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Lisandro Duque cuenta cómo es vivir en carne propia 'El soborno del cielo'

El realizador de la polémica película ‘El soborno del cielo’, Lisandro Duque, pudo ser guerrillero pero se refugió en los libros y se hizo autodidacta del cine. Entrevista.

3 de abril de 2016 Por: Isabel Peláez | Reportera de El País

El realizador de la polémica película ‘El soborno del cielo’, Lisandro Duque, pudo ser guerrillero pero se refugió en los libros y se hizo autodidacta del cine. Entrevista.

Con ‘El soborno del cielo’, una comedia negra sobre la intransigencia religiosa, el realizador  de Sevilla, Valle, Lisandro Duque, ha demostrado que el buen cine colombiano sí  tiene público. En dos semanas y media que lleva la película en cartelera, ha estado en 48 salas, más de 50.000 espectadores la han visto y la empresa alemana Media Luna  la está promoviendo en festivales del mundo.    

Con la actuación magistral del actor manizalita radicado en Nueva York, Germán Jaramillo, el filme cuenta una historia real sobre un párraco del municipio de Sevilla que declara el templo en entredicho y se niega  a oficiar sacramentos hasta que la familia Zapata traslade el cuerpo del suicida Aymer Zapata del camposanto católico al  laico. Sus seres queridos se niegan a cumplir la orden y exigen que esta se haga extensiva a los familiares de otros  suicidas sepultados en el cementerio, al punto de rebelar un listado de nombres con ayuda de la  ciudadanía.

Duque escribió  con Gabriel García Márquez ‘Milagro en Roma’, ha recibido múltiples reconocimientos por ‘Los Niños Invisibles’ (2001),  ha dirigido películas como ‘Los Actores Del Conflicto’ (2008), ‘Visa USA’ (1986) y ‘El Escarabajo’ (1983). Fue gerente del Canal Capital, fundó la carrera de cine en la Universidad Central y por invitación de ‘Gabo’, dirigió  la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba.   

¿De niño notaron en casa su habilidad  para contar historias?

En estos días leí un diario  que nos hacía mamá, en el que  nos dibujaba la huella plantar y describía tempranamente nuestras características. Dice de mí que  era travieso, que empecé a hablar muy rápido, de corrido. En esa época se asumía como  precoz que uno empezara a hablar de corrido a  los tres  años.

¿Qué  imagen tiene de su infancia?

Con mi hermano Fernando nos criamos como  mellizos, aunque  me llevaba un año y pico,  fue socio de mis travesuras, que  no fueron excesivas.  Donde mi tío Tulio  el  mayor placer que teníamos era subirnos a un palo de aguacate criollo   a comer con arepa y  sal.  Pese a que  era una ciudad violenta,  hacíamos muchos  paseos dominicales, de olla, al río San Marcos y a fincas. 

¿Y había espacio para el cine?

A los ocho años podíamos ir a matiné. Había dos salas de cine. En el Teatro Real veíamos cine gringo, películas de vaqueros, y en Alcázar,  de cantantes mexicanos como  Pedro Infante y  Jorge Negrete, y   los sábados a las 10:00 a.m. pasaban cine infantil doble, y el domingo se repetía  en  otro teatro.  Ir a cine era una fiesta. Uno toda la semana no hacía sino hablar de las películas. Había compañeros hábiles para  contarlas o  interpretarlas. En  casa  jugábamos a los bandidos, a los indios, a los vaqueros, imitábamos a Tarzán, a Flash Gordon. Era la forma de mantener excitada la  imaginación.

¿En qué momento surge su necesidad de contar historias visualmente?

Te confieso que la primera necesidad que tuve de contar historias fue en lo literario, escribía poemas  que no volví a ver nunca, y a mis 16 años, en quinto de bachillerato,  fundé Idearium, mi primer periódico literario en el Colegio Santander. Tuve buenos profesores de literatura clásica griega, francesa, nos hablaban de grandes poetas y   de  escritores prohibidos por la iglesia, como  Franz Kafka, el rey de los prohibidos  era Vargas Vila  y los  radicales colombianos,  como Rojas Garrido. La bibliotecaria nos  prestaba clandestinamente libros de Sartre, de Albert Camus. Casi todo lo que uno leía eran textos   pecaminosos, según los que los prohibían.

¿Cómo lo influenciaron intelectualmente los colegios por los que pasó?

Estudié primaria  en el Colegio Uribe y  bachillerato en el Santander. Entre el 57 y 59 mi papá nos llevó a vivir  a Pereira y estudié en un colegio público, el Deogracias Cardona,  al que llegaban los desplazados por la violencia en los 50. Y había gente   con costumbres que a uno, como niño recién llegado de Sevilla, lo dejaban atónito. Era una aventura sobrevivir al matoneo de  condiscípulos   burdos en su temperamento, fuertes en el físico,   que incitaban a la pelea a puñetazos. A uno le tocaba defenderse como pudiera. Terminamos con mis amigos refugiándonos en los libros tempranamente,  nos parecía que era lo único  que nos podía dar cierta inmunidad. Éramos una pequeña élite de intocables. Y como fuimos  troncos para  el fútbol, el basquetbol, la lucha libre y la  jabalina, nos escondimos en los libros  y no sólo de los que incitaban la pelea, sino de los  que nos querían dirigir   la consciencia: los curas.

¿Le hacían bullying los curas?

  Sí. Uno estaba obligado a confesarse los primeros  viernes, a comulgar los primeros sábados, a ir a misa  y  arrodillarse. Era tan fuerte la  presión     de quien  mandaba en el pueblo, el cura párroco, que uno se sentía acorralado. El párroco Buenaventura, que nada tiene que ver con el que recreo en ‘El soborno del cielo’, fue  un patriarca religioso, flaco, se parecía al Papa Pío XII,   elegante, pero muy severo. Desde el púlpito y por los parlantes de la torre daba los nombres  propios de quienes “estaban yendo mucho a la zona de tolerancia”.  Escarmentaba  públicamente a quienes vivían en concubinato, daba  nombres de las parejas “desavenidas”,  casadas y católicas que peleaban. Se opuso a la construcción de una piscina en el Colegio Santander porque hombres y mujeres no podían estar semidesnudos al tiempo allí. 

Agradezco que mis padres fueran suscriptores de la revista  Life en Español, de Selecciones del Reader's Digest, de la colección de literatura Tor, unos libros que había que despegarlos con cortapapeles,  adonde llegaban La Eneida, La Odisea, El Conde de Montecristo, las novelas de Víctor Hugo. Por fortuna, en mi casa y en las de otras familias,  como no existía la televisión o si ya se había inventado,  no teníamos,  uno leía mucho, no perdía el tiempo viendo TV. Empezamos a leer José Carlos Mariátegui,  escritor peruano, y a  Jorge Enrique Camilo Rodó, uruguayo. Y mientras  ciertos sectores culturales  se aprendían de memoria poemas de Jorge Robledo,  yo leía a Eduardo Cote Lamus y a Jorge Gaitán Durán.   Robledo me pareció rústico. 

¿Cuando decide ser ateo?

A los 16 años. La quema del pesebre que  narro en ‘El soborno del cielo’  fue un  6 de enero de 1960, por parte de mis amigos Mario Pineda y Humberto Pino, de  18 años.  Yo era de la línea junior  de esa patota de muchachos inquietos intelectualmente. Fue una  respuesta radical a las historias que narraban la espeluznante complicidad de los curas vallecaucanos con los pájaros de los años 48, 49 y 50, que sacaban a la gente de sus propiedades en Restrepo, en Trujillo,    y que quemaron pueblos como  Ceilán, Betania, La Tulia, Naranjal y  provocaron   masacres en la cordillera central, en El Cairo, El Dobio, El Águila. Esos desplazados   espantados de allá y liberales, cruzaban el río Cauca y se venían a vivir a Sevilla, capital cafetera de Colombia.  Eso hizo mella en la  virtud religiosa  que  los jóvenes teníamos. Dejamos de creer en los  curas.

¿Si no cree en Dios, en qué cree?

En el estudio,  la racionalidad, la ciencia, pero sobre todo  en el amor y en la felicidad. Las religiones son creaciones del ser humano, de las instituciones, para distraernos de los  deberes éticos. Me di cuenta de que  los pobres creen en Dios y Él cree en los ricos.

¿La violencia  afectó  a su familia?

No. Mi papá no era agricultor, ni propietario de tierra, era comerciante, artesano, se dedicó a la relojería. No tenía un rango económico que lo hiciera víctima deseable  de esa violencia.

¿Pese a su agnosticismo, su familia era católica?

Mi mamá era muy católica,  y aunque  mi papá era agnóstico, siempre fue prudente. A mi papá y a sus hermanos les gustaba la literatura esotérica,  de reencarnación. Un día le pregunté a  mamá qué era rosacrucismo y me dijo “mijo,  es una doctrina que hace suponer que usted  se muere y se vuelve  una mata de plátano”. 

¿Y  ahora qué piensa que va a pasar con su cuerpo cuando usted  muera?

 Como ser físico me disuelvo, me diluyo, me transformo  en cenizas, en semillas, en tierra, en  naturaleza. Terminé creyendo lo que antes me parecía terrible, que   uno se muere y se puede convertir en una   mata de plátano.

¿Qué tipo de publicaciones escribía en su periódico Idearium?

Eran reflexiones con unas pretensiones de trascendentalidad  grandes,  sobre problemas cívicos, la  pavimentación de calles, que los toques de queda  no fueran desde tan temprano. En estos días,  cuando me doy cuenta que se respiran  aires de tranquilidad en muchos pueblos afectados por el conflicto armado,  a pesar de que vivo en Bogotá, me instalo en la sicología de un joven de una región remota en  Caquetá o Catatumbo y siento  alegría de que  experimenten un cese al fuego, porque en esos años se sentía un tiroteo a tres cuadras, a medianoche y uno esperaba al día siguiente a ver qué había pasado. 

¿Qué película viene a su cabeza de esa  violencia que vivió Sevilla?

Cuando estaba pelado, de 13 años, apostaba con mis amigos carreras en bicicleta y la primera etapa era Sevilla-Cementerio,  llegábamos y recostábamos las bicicletas en las paredes del anfiteatro, nos trepábamos en ellas y veíamos por las ventanitas, fácilmente acomodados,  doce degollados, y  decíamos “empieza  la segunda etapa: Cementerio-Tres Esquinas”. Esa morbosidad por lo violento  ha estado  presente en las generaciones  en los últimos 60 años. Era  habitual ver   las volquetas  del municipio llegar del campo  con ocho cadáveres cuyos pies colgaban, empantanados y llenos  de sangre. No es una memoria grata.  Uno trataba, por instinto, de fugarse de eso metiéndose a   un rincón de casa a leer literatura que lo remontara a otros países y épocas.

A propósito de literatura. ¿Cómo se da la relación con  García Márquez?

Yo estaba en Cali para la premier de mi película ‘Visa USA’ en 1986, en abril o mayo, en la casa de mi hermana, y allá me entró  una llamada de Gabriel García Márquez. Yo con él nunca había  hablado. Creí que era algún amigo tomándome del pelo, pero  le reconocí la voz, sentía ese feedback que  producían las llamadas internacionales. Me dijo que había visto mi película ‘Visa USA’ y que le había encantado.  “Es un guion sin fisuras, no tiene una grieta.  Y  los diálogos son excelentes. ¿Cómo los haces?”.  Me ruboricé, se lo agradecí y dijo: “Puedes utilizar mi nombre para la premier y para efectos de publicidad, di que yo considero que es muy buena”. A los 20 días me llamó para  proponerme  hacer con él ‘Milagro en Roma’.

¿Cómo fue trabajar con él?

Muy fluido. Él, por fortuna, no fue al rodaje porque no hay cosa más incómoda que tener al coguionista ahí. Trabajamos en el guion en La Habana, en México y en Bogotá, por cuatro meses. Él hizo la versión última. Me enseñó a trabajar en computador. Una vez en su casa, en Ciudad de México, me dijo: “Voy a hacer una siesta, sigue  redactando” y  le dije “Es que  no sé escribir en computador” y me enseñó a manejar el Mac. Me dijo: “Si ves que te queda grande o que se te va a borrar el material, escoge una máquina de escribir ¿Quieres esta en la que escribí ‘Cien años de soledad o  esta otra en la que escribí ‘El Otoño del Patriarca’, que es eléctrica?” y yo, “No, maestro,  me da miedo, no me atrevo a tanto”. “Te toca entonces escribir en computador”.

 ¿Cuál fue la última vez que hablaron?

La última vez que hablé con él y estaba en el ejercicio de su lucidez fue en 2003, me llamó para hablarme de un proyecto  de  siete películas   que haría en América Latina y España, con Antonio Banderas: “Ponte pilas,  hay que empezar a cranear un guion”. Pero luego salió la noticia de su   cáncer linfático y permanecía largas temporadas en Los Ángeles haciéndose la quimioterapia.  Cuando  celebraron los 80 años en Cartagena, lo saludé en el hotel y, te confieso, que tuve la certeza de que él no se había dado cuenta de con quién  había conversado. Me dio mucha tristeza porque sentí que estaba entrando en una fase  terminal de su enfermedad. Sobrevivió seis años en esas circunstancias,  no distinguía bien a la gente. Pero una vez a un amigo le dijo “Yo no me acuerdo quién eres tú, pero me acuerdo que te quería mucho”.

Su causa: el cine

[[nid:523328;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/04/lisandro-duque-familia.jpg;full;{Arriba. Fernando, Lisandro y Rafael Duque y abajo María Teresa con sus padres, Inés Naranjo y Lisandro Ossa.Foto: Especial para El País}]]

Según Lisandro Duque, quien militó en la Juventud Comunista Colombiana, Juco,  junto  a  Álvaro Fayad, Carlos Pizarro y Lucho Otero, miembros después del M19, y  que  tuvo por compañero de clase de antropología a ‘Alfonso Cano’, de las Farc, “los que reclutaban guerrilleros nunca me vieron como uno ideal”. “Nunca di la talla atléticamente y  he sido un gocetas, con propensión a la bohemia. Me pasó lo que en el Colegio Santander, que no me llamaban para empresas de tipo heroico o  escaramuzas físicas, porque  decían: ‘Ese es un intelectual, dejémoslo que siga con sus vainas’”, explica.   Duque cuenta que entró a estudiar antropología en 1969 a la Universidad Nacional por la que siente “un amor edípico”. Aparte  de sus clases, cumplía con actividades extracurriculares, como ir a conferencias, participar en mítines, en discusiones políticas.  “Me pedí  dirigir el cineclub ‘8 y 1/2’, en homenaje a  Fellini y en 1969 entré a militar en la Juventud Comunista Colombiana”. Siendo los años 60  muy impactados por la Revolución Cubana y el Che Guevara  y sus ideales,  los universitarios  se sentían obligados a  intervenir en las luchas sociales y movilizaciones callejeras, él no fue la excepción. En 1965 hizo parte del grupo que llevó a Camilo Torres a Sevilla. Confiesa que nunca pasó de las pedreas y  de  enfrentamientos con la policía. “Había muchos compañeros que repentinamente desaparecían del salón. Los guevaristas y  procubanos se iban para el ELN, los maoístas para  el EPL y  los comunistas, línea Moscú,   para las Farc. Los  que hoy en día forman parte de la dirección de las Farc,  que negocian en la Habana, son miembros de esa generación”.  Eso sí, antes de ser  expulsado en 1973, en último semestre de antropología, ya había  sumado adeptos a su verdadera causa: el cine. “Había una asignatura de Antropología Visual y empezamos a experimentar  en 16 milímetros,  armé un combo con  Yira Castro, la mamá de  Iván Cepeda, el senador, y con  Norman Smith, músico a go go de Los Yetis,  hicimos una película documental. No nos alcanzó la plata sino para filmar dos planos, pero así haya durado dos minutos, es una película. Trabajamos con  obreros  de Eternit  que llevaban en la huelga seis meses y  sus patrones no le paraban bolas a sus peticiones y filmamos la cuña: ‘Eternit es eterno’”.  Sin embargo, la hermana menor de Lisandro, María Teresa Duque, cuenta que  no advirtió visos de rebeldía en su hermano y que  lo de bohemio no es por la bebida, pues no suele tomar. “Mi papá le decía: ‘Mijo, por acá pasó Emilio y me dijo que te dejaba plata para que te cortaras el cabello’, refiriéndose a un tío, que como otros de la familia creían que Lisandro era revoltoso porque tenía el pelo largo. Pero ambos se  reían y le restaban importancia”.  Los Duque Naranjo eran  cuatro. “El mayor, Rafael, terminó bachillerato  y se fue a estudiar. Con  Fernando y Lisandro crecimos juntos y  teníamos  tertulias muy agradables”, dice María Teresa, charlas que incluían a su papá  Lisandro Duque Ossa, quien  falleció de 68 años y a su mamá, Inés Naranjo López, que  murió tres años después.   Lisandro,  le  heredó a  su padre, “la serenidad, lo amoroso y lo tertuliador”. Pero  tiene un defecto, su nerviosismo. “Mi mamá decía que el que amaba el peligro en él perecía y  él   le respondía ‘yo no mamá,  yo no amo el peligro’”, cuenta  María Teresa, a quien Lisandro  le enseñó a  bailar  rock and roll y twist,  “él  osaba de ser empresario de artistas, en los años 60 llevó a Juan Nicolás Estella y a dos de Los Yetis a Sevilla. Mamá  escribía acrósticos y memorizaba poemas, y le decía  ‘mijo, por qué no escribe’,  él respondía ‘Yo escribo mamá, yo escribo”.  Ella dice que  Lisandro fue noviero,  que le encantaba una compañera suya de colegio, Alba Granada, hermana de Fulvio, el suicida en cuya historia se inspiró   su película ‘El soborno del cielo’: “Era muy linda, mucho menor que él. Él es muy tierno, y  eso les gusta a las peladas”. Y él   advierte: “El tema de las mujeres en mi vida no me deja más que gratitud. Con mi  primera pareja,  Marta Muñoz, paisana de Sevilla y socióloga con quien tuve a mi hija mayor Lucía, que es  historiadora.  Con la periodista María Isabel García  tuve a Amalia, que le dio por estudiar cine y ser mi colega  y mi última pareja fue Anaís Domínguez, cineasta venezolana y quien me produjo ‘Los niños invisibles’, ‘Los actores del conflicto’ y ‘El soborno del cielo’. Para lo que tiene el cine de escandaloso, mi hoja de vida sentimental ha sido  discreta”. El Soborno del Cielo[[nid:523330;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/04/german_jaramillo.jpg;full;{El actor Germán Jaramillo en la película 'El Soborno del Cielo'. Foto: Especial para El País}]]Germán Jaramillo,   actor (La Virgen de los Sicarios) que  reside en Nueva York, no dudó en aceptar el llamado de Lisandro Duque para protagonizar  ‘El soborno del cielo’ y encarnar al cura déspota. “Lo   tenía   como una referencia muy elevada, porque  pertenece a la primera generación de directores de cine en Colombia,  cuando  empezó a hacer películas  con Gabriel  García Márquez  era una obra colosal hacer una película, era difícil producir, costoso, parecía  quimera”.  “Esa   generación  se emparenta con la gran tradición del cine europeo,  que  es más sesgado  a contar historias y no al norteamericano,  ligado a  costos altos de producción”, dice Jaramillo. Él, que    ha trabajado con directores  como Barbet Schroeder, Jorge  Alí Triana, Ricardo Camacho, vio este  papel como “un punto de quiebre. Siendo educado en Manizales con un pasado católico y fundamentalista, este rol fue un karma y sublimación de cantidad  de temas por resolver. Hubo cosas que  decidí cambiar y él aceptó con generosidad. Con él uno trabaja con gusto,  creatividad y  la certeza de que lo que uno hace  será imperecedero”. 
La película 'El soborno del Cielo' está en la cartelera de Unicali este domingo a las 9:30 p.m.
Cuenta el actor que se ocupó de que su personaje “no quedara como una caricatura de un cura de pueblo ordinario, como pasa en general en  las películas colombianas, las telenovelas  o el teatro,   para decir que son los  malos, los tontos o  radicales.  Hacer de un cura con el tono de  lo místico y del poder como una  misión de vida,  para mí fue importante, no caer en lo inmediato, en lo simple”.  Lisandro admite que  procura que sus personajes “se parezcan a los actores y no al revés. No me gusta que un actor crea que se tiene que parecer al personaje y  esté forzando mucho su  capacidad actoral. Me inspiro mucho en sus potencialidades”. Es exigente hasta  consigo mismo. “Yo he pegado actuaditas corticas. En ‘Milagro en Roma’ hice un papel más consistente,  no porque quisiera, sino que estábamos en Roma y necesitábamos un colombiano para que hiciera de un miembro del cuerpo diplomático. Hicimos cásting de 20 coterráneos,  ninguno fue satisfactorio y terminé haciendo de villano. Algunos directores han querido que yo actúe para ellos, pero   le tengo pánico a eso”. Aunque vive orgulloso del éxito de  su  película ‘Niños invisibles’,  premiada en  Canadá, Grecia y Colombia,  y que después de 15 años tiene grata recordación, aclara   que “no es de ‘Gabo’, como dice Wikipedia.  Es mía. La prueba es que cuando  le  mandé una copia para tener de  él un concepto, me dijo: ‘Eres un cobarde, no fuiste capaz de volver invisible a ese pelado’. Él no habría sido el socio ideal”.  De ‘Los actores del conflicto’, dice lo que  Hitchcock decía de ‘Marnie la ladrona’, “es una película enferma, corrió una suerte  adversa,  cuando  la escribí era  una historia contemporánea y provocadora sobre el  secuestro.  La filmé en 2005 y  la  estrené en 2008 y en esos  años rescataron a Íngrid Betancourt, las Farc soltaron  cantidad de prisioneros, militares o civiles. Y la gente ya no se acordaba de ese fenómeno”. 

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