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Merino ha obtenido varios premios literarios colombianos, así como una beca nacional de novela. En España ha sido ganador de siete concursos de cuento. | Foto: Archivo de El País

Pantano de las nieblas: un cuento kafkiano de Juan F. Merino

El cuentista caleño Juan Fernando Merino nos entrega esta narración que tiene ecos de los relatos de Kafka y que envuelve al lector en una atmósfera gris de absurdo y desesperación.

21 de mayo de 2017 Por: Juan Merino, escritor caleño

No es que a Benítez le gustara su oficio; al contrario. Pero alguien tenía que hacerlo. De otra manera, ¿cómo decidir el sexo de los pollos? Porque, como bien saben los entendidos, su destino es muy diferente: las hembras al nacer son colocadas en una cinta transportadora para su engordamiento, posterior consumo y, en caso de ameritarlo,
reproducción y más huevos, mientras que los polluelos que parecen pertenecer al género masculino con pocas e indispensables excepciones son arrojados a una esquina para su pronta y humanitaria ejecución. ¿Suena sencillo? En realidad no lo es. La ciencia de determinar con certeza el sexo de los pollos neonatos no admite advenedizos. Se va legando de generación en generación, de abuelo a nieto (o nieta, aunque son pocas) o en su defecto se aprende tras largos años de observación, práctica y errores.

Por eso los expertos reciben salarios considerables y por regla general en efectivo.

Por eso el sexador de pollos Rubén Benítez Garrido, natural de la población castellana de Medina del Campo, viajaba en un tren expreso camino a Vladivostok, en el extremo sureste de la antigua Unión Soviética. Pocos días antes Benítez era un hombre libre y feliz. Relativamente. Se dirigía a un congreso avícola en la antigua Checoslovaquia, hizo escala en un aeropuerto de la antigua Yugoslavia, y al salir del sanitario buscó una conexión a internet.

Allí lo esperaba aquel mensaje que cambiaría su destino: Se busca profesional experto en colonias avícolas con amplia experiencia como sexador de pollos para un proyecto intensivo de una semana, semana y media en la pintoresca ciudad rusa de Vladivostok. Pagamos traslado desde cualquier punto de Europa continental o África del Norte.

Alojamiento acorde con el gremio, honorarios superiores y gastos de representación. Indispensable agenda flexible, buena disposición y dominio relativo del ruso. Conocimientos del ajedrez, el castellano y las damas chinas, un plus.

Yo soy el hombre, se dijo Benítez, quien en su juventud había tomado un curso de ruso a distancia impartido por la Universidad Tecnológica de Palencia. La mañana después de la clausura del xvii Congreso Avícola de Bratislava, Benítez subió a un tren expreso que que al cabo de nueve horas lo depositó en la ciudad rumana de Sibiu, donde debía abordar el avión hacia su destino final. Fue en el aeropuerto de Sibiu, mientras se lavaba las manos en un sanitario desaseado, que Benítez tuvo las primeras dudas sobre su misión en Vladivostok. “¿Por qué yo?, se preguntó mirándose al espejo. ¿Por qué llegó ese anuncio a mi buzón de correo? ¿Y por qué me aceptaron de inmediato si era una convocatoria abierta?” Pero le quedaba muy poco tiempo para las vacilaciones.

El vuelo Sibiu-Vladivostok con escala en San Petersburgo salía en un cuarto de hora y Benítez aún no había comprado su café en leche y su ración matinal de pan de centeno. ¿Debería cancelar el viaje y regresar a la paz de la granja de Medina del Campo? Evidentemente no llegó a tal conclusión, pues veinte minutos después se encontraba en un avión Fokker F 27 de Aerolíneas Rumanas Stolidea que se aprestaba a despegar.

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Los sexadores de pollos están desapareciendo de la faz de Europa. Esta exigente ciencia, o arte comparativo, como lo denominaba el iniciador de Benítez en estas lides, su abuelo don Álvaro Pereira y Garrido, se encuentra en vías de extinción. Y eso a pesar de los buenos sueldos, de las prestaciones y de que es un oficio tan indispensable.

Las razones se han ido acumulando: la principal es que los depositarios en el continente de este conocimiento se han ido convirtiendo en una estirpe, una cerrada cofradía que se niega a compartir los arcanos de su oficio con personas que no pertenezcan a la familia directa. Ni siquiera admiten primos segundos o parientes políticos. Por otro lado, no se puede negar que es una profesión que a final de cuentas cansa: diez polluelos sexados por minuto, mínimo ocho, es la cuota que exigen las granjas de aves ponedoras.

Y por si fuera poco, muchos descendientes de las familias de sexadores de larga data se muestran reacios a convertirse en una especie de dios avícola, determinando los que morirán de inmediato y los que han de morir después. Cada vez con mayor frecuencia los hijos y nietos de sexadores eligen oficios alternativos; algunos incluso prefieren ir a la universidad o buscar nueva vida en América.

El aeropuerto metropolitano de Vladivostok se encuentra muy apartado. Como Benítez nada sabía de la ciudad ni de sus características, no le extrañó, ni le extrañó la muy minuciosa inspección aduanera; tampoco le sorprendió que en lugar de alguno de los granjeros avícolas, a la salida de la inmigración y aduana lo estuviera esperando una mujer septuagenaria (al menos), que empuñaba en lo alto un cartel en letras azul grana que decía: «Mr. R. Benítez. Bird Expert». Lo que sí le extrañó fue que su guía no sólo ignoraba el inglés —lingua franca de los viajeros avícolas—, sino que ni siquiera entendía ruso. Todo el camino debieron guardar silencio

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Cuando por fin llegaron a la granja y se encontraron en presencia de Boris Velin, el funcionario de la granja avícola que había sido su intermediario y que al parecer iba a ser su anfitrión a conductora no le dirigió la palabra al anfitrión ni viceversa. Él le entregó un sobre de manila; ella hizo una pronunciada venia sin mirar a ninguno de los dos hombres, subió al vehículo y se alejó hacia el poniente.

—Buenas tardes y reciba usted un cordial saludo —dijo el recién llegado muy lentamente, esmerándose para que su ruso sonara lo más correcto posible—. Yo soy Rubén Benítez .
—Buenas noches y bienvenido a nuestro hogar —respondió el anfitrión en un español muy correcto.
—Yo soy el sexador de pollos —agregó Benítez en el mismo idioma.
—Los pollos se esfumaron.

Lo de los pollos debía de ser una broma, pero desde luego puso una nota agria en el inicio de la relación laboral. Que por cierto no resultó ser tan inminente como el sexador había anticipado: los tres primeros días no se habló de pollos ni de huevos ni de ningún tema relacionado con el universo avícola. Tampoco se hizo mención de los supuestos alumnos o aprendices del oficio. Hablaron mucho —siempre en español— sobre la historia europea, los viajes internacionales y los grandes equipos de fútbol y una mañana Velin le enseñó álbumes fotográficos de sus antepasados —casi todos procedentes de Crimea excepto por una abuela asturiana.

Dos veces diarias, al filo del mediodía y al caer de la tarde, iba a buscarlo a su cuarto para invitarlo a jugar ajedrez. Estaban siempre solos, excepto para los almuerzos y comidas, cuando los atendían dos sirvientes ancianos y silenciosos.

Por alguna razón, Benítez no consideró prudente hacer preguntas. Los honorarios prometidos le fueron entregados el día de la llegada en su totalidad y en dólares. Y la segunda mañana lo esperaba en su mesilla de noche un tiquete de regreso a Valladolid con escalas en Budapest y Barcelona. Además, su estadía incluía servicio de té con blitzes dos veces al día, habitación con vista al pantano —si bien éste despedía un olor penetrante y desagradable— y desayuno en la cama, que Benítez debía elegir desde la noche anterior.

Aquella mañana, de acuerdo con las instrucciones recibidas la tarde anterior, Benítez debía acudir a primera hora a la denominada Oficina Central de Operaciones. En cuanto se despejó del todo, o al menos creyó haber salido de su letargo, se colocó los guantes de látex para escrutar polluelos y se dirigió hacia su destino, una construcción desvencijada a orillas del pantano.

El edificio, rectangular, poco armónico, y en partes recubierto de moho, exhibía en lo alto un letrero grande de color azul grana.
«Las aves del reino», tradujo Benítez velozmente para sus adentros, pero al releerlo rectificó: «El reino de las aves».
En la puerta principal lo esperaba una mujer con rasgos muy similares a los de su conductora del primer día, pero veinte años más joven (o quince o treinta, difícil decirlo) y el cabello mucho más corto. Tampoco hablaba ruso pero sonreía mucho y al hacerlo dejaba a la vista sus dientes frontales con una marcada separación. Por el momento no había a la vista polluelos, gallinas ni bandas transportadoras para futuras aves ponedoras.

La mujer sonrió con una expresión benévola, se acercó a una mesita solitaria donde bullía una marmita y le entregó una taza de un líquido humeante que parecía ser té verde. Afuera sonaban las campanas de una iglesia lejana y cantaban las aves del amanecer.

Cuando Benítez abrió los ojos parecía ser muy cerca del mediodía y lo invadía un sopor casi invencible. Por una ventana sin cristal y sin cortina se colaba una brisa fría y los rayos de un sol opaco. Una venda cubría su ojo derecho y estaba atado de manos, brazos y piernas a una silla basta de madera. Por el ojo libre constató que se encontraba en un recinto enorme, de paredes muy altas, sin ningún mueble, salvo su silla y la mesa solitaria, donde ya no estaba la marmita.

«¿Pero qué me ha pasado, Señor, qué me ha pasado?», gritó en dirección de las vigas del alto techo. «¿Dónde estoy?»
Toy, toy, toy, toy, repitieron como en un eco los muros sordos de Vladivostok.

En ese momento divisó un halcón en lo alto de la bóveda; más abajo se veían unas loras o pericos silvestres que revoloteaban entre los travesaños; en la viga central se encontraban posados un gallo de color negro rojizo y un cuervo grisáceo que lo ojeaban con creciente interés.

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