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Un pequeño homenaje a Marcel Duchamp

¿Qué puede tener en común la filosofía con el simple acto de montar en bicicleta? Quizá más de lo que cualquiera se podría imaginar. El autor de este texto defiende la idea de que, más allá del deporte extremo, el ciclista piensa en cada pedalazo, incubando una idea entre los pedales y sus piernas. Homenaje a Marcel Duchamp, a cien años de su dibujo ‘Avoir l’aprentti dans le soleil’.

23 de noviembre de 2014 Por: Hernando Urriago Benítez | Especial para GACETA

¿Qué puede tener en común la filosofía con el simple acto de montar en bicicleta? Quizá más de lo que cualquiera se podría imaginar. El autor de este texto defiende la idea de que, más allá del deporte extremo, el ciclista piensa en cada pedalazo, incubando una idea entre los pedales y sus piernas. Homenaje a Marcel Duchamp, a cien años de su dibujo ‘Avoir l’aprentti dans le soleil’.

Tal vez una de las mejores formas de filosofar sea andar en bicicleta, pues de hecho el ciclismo es una larga meditación sobre dos ruedas, córrase el Tour de Francia o descúbrase una nueva trocha por alguna de las montañas de Colombia. El ciclista piensa de pies a cabeza, como un “aprendiz al sol” (según el afortunado dibujo de 1914 de Marcel Duchamp) incubando una idea entre los pedales y sus piernas. Esa rotación semeja el ritmo de un pensamiento circular que divaga en torno a una certeza: No es que el ciclista se pierda buscando un sendero; es el camino el que finalmente encuentra al ciclista.Roland Barthes se ocupó en su libro ‘Mitologías’ (1955) del Tour de Francia como una enorme epopeya homérica donde el ciclista y la geografía de las etapas se cruzan en una batalla de intereses, nacionalidades, heroísmos y tragedias. Pero, ¿qué hay del combate íntimo de aquel ciclista aficionado que sale sobre su bicicleta a rumiar entre el silencio y la niebla ese dolor a gusto que caracteriza al ciclismo?Es aquí donde pensamiento y bicicleta, filosofía y ciclismo trazan vasos comunicantes. Porque el ciclista no combate contra nadie más que contra sí mismo; pero más que luchar se entrega a la meditación azarosa rodeada de paisaje y de asfalto, o de sol y barro, o de polvo y bosque o lluvia, en una edificación lenta y silenciosa del mundo a través de su rotación particular. Al igual que los antiguos filósofos presocráticos, el ciclista elabora su meditación rodante en medio de los cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego. Como un Heráclito sobre dos bielas, el ciclomontañista, por ejemplo, divaga entre trochas y hojas secas, y se alegra al toparse con el río, donde, según el griego, todos nos bañamos sólo una vez. De esta manera podemos decir que ningún ciclomontañista divaga dos veces por el mismo camino: el fuego o el agua modifican los elementos; el aire transforma en polvo lo que alguna vez fue lodo.Como otro filósofo, el ciclista bien puede afirmar: “Yo soy yo y mi bicicleta”. Desligados del habitual sedentarismo moderno, que nos lleva de la cama al bus o al automóvil y de éste a la inmovilidad de la oficina o del salón de clase, ocupamos sitio en un sillín para alterar el decurso previsible de la existencia. Porque al igual que la vida, el ciclismo divaga entre la estabilidad y lo imprevisto: las circunstancias exigen equilibrio sobre los dos pedales, pero nada descarta una caída, un golpe inoportuno del viento, un cambio de planes en la ruta, un extravío que garantiza el hallazgo de un atajo o de un camino jamás visitado. Por eso, contrario a lo dicho por Sócrates, en el sentido de que el diálogo persigue una verdad a futuro, el ciclista evoluciona de la verdad estática de los objetos del mundo a la ilusión del movimiento, a cuyo ritmo el ciclista re-inventa el universo. Por oposición a la dialéctica socrática, que halla en su final la puerta hacia dicha verdad, en el ciclismo del que hablamos la llegada casi siempre indica el inicio de una nueva travesía, aun si implica el regreso al punto de donde se partió.Portadora de un pensamiento en lentitud, la bicicleta dibuja el paisaje mientras que el automóvil lo borra. Gracias a su devaneo el ciclista bosqueja por primera vez el mundo con sus pies: los árboles, el viento, el agua, la montaña o las estrellas bordados a golpe de cubiertas, piñones y cadenas; delineados con la sangre y el sudor.En las mañanas y en las noches las calles de las ciudades se llenan de ciclistas. Están los que ruedan por deporte y los que se apresuran, a veces distraídos en locos zizagueos, hacia sus lugares de trabajo. En ambos casos, la bicicleta es un artilugio que funciona para vencer las resistencias (del tráfico, del viento, de las incertidumbres del camino…) y fundar las utopías (preservación del medio ambiente, inmovilidad cero, salud,…) del sujeto pensante contemporáneo.Tal vez andar en bicicleta sea una forma privilegiada no sólo de filosofar sino también, como sugiere Marc Augé en su maravilloso “Elogio de la bicicleta” (2008), de reinventar el humanismo por el placer de vivir y la aventura libertaria; por la afirmación de sí que forja el ciclismo en la saludable intimidad de su divagación.

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