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Sergio Bartelsman, el caleño que viaja por el mundo retratando lo que no todos pueden ver

Nieto del gran pintor holandés, Jan Bartelsman, Sergio pudo haber sido artista plástico como él. Sin embargo, estudió música. Y terminó siendo fotógrafo.

17 de abril de 2016 Por: Catalina Villa | Editora de GACETA

Nieto del gran pintor holandés, Jan Bartelsman, Sergio pudo haber sido artista plástico como él. Sin embargo, estudió música. Y terminó siendo fotógrafo.

Era un cotizado fotógrafo de moda para entonces. Era el tipo al que todas las revistas querían en sus producciones  para fotografiar a las mujeres más lindas del país. Era el chico de ojos azules y apellido extraño cuyo nombre siempre, casi siempre, aparecía firmando los mejores editoriales de moda. Ese, más o menos, era Sergio Bartelsman a finales de  los años 90. El fotógrafo del momento.

Pero  un día tuvo un encuentro inesperado. Caminando por el barrio Lourdes de Bogotá, una imagen se le atravesó en el camino. Era un maniquí detrás de una vitrina con sus manos abiertas en forma de alas, y una persona reflejada en el vidrio. Sergio dispara. Revela la foto. Y se pregunta ¿esto qué es? ¿Existen acaso universos ocultos, paralelos a este que habitamos? ¿O existen acaso solo para la cámara? ¿Solo están cuando se separa el tiempo del espacio?

“Esa fue una imagen poderosa. Estaba en la Calle 13 con 63 y de repente me surge con ella esta idea de universos distintos, de mundos paralelos que se encuentran. También la idea de la coincidencia, de un montón de cosas que están ocultas y que uno solo puede verlas por un momento. A partir de allí el tema se me volvió como un mantra”, cuenta.

***

Sergio Bartelsman nació en Cali en 1969 en un hogar en el que quien no era artista plástico era músico o fotógrafo. Vivía en Pichindé, rodeado de naturaleza, muy cerca de un viejo que era lo más parecido a un súper héroe: su abuelo Jan Bartelsman, el pintor. “Mi relación con mi abuelo era total. Él era mi norte, el eje de mi universo. Entonces siendo un niño yo tenía claro que quería ser pintor. Él me ponía a dibujar y me hacía ejercicios y yo lo disfrutaba mucho. Pero cuando cumplí 5 años me regalaron una cámara y algo pasó en ese momento porque nunca más volví a pintar”.

Era una Kodak Instamatic 110, negra, de cartucho. Un solo diafragma. Una sola velocidad. Su primera foto fue frente a un espejo. Primera decepción. “Imagínate, cuando vi que en la foto salía lo que yo veía no me sorprendió. Yo pensaba que la cámara tenía la capacidad de mostrar algo distinto”.

Pero salirse de ese mundo sería prácticamente imposible. Su tío Gertjan Bartelsman lo llevaba al cuarto oscuro en donde quedaba hipnotizado con esa luz roja, mientras otro de sus tíos, Nils Bongue, hacía fotos fantásticas luego de disparar todo un día. “El archivo de la Cali de los años 50 de mi abuelo y de mi tío es una locura”, dice.

-¿Por qué creés que te quedaste con las fotos? Al fin y al cabo el peso de tu abuelo, un pintor tremendo, era más fuerte…

- La pintura tiene algo que la fotografía no tiene. En la pintura uno empieza de cero, sin afán, con mucho espacio y lo empieza a llenar. La fotografía es al revés. Comienza uno y allí está todo: tiempo y espacio juntos, todo lleno. El trabajo es eliminar, escoger. Decidir qué queda por fuera del cuadro.

Ya siendo un adolescente, Sergio soñaba con ser una estrella de rock, con irse a estudiar música a Los Ángeles, con tener su propia banda y salir de gira. Pero la cámara seguía allí. A su lado.

Cuando tenía 16 años fue asistente de Fernell Franco. Luego de que este sufriera un infarto y le prohibieran desde fumarse un cigarrillo hasta cargar una maleta, Sergio se convirtió en una suerte de lazarillo que le seguía los pasos a donde fuera, quizá tratando de entender la mirada de ese hombre al que admiraba.  “Fernell vivía al lado de nosotros, así que tuve una suerte grandísima de haber podido trabajar con él. Yo cargaba todo, empacaba todo, hacía de todo menos disparar la cámara. Eso lo hacía él. Y él luego me pagaba con papel. Me daba diez hojas de Ilford Gallery grado 2, de 50 por 60, y yo las quemaba y se las mostraba. Allí empezó un diálogo chévere con él. Era un tipo introvertido, muy tranquilo. Y creo que ese el estado en el que uno tiene que estar para tomar fotos. Hay que estar solo, en silencio, en quietud”.

Muchos años después de su muerte, Sergio sería el encargado de hacer las reproducciones de la obra de Fernell, por petición de la misma Fundación Fernell Franco, pues cuando los originales empezaron a viajar por el mundo se empezaron a estropear. “Ese fue un viaje de introspección no solo mío sino al trabajo de él.

[[nid:526917;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/04/p6gacetaabril17-16n11photo01.jpg;left;{}]]Pude hacer una disección de su trabajo. Descubrí cómo no se limitaba a la fotografía sino que intervenía sus fotos, las alteraba mucho, a punta de aerógrafo, lápiz, crayola. Si quería algo más oscuro, lo hacía. Fernell fue un personaje importante en mi vida. No sé cómo explicarlo, pero creo que los héroes de uno son aquellos de los que uno quisiera aprender a mirar”.

Uno de esos héroes fue Richard Avedon. Por eso, ya convertido en un cotizado fotógrafo de moda, una vez quiso ver a través de sus ojos. Agarró una cámara de 8 pulgadas, de placas grandes, y quiso calcar la geografía exacta de los editoriales de moda que hacía en los años 60. “Jugué a ser Avedon y me gustó.

El oficio se aprende por imitación, pero más que imitar el resultado final, uno se acerca es a la forma de ver”, explica.  “Por eso, también, hubo una época en que me gustaba mucho Cartier-Bresson, porque en sus fotos descubrí que la fotografía no tiene la obligación de reflejar solo la tragedia humana. Él fotografiada el mundo sin el peso de la denuncia. Y fue un alivio saberlo”.

Quizá por esos héroes que tuvo desde tan temprano es que resulta extraño descubrir que en  lugar de fotografía este fotógrafo precoz hubiera estudiado música. Que hubiera insistido en su sueño de convertirse en rock star en Los Ángeles, solo para descubrir que, aparte de su amor por la música, ese estilo de vida no le interesaba.

Por eso, también, el destino le llegó por casualidad. Una chica le pide unas fotos. A la amiga de la chica le gustan las fotos. Alguien de una agencia le pide más fotos. Y lo demás es historia. Un tipo al que le pagan bien por tomarles fotos a mujeres bellísimas.

“Creo que es un asunto de los años. Uno empieza a sentir vacíos. Porque la verdad es que yo la pasaba muy bien. Pero empecé a sentir que mi vida era frívola, aburrida, jartísima. Y quise bajar los tacos. No fue una cosa fácil, no fue un capricho. Fueron seis años de pensar cómo salirme de esa máquina, de ese negocio próspero. Y sucedió”.

Sucedió que ese fotógrafo de ojos azules dejó los veleros en el Caribe y las modelos de curvas sinuosas para perseguir esos mundos paralelos, ¿imposibles? que mientras tanto habían rondado en su cabeza.  Su regreso a Cali, a una vida más pausada, así se lo ha permitido. “Viajo mucho, todo el tiempo, pero ahora con  la energía para hacer mis propios trabajos”.

Aquí pudo volver a uno de los grandes amores de su vida, los paisajes en blanco y negro, como esos que le ha admirado montones a Michael Kenna.  Y a los retratos. No ya de personas concretas sino de gente que se topa por ahí, en su entorno, capturada en cuadros cada vez más vacíos, más abiertos, muy a lo Metzker. “¿Referentes? Sí, muchos. Hay fotógrafos que me inspiran en el sentido de que veo sus fotos y me dan ganas de salir a fotografiar. Josef Koudelka, André Kertez, el mismo Ray Metzker…”

Hace siete años exactamente, revisando su archivo, decidió que la idea de esos encuentros improbables entre seres reales o acaso inventados tenía que llevarlo a algo. Así que una vez seleccionó las imágenes que respondían a la idea, salió en busca de otras que ayudaran a completarla.

“Estos encuentros suceden en esa delgada línea entre la realidad y la ficción. Son fotos hechas con base en la realidad, sin ningún tipo de retoque. Lo que se ve en el cuadro estaba y sucedía allí mismo. Pero la ficción viene de replantear el contexto mediante la decisión de hacia dónde apuntar el lente y cuándo obturar”.

[[nid:526915;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/04/p6gacetaabril17-16n11photo02.jpg;left;{”En la exposición hay una sub-serie sobre personas que no se ven. Un terreno escabroso en el que me estoy metiendo ahora”.}]]

El primer resultado es la exposición que actualmente se presenta en la galería Interferencia del barrio San Antonio, un conjunto de intersecciones aleatorias de personas, objetos, lugares y luz que crean universos propios. Son 84 en total.  “No fabrico nada. Rara vez veo la foto y la espero. Lo interesante de todo esto es que sucede por azar”, dice. Imágenes que dejan ver aquello  que no se ve.

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