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Recorrido gastronómico de los detectives más golosos de la literatura

Sherlock Holmes, Jules Maigret, Pepe Carvalho y Mario Conde se sientan a manteles y nos comparten algunos de sus platos predilectos.

24 de julio de 2016 Por: Juan Fernando Merino |Especial para GACETA.

Sherlock Holmes, Jules Maigret, Pepe Carvalho y Mario Conde se sientan a manteles y nos comparten algunos de sus platos predilectos.

En los inicios de la novela ‘Maigret y el asesino’, de Georges Simenon, una tarde en que se acerca a su hogar el comisario Jules Maigret, el más célebre detective en la historia de la literatura negra francesa, se nos revela “que tan solo le quedaban doscientos metros de caminata para llegar a su casa en donde reinaba un olor de caballas al horno; la señora Maigret las ponía con vino blanco a fuego lento, con mucha mostaza”. 

¿Quisieran acompañar al comisario Maigret a degustar tan delicioso plato? Si es así, consigan macarelas bien frescas y, una vez desescamadas y vaciadas, rellénenlas con cebolla y perejil bien picados, introduciendo una ramita de tomillo,  pimienta y una cucharada de vino blanco. Úntenlas luego  con mostaza fuerte. Riéguenlas con un chorrito de aceite de oliva y envuelvan cada ejemplar en papel especial para horno. Pónganlas al horno a temperatura media de 15 a 20 minutos.

Este y otro centenar de platos aparecen en el libro ‘Las recetas de Madame Maigret’, de Robert Courtine, en el cual se recopilan las recetas que se cocinan y se comen en las 75 novelas y 28 cuentos que Simenon dedicó a su emblemático personaje y en los cuales una de las constantes es el placer que el comisario deriva de los platos de la exquisita cocina tradicional francesa que día tras día le prepara su esposa. 

Veamos, para ir abriendo el apetito: chucrut a la parisiense, mollejas de res, cabeza de ternera en salsa de tortuga, truchas al queso azul, sopa de cebolla gratinada… 

Los ingleses, al contrario de los franceses, no se han distinguido por una tradición gastronómica sofisticada y suculenta. Sin embargo, un buen desayuno inglés no tiene nada que envidiarle a ningún otro, y como corresponde a un londinense a la vieja usanza, Sherlock Holmes suele comenzar el día con un copioso desayuno preparado por la señora Hudson, propietaria del apartamento en el 221 B de Baker Street, donde el detective y su asistente John Watson tienen alquilados sendos cuartos. De hecho, en ‘Las memorias de Sherlock Holmes’, sir Arthur Conan Doyle pone en boca de su protagonista: “La cocina de la señora Hudson es un poquito limitada, pero, como escocesa que es, tiene una buena idea de lo que debe ser un auténtico desayuno”.

En su libro ‘Comiendo con Sherlock Holmes’, sus autores mencionan una de las combinaciones que podrían encontrar Holmes y Watson en el bufet matinal de la señora Hudson: huevos con mantequilla a la pólvora, pancakes de papa, salsa de manzana, panecillos, café y leche.

Hay que reconocer que ‘huevos a la pólvora’ es un nombre muy apropiado, pues la salita en que tomaban el desayuno los sabuesos estaba adornada con  agujeros de bala que hizo Sherlock un día… ¡porque estaba aburrido!

“Sherlock Holmes tocaba el violín. Yo cocino”, confesó en una ocasión el gran Pepe Carvalho, el detective de la saga de novelas negras creada por el autor catalán Manuel Vázquez Montalbán, tan amantes el uno como el otro de los fogones, los delantales y los utensilios de cocina.

“La intriga en Vázquez Montalbán era capaz de interrumpirse por una receta de cocina”, explica el escritor peruano Hugo Neira. “Cuando Carvalho no logra resolver un caso, lo que le ocurre incluso a todo gran detective, y ante el enigma irresuelto se deprime, para sanarse no se pone a tocar el violín, o se droga, como el detective británico Sherlock Holmes sino que va y se prepara callos a la catalana”.

Pues muy bien; no hay por qué deprimirse, ¡manos a la sartén! Para empezar, mientras reunimos todos los ingredientes de este plato es incluso posible que se nos olvide por qué estábamos deprimidos. 

¡Apunten! Para la base del plato: 750 gramos de callos blanqueados o precocidos, troceados; dos tomates, tres  cebollas, seis dientes de ajo, un pimiento verde, un pimiento rojo, dos berenjenas, ocho cucharadas de aceite de oliva, una pizca de tomillo en polvo, sal y pimienta recién molida. Y para el caldo corto un ramillete de hierbas, compuesto por dos hojas de laurel, una ramita de romero, una rama de apio y tres ramitas de tomillo, a lo cual se le agregan dos zanahorias, las hojas verdes de un puerro, una cebolla pinchada con dos clavos, 25 centilitros de vino blanco seco y una  cucharada de sal gruesa.

Detectives glotones  

Por supuesto que Maigret, Sherlock y Carvalho no son capítulos excepcionales en el campo de la gastronomía detectivesca, ni mucho menos. Innumerables han sido en la historia de las letras universales los detectives amantes de la buena comida y  también de la buena bebida.

 Pero aquí conviene hacer una salvedad: no muchos sabuesos literarios —de hecho poquísimos— han sido tan amantes como Carvalho de los fogones y los efluvios de la cocina, y la inmensa mayoría prefiere comer en establecimientos públicos o bien contar con una cocinera o cocinero de cabecera.

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En el grupo de los patrones de los buenos restaurantes, podríamos empezar por el propio personaje de sir Arthur Conan Doyle, a quien la autora Julia Rosenblatt  dedicó el libro ‘Comiendo con Sherlock’, que incluye recorridos por los restaurantes donde solía recalar el célebre detective, solo o en compañía de Watson, así como la descripción detallada de los platos favoritos de ambos, con sus respectivas ilustraciones y recetas. 

En este mismo grupo podemos incluir al comisario Salvo Montalbano, de epicúreos recorridos por Sicilia, del autor italiano Andrea Camilleri; al cáustico, desengañado y voraz policía ateniense Kostas Jaritos, de Petros Márkaris; y por supuesto al glotón Hércules Poirot, de Agatha Christie, con sus opíparas cenas y su infaltable pipa.

Entre los detectives de buen paladar que privilegian su propio chef, además del mencionado comisario Maigret, bien vale la pena convocar a un peso pesado de la novela negra —en todo sentido— y un caso sui generis en cuanto a los detectives gourmets: Nero Wolfe, del autor estadounidense Rex Stout. 

Wolfe es un hombre  de  150 kilos de peso, que en muy contadas ocasiones  sale de su apartamento en Manhattan, donde come toda clase de viandas, bebe más de diez litros de cerveza por día  y cultiva su pasión de coleccionar orquídeas de gran valor. Como muy pocas veces pone los pies en la calle, cuenta con un colaborador, Archie Goodwin, “mis piernas”, como le llama,  a quien le encarga todas las indagaciones, entrevistas y búsqueda de pistas,  con las que luego resuelve los casos a puerta cerrada recurriendo a métodos estrictos y a veces  contrarios a la ley. La pasión de Wolfe por la buena comida, desde luego en abundancia, la ha solucionado teniendo a su disposición permanente a Fritz Brenner, un refinado chef europeo que le prepara sus platos favoritos con gran esmero y a cuya descripción dedican las novelas  de Stout  numerosos párrafos.

Se trata sin duda de una excepción entre las novelas negras estadounidenses, pues no suele ser el caso de la mayoría de sus protagonistas, quienes muchas veces comen en la barra de cualquier bar de barrio, engullen un perro caliente en un puesto callejero o muerden distraídamente un sándwich mientras hojean documentos o escuchan la grabación de un interrogatorio. Eso sí, pocas veces les falta una buena provisión de cigarrillos y tienen los gustos muy claros a la hora de tomar el primer trago del día… o el penúltimo del amanecer. Sam Spade, el genial sabueso de Dashiell  Hammett, no perdonaba un Johnnie Walker con poco hielo, Philip Marlowe, de Raymond Chandler, inmortalizó el ‘Gimlet’ —ginebra con un chorrito de lima y unas gotas de soda—  y el policía de Michael Connelly, Harry Bosch, pasaba párrafos enteros con una cerveza en la mano.

En la novela negra latinoamericana, un sabueso de creciente fama, y de creciente gusto por la buena mesa, es el inspector de policía Mario Conde, creado por el escritor cubano Leonardo Padura.

Conde tiene sus primeras andanzas en un momento de particular precariedad en Cuba a raíz del desmoronamiento del bloque soviético. No obstante, él y su cuarteto de amigos encuentran un edén gastronómico en casa del ‘Flaco’ Carlos —que ya no es flaco y se ha quedado lisiado—, donde los alimenta su madre, la singular Josefina, de cuya cocina salen los platos más asombrosos. “Tamales en cazuela, ajiaco a la marinera, pavo relleno con congrí, arroz frito y con pollo, quimbombo con carne de puerco y jamón, pollos al ajillo, cazuela de malanga rociada con mojo de naranja agria, fuentes de arroz y montañas de buñuelos en almíbar... Josefina también se asoma a otras gastronomías y prepara un grandioso cocido madrileño, pollo a la Villeroi o bandeja paisa colombiana”, según un listado parcial elaborado por el cocinero y profesor de cocina canario Antonio Jesús Gras.

¿Qué cómo consigue Josefina hacerse con los ingredientes para banquetes tan espectaculares en un país  en que escasea todo?  He aquí un enigma que el sagaz inspector Conde nunca logra resolver del todo.

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