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‘Mono’ Núñez, el último juglar de la música andina

El Festival de Música Andina Mono Núñez abrirá el telón este 29 de mayo para celebrar 40 años de fundación. Lo que muchos aún ignoran es que el músico que inspiró esta fiesta de bambucos y pasillos fue un autodidacta que acabó convertido en uno de los grandes intérpretes de la bandola en el país. Viaje a la memoria.

25 de mayo de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de GACETA

El Festival de Música Andina Mono Núñez abrirá el telón este 29 de mayo para celebrar 40 años de fundación. Lo que muchos aún ignoran es que el músico que inspiró esta fiesta de bambucos y pasillos fue un autodidacta que acabó convertido en uno de los grandes intérpretes de la bandola en el país. Viaje a la memoria.

Era sábado. Era 28 de diciembre. El viejo Benigno Núñez estaba a dos semanas de cumplir 95 años y sentía su cuerpo cansado. Se los advirtió a todos en su casa. Tenía la hemoglobina en 7, sí, pero estaba bueno ya de tantas transfusiones de sangre, de las salidas agotadoras a los consultorios de los médicos. Lo mejor sería acostarse, cerrar los ojos, hundirse en el silencio triste y esperar...‘El Mono’ Núñez había decidido morir.Así se lo contaron a Gustavo Adolfo Rengifo y a Rafael Navarro, los músicos que por más de veinte años lo secundaron en el Trío Tres Generaciones, cuya postal desde 1975 —cuando fue creado— fue siempre la misma: el viejo al centro haciendo vibrar su bandola con unos dedos larguísimos, Gustavo con el tiple sentado sobre su pierna izquierda, Rafael rasgando la guitarra.Enterados de la decisión del maestro, ese día lo visitaron en la casa de Maricel, una de sus hijas, ubicada en el barrio Santa Mónica de Cali, en donde vivía desde hacía 25 años. Querían infundirle nuevos ánimos. Otras veces había funcionado. “Es que después de cada transfusión, él se sentía con energías. Como cuando pones un celular a cargar la batería”, dice hoy Gustavo, al otro lado del teléfono. Bugueño de nacimiento, vive en Bogotá y muchos lo consideran uno de los grandes tiplistas del país.Llenar de ánimo al ‘Mono’ Núñez consistía, pues, en hacer sonar los instrumentos. Hacer música. Ese sábado, al pie de su lecho, comenzaron a agitar las cuerdas en tono menor, casi en susurros. Rafael primero. Una melodía de Francisco Tárrega, otra de Fernando Sor, una más de Antonio Lauro. Eran clásicos de la guitarra. ‘El Mono’ las iba reconociendo una a una, y las nombraba en medio de un ronquidito ahogado. Cuando la guitarra calló, el maestro quiso decir más, pero no pudo: solo consiguió aplaudir tímidamente bajo las cobijas.Fue la única serenata de Tres Generaciones en la que no se escuchó la bandola del ‘Mono’. “Es que realmente para ese momento estaba preso de una gran debilidad”, reconoce Gustavo. “Entonces entendimos que quería irse, ya se sentía a paz y salvo con la vida. Nos había cumplido a todos”.***** Esa vida había comenzado un 6 de enero de 1897, en La Betulia, un rancho de techos de paja que ya no existe y que se alzaba en el corregimiento Las Playas, por entonces zona rural de Guacarí y que hoy los mapas ubican en Ginebra, en el centro del Valle. Fue allí donde lo parió doña Tránsito Moya, la mujer de Benigno Núñez Núñez, un campesino que jamás se interesó por la música y que trasladó a su familia a Palmira, en busca de tiempos de mejor cosecha, apenas seis años después del nacimiento del hijo que llevó su mismo nombre.Antes del viaje, le había entregado un regalo providencial: un acordeón, el primer acercamiento que el pequeño tuvo con la música. Elisa Mann, su madrina, se encargó de enseñarle cómo hacer sonar el aparato, el secreto que escondían ese fuelle y sus vecinas teclas blancas. Y fue, por eso mismo, la primera en advertir la vocación prematura del ahijado, que después, dichoso, recibió lecciones de José Joaquín Soto, experimentado acordeonista de Palmira. Eso le contó el propio ‘Mono’ a Octavio Marulanda, investigador musical y folclorólogo manizalita, que documentó su vida en un libro que muy pocos conservan: ‘Historia de un hombre que se convirtió en símbolo’.En esas páginas hay más pistas: tras el acordeón llegó un instrumento fabricado en guadua, parecido a una bandola, que los dedos delgadísimos del niño Benigno comenzaron a hacer sonar sin dificultad y sin maestros. Autodidacta como fue toda su vida. La del ‘Mono’ Núñez, ya lo veremos, fue una música que nunca tuvo necesidad de ir a la escuela.Así lo sorprendió la juventud. El mundo no había acabado de inventarse y era necesario recorrerlo a lomo de mula o de caballo, pues ese siglo que apenas despuntaba se negaba a salir del campo, de ese paisaje del que Benigno abrevó la savia que después reservaría para su música: el río y la montaña; la lluvia y la acequia, la flor y el verano. Corría 1908. El joven estaba ahora en Buga, a donde había viajado para cursar el bachillerato en el internado de los hermanos maristas. Para esa época, en los solares de las casas de las familias cultas de Buga lo mismo podían reunirse para aplaudir recitales de piano con notas de Beethoven o Chopin, que para celebrar fiestas a ritmo de pasillos, guabinas y bambucos. Lo entendió a tiempo ‘el Mono’, quien junto a Pedro María Becerra y Tulio ‘Pescuezo’ Gáez fundó la Estudiantina Guadalajara. A la idea se les unieron Samuel Herrera, Lisandro Rengifo, Ernesto Salcedo, Antonio José Ospina y un maestro, Manuel Salazar, que le ayudó al joven de Ginebra a perfeccionar su interpretación de la bandola. Con ese virtuosismo lo conoció Julia Lince, una jovencita altiva y dulce de la que Benigno se enamoró y a la que terminó por componerle quizá la canción más conocida de su breve repertorio: ‘María’, una gavota que nació en 1924 en los jardines y pasillos de la Hacienda El Paraíso y que ambos recorrieron siendo novios. El amor, claro, acabó convertido en matrimonio. Y tan enamorado estaba el muchacho que —según le contó a Gustavo Adolfo Rengifo muchísimos años más tarde— rechazó la oportunidad de irse a tocar junto a Pedro Morales Pino, para entonces uno de los músicos más atildados del país, que lo había invitado a hacer parte de la Estudiantina Colombia y de una gira por el Perú que comenzaba justo el bendito día en que Benigno daría el sí. De cómo se conocieron Julia y Benigno no hay muchos detalles. Eso dice Melba, pelo cano, piel blanca, palabras tímidas. Uno de los seis hijos de ese matrimonio. “Es que a mi mamá no le gustaba hablar de eso. Nosotros imaginamos que mi papá la enamoró a punta de guitarra, pero es que realmente, y aunque suene raro, la música era un tema del que poco se hablaba en la casa. Solo lo hacía mi papá”. En esa casa está sentada Melba justo ahora. Todos en Ginebra saben que está a menos de cinco minutos del casco urbano del municipio y a tres kilómetros por una carretera destapada que desemboca en el Ingenio Pichichí: la Hacienda Belén. Es una construcción colonial, que le pertenece a la familia Núñez Lince desde hace más de 120 años y en la que el artista vivió la mayor parte de su vida, incluso en los años en que se marchó para Cali. Es que a la ciudad nunca se acostumbró. La Hacienda Belén era el único lugar del mundo donde ‘el Mono’ Núñez podía poner a salvo su música. Era allí donde solía sentarse por horas a leer su pesada Biblia roja, donde leía a Silva, a Barba Jacob, a Carranza, a los ‘piedracielistas’. Donde le rezaba todas las noches el rosario a la Virgen del Socorro, la santa patrona de su vida y sus melodías.La hacienda era esa patria amable en la que estaban su bandola y también la guitarra a la que decía no haberle roto nunca una cuerda. Esa bandola, marca Miller, luce ahora iluminada bajo una ventana de pesadas maderas de una de las habitaciones más grandes de esta casa. Su hija Melba y su nieta Ángela María —que son quienes la habitan hoy— la conservan en su estuche original, depositada con el mismo esmero con que el maestro la limpiaba, a diario, sin más ayuda que un trapito ligeramente humedecido. Solo salía de ese estuche para alguna serenata y para arrullar en las noches a sus nietas Ángela María, Melba Lucía y María Virginia. Hoy las mujeres de la familia son las albaceas de la memoria del ‘Mono’ Núñez en Ginebra. Integrantes de una familia numerosa en la que se cuentan por decenas los nietos, bisnietos y tataranietos, ninguno de los cuales sin embargo heredó el talento natural del ‘Papa Mono’ —como lo llamaron sus nietos— para la música.“Yo creo que se debió a que mi mamá sufrió mucho por esa vida bohemia de mi papá”, asegura Maricel, otra de las hijas. “Él trabajó durante mucho tiempo en la agricultura, por los años en que se casó y mi mamá heredó la Hacienda Belén. Ayudó a manejar los trabajadores de los cultivos de arroz, de sorgo y de uva. Pero la música se hizo cada vez más fuerte y había épocas en las que mi papá ‘se perdía’ diez o quince días, después de que los amigos pasaran por él a invitarlo a alguna fiesta o simplemente él agarrara su caballo para irse a tocar a cualquier pueblo del Valle”. Entonces, en medio de esa situación, recuerda Melba, “y viendo que era mi mamá la que en su ausencia debía hacerse cargo de la casa y los cultivos, nosotros no podíamos ni silbar”. Es que eran otros tiempos. Eso dice Gustavo Adolfo, que escuchó por primera vez la música del ‘Mono’ a través de la emisora Voces de Occidente, en su natal Buga, y sabía por lo que contaban esas ondas hertzianas que se trataba de uno de los precursores en esta zona de Colombia de la música andina. Al maestro —dice— le correspondió “una época en la que no se concebía la música sin bohemia. Él fue el último representante de esa generación que vivía la alegría y el arrobamiento del paisaje y las montañas, y cantaba y tocaba para celebrarlo. Celebraba la vida de las casas de grandes solares, la vida cultural de los pueblos pequeños, las serenatas para las muchachas bonitas que se asomaban por las ventanas. La fuerza expresiva de su música estaba motivada por todo eso. No existía otra manera de entender el arte de la música colombiana, eso me lo dijo muchas veces”. Fue lo mismo que advirtió siendo muy niño, hace más de cincuenta años, Jesús Erney Plaza, un ginebrino que después se hizo economista y propietario de uno de los restaurantes famosos de Ginebra. “Lo usual era encontrárselo en la plaza los días de mercado, que eran los viernes y los sábados. Bajaba de la hacienda en su caballo, saludaba a la gente y después se sentaba con los amigos a conversar en el Café Popular, que por esos años quedaba frente al parque. Uno sabía que era buen músico, porque participaba en recitales y actividades culturales y uno tarareaba sus canciones. Pero para todos en realidad era un vecino más de Ginebra”. ****Lo bautizaron Concurso de Música Vernácula. Era 1974 y la idea se les ocurrió a las religiosas Virginia Lahidalga y Aura María Chávez, esta última directora del Colegio La Inmaculada Concepción, que tropezaron con la complicidad del profesor de música Luis Mario Medina.Las pretensiones no iban más allá de celebrar una semana cultural en la que sonara la ‘música de cuerda’ y la gente recordara los pasillos, guabinas y bambucos que habían hecho parte de la educación sentimental de los papás y los abuelos. Pero la cosa salió tan bien, que tres años después no solo el auditorio del colegio se quedó corto para la cantidad de asistentes que acudieron al llamado y fue necesario utilizar el coliseo Gerardo Arellano, sino que se pensó en proyectarlo para todo el país. Hacer un festival en grande. Alguien propuso cambiarle el nombre y rendirle con éste homenaje al más importante intérprete que había dado el pueblo: en 1977, pues, nació lo que todos hoy conocemos como el Festival de Música Andina Colombiana ‘Mono’ Núñez. “Mi abuelo fue el primer sorprendido”, cuenta su nieta Angélica. “Cada vez que a la Hacienda Belén venía un periodista o grupos de músicos para conocerlo, él nos preguntaba porqué lo creían tan importante, si él no había compuesto muchas canciones, si no sabía siquiera escribir música”. Tenía razón. El acervo musical del ‘Mono’ Núñez no pasa en realidad de ocho canciones. Las más conocidas son ‘María’, una gavota; ‘Talia’, una danza; y los bambucos ‘Salospe’, ‘Ana María’ y ‘Belén’. Pero su trascendencia estuvo en la calidad y virtuosismo de su interpretación, especialmente de la bandola, por lo que Gustavo Adolfo Rengifo no duda en llamarlo “un símbolo los músicos autodidactas. Su talento consistía en crear melodías que trascendían precisamente las formas de expresión de la academia”. Pero el de ‘Papá Mono’ era un talento sin vanidad. Sus hijas recuerdan el agrado con que les enseñaba a los jóvenes a sacar canciones de sus guitarras. Gustavo Adolfo recuerda más: “si de golpe no le gustaba la interpretación no decía nada, porque era un hombre muy prudente y tampoco le gustaba mostrarse como el que más sabía. Pero siempre sucedía que se iba para otro cuarto y entonces, solo, comenzaba a tocar la canción como realmente se debía. Era como si se encerrara para pedirle perdón con su guitarra a Pedro Morales Pino por la manera en que se maltrataba la canción que acababa de escuchar”. Y eso que muchos no saben, dice Melba, que “mi papá no tenía muy buena audición, era un poquito pesado de oído, pero si cantaba una mirla, él era capaz de identificar ese sonido así los demás no nos diéramos cuenta. Y eso no creo que se lo enseñen a ningún músico que pase por una universidad”.****Las cuentas le producen alegría a Bernardo Mejía, director de la Fundación Pro Música Nacional de Ginebra, Funmusica, que tiene su sede en Cali en el barrio San Fernando.Hoy, cuarenta años después de haber nacido el Festival ‘Mono’ Núñez, este espacio congrega en cinco días unas 60 mil personas que llegan de toda Colombia y le dejan al municipio en ganancias unos $3.700 millones, unas 28 agrupaciones en promedio y el interés cada vez mayor de músicos colombianos regados por el mundo que ya están pidiendo pista para hacer sonar también sus guitarras en Ginebra.Y eso nadie lo hubiese creído cuatro décadas atrás: “El festival no solo resucitó ritmos como el bambuco, que ya se escuchaba muy poco en las casas, sino que puso a la música andina colombiana y a Ginebra misma en el mapa cultural de los colombianos”, asegura Bernardo.Que el propio ‘Mono’ Núñez estuviese vivo y lúcido en su interpretación durante los primeros quince años del Festival también ayudó, cree Gustavo Adolfo. “Porque le ayudó a la gente a quitarse la idea de que la música colombiana era cosa de viejitos. De hecho, grupos como Ensamble, de Quindío, y Damabua, de Pasto, se interesaron por interpretar su música con toques más modernos”. Entonces, con casi 95 años a cuestas y con la felicidad merecida de toda una vida dedicada a la música, era comprensible que el viejo Benigno hubiera decidido acostarse para esperar a la muerte. No se había equivocado: a la 1:20 de la tarde del 31 de diciembre de 1991, solo cinco días después de la última serenata que recibió de regalo, se apagaba el corazón de uno de las grandes intérpretes de la música andina colombiana. Ya estaba a paz y salvo con la vida, ya nos había cumplido a todos.

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