Lisandro Duque cuenta cómo es vivir en carne propia 'El soborno del cielo'
El realizador de la polémica película El soborno del cielo, Lisandro Duque, pudo ser guerrillero pero se refugió en los libros y se hizo autodidacta del cine. Entrevista.
El realizador de la polémica película El soborno del cielo, Lisandro Duque, pudo ser guerrillero pero se refugió en los libros y se hizo autodidacta del cine. Entrevista.
Con El soborno del cielo, una comedia negra sobre la intransigencia religiosa, el realizador de Sevilla, Valle, Lisandro Duque, ha demostrado que el buen cine colombiano sí tiene público. En dos semanas y media que lleva la película en cartelera, ha estado en 48 salas, más de 50.000 espectadores la han visto y la empresa alemana Media Luna la está promoviendo en festivales del mundo.
Con la actuación magistral del actor manizalita radicado en Nueva York, Germán Jaramillo, el filme cuenta una historia real sobre un párraco del municipio de Sevilla que declara el templo en entredicho y se niega a oficiar sacramentos hasta que la familia Zapata traslade el cuerpo del suicida Aymer Zapata del camposanto católico al laico. Sus seres queridos se niegan a cumplir la orden y exigen que esta se haga extensiva a los familiares de otros suicidas sepultados en el cementerio, al punto de rebelar un listado de nombres con ayuda de la ciudadanía.
Duque escribió con Gabriel García Márquez Milagro en Roma, ha recibido múltiples reconocimientos por Los Niños Invisibles (2001), ha dirigido películas como Los Actores Del Conflicto (2008), Visa USA (1986) y El Escarabajo (1983). Fue gerente del Canal Capital, fundó la carrera de cine en la Universidad Central y por invitación de Gabo, dirigió la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba.
¿De niño notaron en casa su habilidad para contar historias?
En estos días leí un diario que nos hacía mamá, en el que nos dibujaba la huella plantar y describía tempranamente nuestras características. Dice de mí que era travieso, que empecé a hablar muy rápido, de corrido. En esa época se asumía como precoz que uno empezara a hablar de corrido a los tres años.
¿Qué imagen tiene de su infancia?
Con mi hermano Fernando nos criamos como mellizos, aunque me llevaba un año y pico, fue socio de mis travesuras, que no fueron excesivas. Donde mi tío Tulio el mayor placer que teníamos era subirnos a un palo de aguacate criollo a comer con arepa y sal. Pese a que era una ciudad violenta, hacíamos muchos paseos dominicales, de olla, al río San Marcos y a fincas.
¿Y había espacio para el cine?
A los ocho años podíamos ir a matiné. Había dos salas de cine. En el Teatro Real veíamos cine gringo, películas de vaqueros, y en Alcázar, de cantantes mexicanos como Pedro Infante y Jorge Negrete, y los sábados a las 10:00 a.m. pasaban cine infantil doble, y el domingo se repetía en otro teatro. Ir a cine era una fiesta. Uno toda la semana no hacía sino hablar de las películas. Había compañeros hábiles para contarlas o interpretarlas. En casa jugábamos a los bandidos, a los indios, a los vaqueros, imitábamos a Tarzán, a Flash Gordon. Era la forma de mantener excitada la imaginación.
¿En qué momento surge su necesidad de contar historias visualmente?
Te confieso que la primera necesidad que tuve de contar historias fue en lo literario, escribía poemas que no volví a ver nunca, y a mis 16 años, en quinto de bachillerato, fundé Idearium, mi primer periódico literario en el Colegio Santander. Tuve buenos profesores de literatura clásica griega, francesa, nos hablaban de grandes poetas y de escritores prohibidos por la iglesia, como Franz Kafka, el rey de los prohibidos era Vargas Vila y los radicales colombianos, como Rojas Garrido. La bibliotecaria nos prestaba clandestinamente libros de Sartre, de Albert Camus. Casi todo lo que uno leía eran textos pecaminosos, según los que los prohibían.
¿Cómo lo influenciaron intelectualmente los colegios por los que pasó?
Estudié primaria en el Colegio Uribe y bachillerato en el Santander. Entre el 57 y 59 mi papá nos llevó a vivir a Pereira y estudié en un colegio público, el Deogracias Cardona, al que llegaban los desplazados por la violencia en los 50. Y había gente con costumbres que a uno, como niño recién llegado de Sevilla, lo dejaban atónito. Era una aventura sobrevivir al matoneo de condiscípulos burdos en su temperamento, fuertes en el físico, que incitaban a la pelea a puñetazos. A uno le tocaba defenderse como pudiera. Terminamos con mis amigos refugiándonos en los libros tempranamente, nos parecía que era lo único que nos podía dar cierta inmunidad. Éramos una pequeña élite de intocables. Y como fuimos troncos para el fútbol, el basquetbol, la lucha libre y la jabalina, nos escondimos en los libros y no sólo de los que incitaban la pelea, sino de los que nos querían dirigir la consciencia: los curas.
¿Le hacían bullying los curas?
Sí. Uno estaba obligado a confesarse los primeros viernes, a comulgar los primeros sábados, a ir a misa y arrodillarse. Era tan fuerte la presión de quien mandaba en el pueblo, el cura párroco, que uno se sentía acorralado. El párroco Buenaventura, que nada tiene que ver con el que recreo en El soborno del cielo, fue un patriarca religioso, flaco, se parecía al Papa Pío XII, elegante, pero muy severo. Desde el púlpito y por los parlantes de la torre daba los nombres propios de quienes estaban yendo mucho a la zona de tolerancia. Escarmentaba públicamente a quienes vivían en concubinato, daba nombres de las parejas desavenidas, casadas y católicas que peleaban. Se opuso a la construcción de una piscina en el Colegio Santander porque hombres y mujeres no podían estar semidesnudos al tiempo allí.
Agradezco que mis padres fueran suscriptores de la revista Life en Español, de Selecciones del Reader's Digest, de la colección de literatura Tor, unos libros que había que despegarlos con cortapapeles, adonde llegaban La Eneida, La Odisea, El Conde de Montecristo, las novelas de Víctor Hugo. Por fortuna, en mi casa y en las de otras familias, como no existía la televisión o si ya se había inventado, no teníamos, uno leía mucho, no perdía el tiempo viendo TV. Empezamos a leer José Carlos Mariátegui, escritor peruano, y a Jorge Enrique Camilo Rodó, uruguayo. Y mientras ciertos sectores culturales se aprendían de memoria poemas de Jorge Robledo, yo leía a Eduardo Cote Lamus y a Jorge Gaitán Durán. Robledo me pareció rústico.
¿Cuando decide ser ateo?
A los 16 años. La quema del pesebre que narro en El soborno del cielo fue un 6 de enero de 1960, por parte de mis amigos Mario Pineda y Humberto Pino, de 18 años. Yo era de la línea junior de esa patota de muchachos inquietos intelectualmente. Fue una respuesta radical a las historias que narraban la espeluznante complicidad de los curas vallecaucanos con los pájaros de los años 48, 49 y 50, que sacaban a la gente de sus propiedades en Restrepo, en Trujillo, y que quemaron pueblos como Ceilán, Betania, La Tulia, Naranjal y provocaron masacres en la cordillera central, en El Cairo, El Dobio, El Águila. Esos desplazados espantados de allá y liberales, cruzaban el río Cauca y se venían a vivir a Sevilla, capital cafetera de Colombia. Eso hizo mella en la virtud religiosa que los jóvenes teníamos. Dejamos de creer en los curas.
¿Si no cree en Dios, en qué cree?
En el estudio, la racionalidad, la ciencia, pero sobre todo en el amor y en la felicidad. Las religiones son creaciones del ser humano, de las instituciones, para distraernos de los deberes éticos. Me di cuenta de que los pobres creen en Dios y Él cree en los ricos.
¿La violencia afectó a su familia?
No. Mi papá no era agricultor, ni propietario de tierra, era comerciante, artesano, se dedicó a la relojería. No tenía un rango económico que lo hiciera víctima deseable de esa violencia.
¿Pese a su agnosticismo, su familia era católica?
Mi mamá era muy católica, y aunque mi papá era agnóstico, siempre fue prudente. A mi papá y a sus hermanos les gustaba la literatura esotérica, de reencarnación. Un día le pregunté a mamá qué era rosacrucismo y me dijo mijo, es una doctrina que hace suponer que usted se muere y se vuelve una mata de plátano.
¿Y ahora qué piensa que va a pasar con su cuerpo cuando usted muera?
Como ser físico me disuelvo, me diluyo, me transformo en cenizas, en semillas, en tierra, en naturaleza. Terminé creyendo lo que antes me parecía terrible, que uno se muere y se puede convertir en una mata de plátano.
¿Qué tipo de publicaciones escribía en su periódico Idearium?
Eran reflexiones con unas pretensiones de trascendentalidad grandes, sobre problemas cívicos, la pavimentación de calles, que los toques de queda no fueran desde tan temprano. En estos días, cuando me doy cuenta que se respiran aires de tranquilidad en muchos pueblos afectados por el conflicto armado, a pesar de que vivo en Bogotá, me instalo en la sicología de un joven de una región remota en Caquetá o Catatumbo y siento alegría de que experimenten un cese al fuego, porque en esos años se sentía un tiroteo a tres cuadras, a medianoche y uno esperaba al día siguiente a ver qué había pasado.
¿Qué película viene a su cabeza de esa violencia que vivió Sevilla?
Cuando estaba pelado, de 13 años, apostaba con mis amigos carreras en bicicleta y la primera etapa era Sevilla-Cementerio, llegábamos y recostábamos las bicicletas en las paredes del anfiteatro, nos trepábamos en ellas y veíamos por las ventanitas, fácilmente acomodados, doce degollados, y decíamos empieza la segunda etapa: Cementerio-Tres Esquinas. Esa morbosidad por lo violento ha estado presente en las generaciones en los últimos 60 años. Era habitual ver las volquetas del municipio llegar del campo con ocho cadáveres cuyos pies colgaban, empantanados y llenos de sangre. No es una memoria grata. Uno trataba, por instinto, de fugarse de eso metiéndose a un rincón de casa a leer literatura que lo remontara a otros países y épocas.
A propósito de literatura. ¿Cómo se da la relación con García Márquez?
Yo estaba en Cali para la premier de mi película Visa USA en 1986, en abril o mayo, en la casa de mi hermana, y allá me entró una llamada de Gabriel García Márquez. Yo con él nunca había hablado. Creí que era algún amigo tomándome del pelo, pero le reconocí la voz, sentía ese feedback que producían las llamadas internacionales. Me dijo que había visto mi película Visa USA y que le había encantado. Es un guion sin fisuras, no tiene una grieta. Y los diálogos son excelentes. ¿Cómo los haces?. Me ruboricé, se lo agradecí y dijo: Puedes utilizar mi nombre para la premier y para efectos de publicidad, di que yo considero que es muy buena. A los 20 días me llamó para proponerme hacer con él Milagro en Roma.
¿Cómo fue trabajar con él?
Muy fluido. Él, por fortuna, no fue al rodaje porque no hay cosa más incómoda que tener al coguionista ahí. Trabajamos en el guion en La Habana, en México y en Bogotá, por cuatro meses. Él hizo la versión última. Me enseñó a trabajar en computador. Una vez en su casa, en Ciudad de México, me dijo: Voy a hacer una siesta, sigue redactando y le dije Es que no sé escribir en computador y me enseñó a manejar el Mac. Me dijo: Si ves que te queda grande o que se te va a borrar el material, escoge una máquina de escribir ¿Quieres esta en la que escribí Cien años de soledad o esta otra en la que escribí El Otoño del Patriarca, que es eléctrica? y yo, No, maestro, me da miedo, no me atrevo a tanto. Te toca entonces escribir en computador.
¿Cuál fue la última vez que hablaron?
La última vez que hablé con él y estaba en el ejercicio de su lucidez fue en 2003, me llamó para hablarme de un proyecto de siete películas que haría en América Latina y España, con Antonio Banderas: Ponte pilas, hay que empezar a cranear un guion. Pero luego salió la noticia de su cáncer linfático y permanecía largas temporadas en Los Ángeles haciéndose la quimioterapia. Cuando celebraron los 80 años en Cartagena, lo saludé en el hotel y, te confieso, que tuve la certeza de que él no se había dado cuenta de con quién había conversado. Me dio mucha tristeza porque sentí que estaba entrando en una fase terminal de su enfermedad. Sobrevivió seis años en esas circunstancias, no distinguía bien a la gente. Pero una vez a un amigo le dijo Yo no me acuerdo quién eres tú, pero me acuerdo que te quería mucho.
Su causa: el cine[[nid:523328;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/04/lisandro-duque-familia.jpg;full;{Arriba. Fernando, Lisandro y Rafael Duque y abajo María Teresa con sus padres, Inés Naranjo y Lisandro Ossa.Foto: Especial para El País}]]
Según Lisandro Duque, quien militó en la Juventud Comunista Colombiana, Juco, junto a Álvaro Fayad, Carlos Pizarro y Lucho Otero, miembros después del M19, y que tuvo por compañero de clase de antropología a Alfonso Cano, de las Farc, los que reclutaban guerrilleros nunca me vieron como uno ideal. Nunca di la talla atléticamente y he sido un gocetas, con propensión a la bohemia. Me pasó lo que en el Colegio Santander, que no me llamaban para empresas de tipo heroico o escaramuzas físicas, porque decían: Ese es un intelectual, dejémoslo que siga con sus vainas, explica. Duque cuenta que entró a estudiar antropología en 1969 a la Universidad Nacional por la que siente un amor edípico. Aparte de sus clases, cumplía con actividades extracurriculares, como ir a conferencias, participar en mítines, en discusiones políticas. Me pedí dirigir el cineclub 8 y 1/2, en homenaje a Fellini y en 1969 entré a militar en la Juventud Comunista Colombiana. Siendo los años 60 muy impactados por la Revolución Cubana y el Che Guevara y sus ideales, los universitarios se sentían obligados a intervenir en las luchas sociales y movilizaciones callejeras, él no fue la excepción. En 1965 hizo parte del grupo que llevó a Camilo Torres a Sevilla. Confiesa que nunca pasó de las pedreas y de enfrentamientos con la policía. Había muchos compañeros que repentinamente desaparecían del salón. Los guevaristas y procubanos se iban para el ELN, los maoístas para el EPL y los comunistas, línea Moscú, para las Farc. Los que hoy en día forman parte de la dirección de las Farc, que negocian en la Habana, son miembros de esa generación. Eso sí, antes de ser expulsado en 1973, en último semestre de antropología, ya había sumado adeptos a su verdadera causa: el cine. Había una asignatura de Antropología Visual y empezamos a experimentar en 16 milímetros, armé un combo con Yira Castro, la mamá de Iván Cepeda, el senador, y con Norman Smith, músico a go go de Los Yetis, hicimos una película documental. No nos alcanzó la plata sino para filmar dos planos, pero así haya durado dos minutos, es una película. Trabajamos con obreros de Eternit que llevaban en la huelga seis meses y sus patrones no le paraban bolas a sus peticiones y filmamos la cuña: Eternit es eterno. Sin embargo, la hermana menor de Lisandro, María Teresa Duque, cuenta que no advirtió visos de rebeldía en su hermano y que lo de bohemio no es por la bebida, pues no suele tomar. Mi papá le decía: Mijo, por acá pasó Emilio y me dijo que te dejaba plata para que te cortaras el cabello, refiriéndose a un tío, que como otros de la familia creían que Lisandro era revoltoso porque tenía el pelo largo. Pero ambos se reían y le restaban importancia. Los Duque Naranjo eran cuatro. El mayor, Rafael, terminó bachillerato y se fue a estudiar. Con Fernando y Lisandro crecimos juntos y teníamos tertulias muy agradables, dice María Teresa, charlas que incluían a su papá Lisandro Duque Ossa, quien falleció de 68 años y a su mamá, Inés Naranjo López, que murió tres años después. Lisandro, le heredó a su padre, la serenidad, lo amoroso y lo tertuliador. Pero tiene un defecto, su nerviosismo. Mi mamá decía que el que amaba el peligro en él perecía y él le respondía yo no mamá, yo no amo el peligro, cuenta María Teresa, a quien Lisandro le enseñó a bailar rock and roll y twist, él osaba de ser empresario de artistas, en los años 60 llevó a Juan Nicolás Estella y a dos de Los Yetis a Sevilla. Mamá escribía acrósticos y memorizaba poemas, y le decía mijo, por qué no escribe, él respondía Yo escribo mamá, yo escribo. Ella dice que Lisandro fue noviero, que le encantaba una compañera suya de colegio, Alba Granada, hermana de Fulvio, el suicida en cuya historia se inspiró su película El soborno del cielo: Era muy linda, mucho menor que él. Él es muy tierno, y eso les gusta a las peladas. Y él advierte: El tema de las mujeres en mi vida no me deja más que gratitud. Con mi primera pareja, Marta Muñoz, paisana de Sevilla y socióloga con quien tuve a mi hija mayor Lucía, que es historiadora. Con la periodista María Isabel García tuve a Amalia, que le dio por estudiar cine y ser mi colega y mi última pareja fue Anaís Domínguez, cineasta venezolana y quien me produjo Los niños invisibles, Los actores del conflicto y El soborno del cielo. Para lo que tiene el cine de escandaloso, mi hoja de vida sentimental ha sido discreta. El Soborno del Cielo[[nid:523330;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/04/german_jaramillo.jpg;full;{El actor Germán Jaramillo en la película 'El Soborno del Cielo'. Foto: Especial para El País}]]Germán Jaramillo, actor (La Virgen de los Sicarios) que reside en Nueva York, no dudó en aceptar el llamado de Lisandro Duque para protagonizar El soborno del cielo y encarnar al cura déspota. Lo tenía como una referencia muy elevada, porque pertenece a la primera generación de directores de cine en Colombia, cuando empezó a hacer películas con Gabriel García Márquez era una obra colosal hacer una película, era difícil producir, costoso, parecía quimera. Esa generación se emparenta con la gran tradición del cine europeo, que es más sesgado a contar historias y no al norteamericano, ligado a costos altos de producción, dice Jaramillo. Él, que ha trabajado con directores como Barbet Schroeder, Jorge Alí Triana, Ricardo Camacho, vio este papel como un punto de quiebre. Siendo educado en Manizales con un pasado católico y fundamentalista, este rol fue un karma y sublimación de cantidad de temas por resolver. Hubo cosas que decidí cambiar y él aceptó con generosidad. Con él uno trabaja con gusto, creatividad y la certeza de que lo que uno hace será imperecedero.La película 'El soborno del Cielo' está en la cartelera de Unicali este domingo a las 9:30 p.m.Cuenta el actor que se ocupó de que su personaje no quedara como una caricatura de un cura de pueblo ordinario, como pasa en general en las películas colombianas, las telenovelas o el teatro, para decir que son los malos, los tontos o radicales. Hacer de un cura con el tono de lo místico y del poder como una misión de vida, para mí fue importante, no caer en lo inmediato, en lo simple. Lisandro admite que procura que sus personajes se parezcan a los actores y no al revés. No me gusta que un actor crea que se tiene que parecer al personaje y esté forzando mucho su capacidad actoral. Me inspiro mucho en sus potencialidades. Es exigente hasta consigo mismo. Yo he pegado actuaditas corticas. En Milagro en Roma hice un papel más consistente, no porque quisiera, sino que estábamos en Roma y necesitábamos un colombiano para que hiciera de un miembro del cuerpo diplomático. Hicimos cásting de 20 coterráneos, ninguno fue satisfactorio y terminé haciendo de villano. Algunos directores han querido que yo actúe para ellos, pero le tengo pánico a eso. Aunque vive orgulloso del éxito de su película Niños invisibles, premiada en Canadá, Grecia y Colombia, y que después de 15 años tiene grata recordación, aclara que no es de Gabo, como dice Wikipedia. Es mía. La prueba es que cuando le mandé una copia para tener de él un concepto, me dijo: Eres un cobarde, no fuiste capaz de volver invisible a ese pelado. Él no habría sido el socio ideal. De Los actores del conflicto, dice lo que Hitchcock decía de Marnie la ladrona, es una película enferma, corrió una suerte adversa, cuando la escribí era una historia contemporánea y provocadora sobre el secuestro. La filmé en 2005 y la estrené en 2008 y en esos años rescataron a Íngrid Betancourt, las Farc soltaron cantidad de prisioneros, militares o civiles. Y la gente ya no se acordaba de ese fenómeno.