla o el Ejército. Entonces le dije al gobernador del cabildo que si le interesaba tener una club de fútbol, le gustó, y empezamos”.

El nombre también fue idea suya. En lengua Nasa, Cxha signfica fuerza y Wala grande. Fuerza Grande. Inicialmente eran menos de 30 niños, ahora hay 230, la mayoría indígenas Nasa. La mayoría, pues aunque el club sea de los indígenas Nasa de Corinto, la política es permitir entrenar a quien lo desee. “Yo no le puedo decir a un niño que es negrito que no puede entrenar. Aquí cabemos todos. La guerra la sufrimos todos, así que la escuela es para todos”, dice el profe Justo.

La vereda San Pedro es un conjunto minúsculo de casas de barro y guadua construidas precariamente sobre las montañas de la cordillera central. Viven 700 familias indígenas. El profesor Lizardo Capaz, menos de 1,70, el cuerpo fornido y las manos callosas, entrena a los 60 niños de la vereda que están en el club.

La cancha está en una de las cimas de las montañas. Tiene una gramilla delgada, fina, generosa, y justo en frente, a la vista de todos, hay un invernadero de marihuana. Los niños no se fijan demasiado en eso, se concentran en las pelotas. Solo dos o tres de los más de 40 que entrenan usan guayos, los demás juegan con zapatos de tela. Ninguno lleva canilleras, el portero no usa guantes.

Tienen balones nuevos que el cabildo indígena compró, pero las canchas no tienen mallas, así que cada vez que alguno hace un gol, el balón cae por un desfiladero que los obliga a correr por él.

El profesor Capaz les hace trotar alrededor de la mitad de la cancha, les enseña algunos ejercicios de conducción de balón y de manejo de espacio corto. Los niños corren exaltados, bulliciosos, ríen.

Deinar tiene cinco años. Lleva la camiseta de la Selección, una pantaloneta blanca y zapatos croydon de tela negra. Corre con pasos ligeros, cortos, ágiles. El profe Capaz le enseña a manejar su pierna izquierda. “Dale con esa, sin dejarla caer”, dice y lanza el balón. Deinar responde y patea con fuerza. Luego, mientras juegan, Deinar corre en medio de sus compañeros, gambetea, intenta lujos, un taquito, parece que ha visto demasiado fútbol en televisión.

¿Cuál es el jugador que más te gusta? - pregunto.

Deinar ríe, piensa por un momento y corre tras un balón que pasa cerca a sus pies. Al volver responde: James, claro. Uy, y me gustaría hacer un gol de pechito como el que hizo en el Mundial. Lanza la pelota e intenta pararla de pecho. Luego ríe y corre con el balón.

En el arco está Frank. Tiene 10 años y cinco hermanos.   A Frank siempre le gustó más el arco. No sabe por qué. Habla de David Ospina y simula ser el arquero de la Selección.

Deinar practica penales y Frank aprovecha para pedir una fotografía mientras se lanza por el balón. Luego lo recoge, lo toma con el brazo derecho y adopta un gesto desafiante ante la cámara.

Rápidamente le pregunto si sabe qué tipo de planta es la que hay frente a la cancha. Dice que sí, pero no pronuncia el nombre. “Eso es malo. El profe dice que eso es malo, y yo escucho al profe”. Frank me dice que esa planta tiene que ser mala, además, porque es de los hombres que andan con las armas y suelen taparse la cara cuando llegan a la vereda. Le pregunto sobre esos hombres y me responde, como sin querer, que son los de los fusiles.

Frank habla de la guerra. Con sus diez 10 años sabe más de la guerra que yo, que escribo sobre ella. Frank dice conocer el sonido de los fusiles y diferenciarlo del sonido de las pistolas. Conoce el estallido de los tatucos, esos explosivos improvisados utilizados por la guerrilla para imitar a los morteros del Ejército. Sabe que se construyen con tubos de PVC. Lo sabe porque ha visto los restos luego de las explosiones.

Frank dice que su madre sigue teniendo miedo, que él sabe muy bien lo que hay que hacer cuando se escuchan los disparos, los enfrentamientos. Correr hacia la cama, refugiarse bajo ella o correr a la casa de los vecinos para que su madre tenga con quien llorar. Él ya no llora, él dice no tener miedo. 

Mientras toma agua y descansa, cuenta que una vez uno de los hombres de los fusiles estaba intentando enseñarle a armar y desarmar una pistola. Ese día su madre vio al hombre, se enojó y tuvo el valor de pedirle que se marchara de la casa.

-¿te gustan las armas? - le pregunto.

-No, prefiero jugar fútbol - responde.

El profe me explica que esa es una de las formas en que la guerrilla suele engañar a los niños para reclutarlos. Les enseñan las armas, los hacen aficionados a ellas, les dicen que si quieren una solo se tienen que ir con ellos y les prometen dejarlos visitar a sus familias cada fin de semana.

Otra forma, más baja, más perversa, consiste en enseñarles las armas, permitir que las manipulen, mientras alguien, desde algún punto, los fotografía. Luego les enseñan las fotos y los atemorizan diciendo que si no van con ellos le entregarán las imágenes a los militares o a la Policía para que los detengan.

Ese día el entrenamiento inició a las 3 de la tarde. A las 4:30, faltando media hora para que terminara, el profe Capaz me contó que  estuvo a punto de ser cancelado porque el día anterior hubo enfrentamientos entre el Ejército y las Farc a 100 metros de la cancha. Varios de los padres no permitieron que sus hijos asistieran y, de hecho, el profe Capaz debió negociar con uno de los comandantes del grupo para que se alejaran de la zona. “A veces es muy duro para los niños. Ellos se afectan mucho con los enfrentamientos, el fútbol también les sirve como una terapia contra eso”, dice Capaz.

De pronto, mientras el profe me habla de los combates y de las artimañas de las Farc para reclutar a los niños, toda aquella escena, aquel juego, aquella cancha rodeada de un cultivo de marihuana, aquellos niños corriendo tras los balones, revela plena y brutalmente su paradójica dimensión: una escena a la vez trágica, a la vez cargada de esperanza, a la vez cruda y conmovedora: los niños en medio de las probabilidades más despiadadas, más crueles, jugando al fútbol, inocentes que sin saberlo se sustraen a la guerra tras la pelota.

 

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El profe Justo o la voluntad contra la guerra

Justiniano Julián, el profe Justo, el hombre detrás de Chxa Chxa Wala F.C.

Solía jugar como marcador izquierdo. Tal vez, dice e insiste, como Roberto Carlos, el brasilero. Rápido por la banda y una patada sublime.

Aprendió a jugar en el patio de tierra de su casa, en los años 60. Con su padre y madre trabajaba en el campo sembrando café, moras, naranjas, y estudiaba en la escuela de la vereda Chicharronal, en Corinto. Jugaba con una pelota de cuero usando las mismas botas para salir a trabajar.

A sus15 años le llegó la guerra. Fue en la década de los 70, cuando las guerrillas de las Farc, el ELN y el M-19 empezaron a dominar territorios en el sur del país, especialmente en el Cauca. Por esos días, también, el jovencito Justo había empezado a jugar en equipos de Corinto e iba siendo conocido como el “único indio futbolista”.

Así que a la par que cada domingo vivía el apasionado entusiasmo de sus primeros campeonatos de fútbol, allí, en las montañas, la guerra empezaba, con sus miedos, con sus degradaciones: los niños que se extraviaban, los grupos de hombres caminando con las armas en las noches, llegando hasta su casa a pedirle una gallina o unas naranjas o agua o lo que fuera.

Y llegó también el Ejército, el Estado en forma de fusiles: los enfrentamientos, día, noche, cerca de su casa. El fuego de parte y parte y él, ellos, en medio, y los soldados que lo tildaban de colaborador de la guerrilla, y los guerrilleros que lo llamaban colaborador del Ejército. Y en los 80 los cultivos de amapola y marihuana ya habían reemplazado al café, a las naranjas, a las moras. Y sus amigos, con los que aprendió a jugar, con los que expermientó esa devoción mutua por la pelota, muchos de ellos, eran ahora los que portaban las armas.

Se fueron, se hicieron guerrilleros porque en el campo había muy poco para hacer, porque ya solo se podía cultivar marihuana o amapola y en la guerrilla les iban a pagar bien, según dijeron. A él se lo propusieron, pero Justo decidió que no, que eso implicaba renunciar al fútbol, a los domingos en la cancha, con los otros, vistiendo el uniforme, a los gritos, a los abrazos al final del partido o los insultos por los errores, a esa sorda ansiedad que te invade antes de cada juego, al lazo íntimo e irrevocable que une a los hombres que han compartido el triunfo y la desolación de la derrota.

En 1980, por esos mismos días en que le propusieron hacer parte de las guerrilla - porque la providencia ama las simetrías - Justo hizo parte del grupo de hombres que fundó Huracán F.C., el primer club de fútbol de Corinto. Fue una alegoría tajante, una expresión de radicalismo inviolable: su voluntad de no concederle nada a la guerra y todo al fútbol.

[[nid:431699;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2015/06/profe_justo_futbol_en_el_cauca.jpg;right;{El profe Justiniano Julián Medina. Oswaldo Páez | El País}]]

Justiniano Julián. El profe Justo, el hombre detrás de Cxha Cxha Wala F. C.

El día que lo conocí, en marzo de este año, yo cubría las protestas de las comunidades indígenas Nasa que se habían tomado desde enero varias haciendas azucareras de Corinto. Los indígenas se enfrentaban a un grupo de policías del Esmad exigiendo por parte del Gobierno el cumplimiento de una serie de compromisos de entrega de tierras firmados desde 1991, luego de la masacre del Nilo, cuando miembros de la Fuerza Pública asesinaron a 21 indígenas Nasa en zona rural de Caloto, a 40 minutos de Corinto.

Justo usaba una camiseta envuelta en su cabeza, botas de caucho y una pequeña botella de agua al cinto. “Estamos resistiendo por la tierra”, me explicaba, mientras otros indígenas lanzaban piedras a los policías.

Ese día Justo me explicó que la guerra para ellos, que la viven en sus dimensiones más inmediatas, es mucho más que el cruce de balas entre varios grupos.

“Mire, nosotros somos 13 mil indígenas solo en Corinto y la mayoría, por no decir que todos, vivimos en las montañas, en la zona alta". Vivir en las montañas, siguió contándome mientras tratábamos de refugiarnos de los gases lacrimógenos, implica estar en el centro crítico del conflicto. El Sexto Frente de las Farc, uno de los más fuertes del Comando Suroccidente de esa organización, tiene sus bases en la cordillera Central, justo en la zona en que habitan los indígenas. Allí mismo el Ejército tiene varias bases de operaciones, lo que hace que los enfrentamientos y los ataques sean constantes, lo que hace que la población civil sea quien más los sufra.

Lo que hace, también, que los jóvenes tengan pocas opciones para su vida: el Ejército o la guerrilla. Es una paradoja aplastante: el propio Cabildo indígena sabe que los milicianos - guerrilleros que operan en las zonas urbanas - del Sexto Frente son en su mayoría indígenas y que gran parte de los jóvenes también se deciden por hacer parte del Ejército. “No tienen nada más que hacer, se cansan de estar trabajando la tierra porque lo único que da dinero en esas montañas para sembrar es la coca o la marihuana. Entonces se van a matarse entre ellos”, dice el profe, y ríe. Es evidente una sombra de tristeza en esa risa, un rencor.

“Es por eso que decidí crear una escuela de fútbol, para tratar de librarlos de eso, de las trampas de la guerra”. 

Lunes 25 de mayo, Vereda Chicharronal

Hemos quedado en visitar la vereda Chicharronal para ver a los niños de la escuela en esa zona. El viernes anterior las Farc levantaron la tregua unilateral que habían decretado desde diciembre y que había permitido una calma frágil al Cauca.

En la mañana, a la entrada de Corinto, un grupo de soldados se prepara alrededor de tres tanques de guerra bajo un puente. Más adelante, en los límites de unos extensos cultivos de caña, unos 500 policías del Esmad se disponen a desalojar a los indígenas que han ocupado parte de las tierras de los ingenios como protesta contra el Gobierno.

En Corinto todos saben, sospechan, todos temen que en cualquier momento haya un ataque de las Farc. Durante el fin de semana anterior en Caloto, a 40 minutos de Corinto, se habían presentado varios enfrentamientos.

Así que que se trata solo de tiempo para la primera explosión. Los policías y los soldados los saben, de modo que el pueblo está militarizado. Los soldados caminan por las calles con sus fusiles y granadas y sus radios al lado de las mujeres que llevan a sus bebés en coches, al lado de las mujeres que venden arepas, al lado de ancianos que visten con sombreros y de niños que van al colegio. La guerra es un compendio de paradojas: hombres y mujeres y niños absolutamente vulnerables caminan al lado de soldados protegidos con cascos y vehículos blindados. Dos tanques cruzan el centro del pueblo hacia las montañas mientras los policías caminan con perros antiexplosivos.

La guerra es un compendio de paradojas: todos, casi instintivamente, esperan un ataque, pero la vida sigue, pretende ser normal: los motociclistas que facilitan el transporte, los vendedores ambulantes, las mujeres que van a la iglesia.

 En las montañas la inminencia de los ataques es una obviedad de la que ni siquiera se habla, es casi un hábito, una estructura de lo cotidiano. De modo que los niños, con un miedo contenido, estancado pero siempre presente, van al entreno. 

Se llama Valerie, ocho años, el cabello fino y delgado y negro y la piel morena. Hace parte de los 60 niños y niñas que juegan con el Cxha Cxha Wala F.C. en la vereda Chicharronal. Entrenan martes y jueves y los domingos juegan en la cancha de Corinto.

Valerie es una de los cuatro hijos de Esperanza, profesora del equipo. A diferencia de la mayoría de los niños, Valerie usa guayos y medias a la rodilla. Es rápida y maneja el balón con una cierta elegancia, con toques del empeine. Al llegar a la cancha de fútbol corre por un balón y durante un par de minutos intenta varias bicicletas, algunas perfectas. El profe y la profe, Esperanza y Fabián, llaman a los chicos, los reúnen, los saludan en lengua Nasa, algunos entienden, algunos ríen. Empieza el entreno.

[[nid:431703;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2015/06/indigenas_futbol_corinto_cauca.jpg;left;{Valerie en el entrenamiento de Cxha Cxha Wala F.C. Oswaldo Páez | El País}]]

Los niños y niñas juegan con petos amarillos y naranja. No hay distinción de sexo, todos realizan los ejercicios: conducción de balón en medio de los conos, dominio de balón, parala con la rodilla, ahora con el pecho, de nuevo la rodilla. En la vereda no hay cable, mucho menos señal satelital y en solo ciertos puntos los celulares funcionan. Así que los niños se han ido acostumbrando de a poco a ver fútbol en los canales nacionales. Es una ventaja para ellos que la afición generada por James en el Real Madrid haya sido aprovechada por ciertas cadenas para presentar los partidos de Champions.

“Antes los niños no veían fútbol, nadie lo hacía. Con la escuela y después del Mundial no paran de hacerlo”, dice el profe Fabián.

Valerie se confiesa aficionada de James. No tiene nada para decir de la sonrisa del astro o de su peinado. Ella, como Deinar, el niño de la otra vereda, habla del gol en que la “la paró de pechito” contra Uruguay. 

Víctor Daniel tiene 10 años. Es alto, delgado, lleva un corte de cresta en su cabello. Es habilidoso, cuando el profe pide a los niños armar varios equipos, un grupo de los chicos corre a estar de su lado. Víctor Daniel tiene un estilo rudo, de pura velocidad. En los diez primeros minutos del partido que juegan su equipo va ganando tres por cero y él ha hecho dos goles.

Hay una historia común en cada uno de esos niños, me dice el profe, una historia común de atrocidades. Cada uno de ellos sabe lo que es tener que salir de su casa para evitar la muerte y desear y temer volver. Cada uno de ellos, tan chico, ha visto la guerra a la cara, en frente de su casa, adentro de su casa, cuando los soldados o los guerrilleros se esconden bajo su techo y desde allí disparan.

Valerie dice que no puede distinguir entre buenos y malos, que finalmente todos tienen armas, todos disparan. Víctor dice, tan natural, que hace rato no va a raspar coca porque después de entrar a la escuela sus padres le compraron guayos y le permiten ir a jugar cada tarde. En este punto el profe Justo ríe con un gesto simple, conmovedor.

Víctor está decididio a ser un jugador profesional y a jugar en el América de Cali y luego en el Real Madrid. El profe Justo dice que tal vez lo logre, que tal vez no. Que acaso eso no importe. Que el triunfo es otro y se da ahí mismo, en esa cancha maltrecha, sobre la guerra.

 Alrededor de la cancha pueden verse los sembrados de coca y marihuana, imperturbables, como al acecho. En medio de ellos los niños corren, juegan, beben agua. En medio de ellos, el fútbol. 

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