El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Cultura

Artículo

Miguel Torres, un profesional del teatro con alma de escritor, habla de su nuevo libro

Es curioso: cuando publica lo llaman dramaturgo. Cuando dirige lo llaman novelista. Pero él solo quiere escribir. Se llama Miguel Torres, es bogotano, y acaba de presentar ‘El incendio de abril’.

13 de noviembre de 2012 Por: Catalina Villa | Editora de GACETA

Es curioso: cuando publica lo llaman dramaturgo. Cuando dirige lo llaman novelista. Pero él solo quiere escribir. Se llama Miguel Torres, es bogotano, y acaba de presentar ‘El incendio de abril’.

Son las 4 menos cuarto y una odiosa llovizna cae como una baba sobre esta ciudad de hielo. Me bajo del taxi. Busco el número 51A-81. Timbro el citófono. Subo cinco pisos. Entonces se abre la puerta. Hay una mesa con libros, una repisa con fotos, un sofá con un gato y, me temo, un escritor al que no le gustan las entrevistas. Eso me había dicho por teléfono semanas atrás. Y le creí. No hay un muchas declaraciones suyas por ahí, flotando en Google, que demuestren lo contrario. No es del tipo de andar dando consejos ni conceptos, de pontificar, de presumir con un “yo pienso que”. Oficio de soberbios, diría Leila Guerriero.Un pudor bobo, se excusa él. Pero finalmente aceptó. Se lo sugirieron en la editorial. Así que estos días los ha dedicado a eso que no le gusta: a disfrazar un poco la voz para que suene bien, para que sea audible ante el micrófono. Un noticiero aquí, un diario allá… Se llama Miguel Torres, es dramaturgo y acaba de publicar ‘El incendio de abril’.—¿Café?, me ofrece.—Café, acepto.Pelo blanco, fornido, altísimo. Intuyo que debió haber sido un tremendo actor. Las fotos dispersas en su biblioteca también lo delatan: gestos, poses, miradas, risas… “Lo fue”, me dijo días después Patricia Ariza, una de las actrices fundadoras del grupo La Candelaria, quien lo vio actuar por primera vez en ‘La evasión’, en una época de bohemia incurable en la que hacía montajes en los sótanos de la Avenida Jiménez. Desde entonces quedó conmovida: “Fue una actuación estremecedora”. Pero la actuación, con el tiempo, devino en la dirección de teatro. Y la dirección en dramaturgia. Miguel Torres es reconocido como unos de los fundadores del movimiento teatral en Colombia, siguiéndoles los pasos, ahí, cerquita, a Santiago García y Enrique Buenaventura, pioneros del oficio en el país. Fue integrante de la Casa de la Cultura.Fue uno de los fundadores del Teatro La Candelaria junto al mismo García, a Patricia Ariza, a Eddy Armando. Años más tarde crearía su propio grupo. 1970, El Local. Incrustado en la calle 11 con segunda, el espacio terminó siendo un punto de encuentro obligado con los personajes de Bertolt Brecht y de García Lorca. De Rafael Alberti y de García Márquez. De Kafka. Que levante la mano el bogotano que no recuerde ese montaje sublime que fue ‘la Cándida Eréndira’.Para entonces solo faltaba lo infaltable: una obra propia. Y esta llegó con las tanquetas que asaltaron el Palacio de Justicia en 1985. Con sus muertos y sus desaparecidos. Con ese holocausto que varias generaciones vimos en directo por televisión. ‘La Siempreviva’, así se llama la obra —que es la historia de Julieta, una de las desaparecidas—, sacudió al público (decir que lo hizo llorar sería más preciso) por la manera sutil como sus personajes, encerrados en una casa, pasaban de ser caricaturas colombianas a convertirse en estremecedores retratos humanos.Lo dice Ricardo Silva Romero, escritor bogotano que ha seguido de cerca la obra de Torres: “La Siempreviva es una alegoría delicada que resume lo que ha estado pasando en Colombia: una casa cercada por lo que sucedió y por lo que sucede”. Hoy, en los inventarios del teatro colombiano, ‘La Siempreviva’ figura entre las obras más importantes del Siglo XX en Colombia. *** El humo de su cigarrillo se dispersa por el ventanal enorme que es del ancho de toda la sala y por el que se ve una porción de esa Bogotá que ha inspirado a Miguel Torres. La de la izquierda y la de los militares; la de los carros bomba de los años 90. La de la aristocracia del norte y la de los inquilinatos del centro. La del Bogotazo.Cuando mataron a Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, Torres tenía 6 años. Hay en su mente recuerdos difusos: gente corriendo, caballos en las calles, lluvia. Y sobre todo lo demás, oscuridad. “Tengo unas visiones muy remotas de esa noche. Pero a través del tiempo lo que uno hace es reconstruir sus recuerdos de una manera imaginada y eso pasa a hacer parte de la realidad. Tanto que hay un momento en que uno no sabe si lo que está recordando es real, o es imaginado”, dice.De esa memoria imaginada nació ‘El crimen del siglo’, la novela sobre el asesinato de Gaitán. Fue una sorpresa editorial en el 2006. Una novela en la que su autor se atrevió a contar la historia no como sucedió, sino como pudo haber sucedido, convencido de que “la ficción literaria arroja luces reveladoras que hacen que el lector mire un hecho real de una manera distinta”.A lo largo de su vida, a modo de intermedio entre las escenas y los montajes, a modo de pausa entre las cuentas sin pagar y los aplausos, Torres se ha refugiado una y otra vez en el oficio de novelista para huir de las afugias propias del teatro, como si quisiera dejar caer el telón de una vez por todas. “Yo empecé a escribir muy joven”, cuenta ahora con su voz apacible después de un sorbo largo de café. “A veces me he lamentado de no haber seguido escribiendo en vez de haber hecho teatro, pero me parece que es una gran ingratitud de parte mía porque el teatro lo he disfrutado mucho. Además, mucha de mi formación como narrador viene del teatro”.El escritor Guido Tamayo está de acuerdo con eso, con la fuerza dialógica de sus escritos. “Torres pone capítulos enteros en escena, los monta y los dinamiza sobre las páginas como sobre un escenario. La fuerza y la capacidad reveladora de sus diálogos solo es posible por su larga y sesuda experiencia teatral”. Y ‘El crimen del Siglo’ es un poco eso, la puesta en escena de esa tragedia que partió en dos la historia del país. Es, también, la puesta en escena del fracaso. La historia de ese hombre débil, bueno-para-nada, que desde el principio fue señalado como el culpable. Una sentencia que quedó esculpida con cincel en la pared de la historia. Y de la que Torres se atrevió a dudar. “Cuando yo comencé a escribir la novela, lo hice con el convencimiento de que Roa Sierra era el asesino”, dice. Pero esa imagen le duró poco. A lo sumo 50 o 60 páginas. Porque el Roa Sierra que reconstruyó en la novela no le dio para asesino. ¿Qué hacer? ¿Cómo inventarse al que sí lo mató? “Fue un punto de quiebre en la novela”, confiesa Torres. Entonces no tuvo otra opción que contar su versión de la historia al convertir a Roa Sierra en una especie de héroe trágico que renuncia al crimen, pero a quien el destino, “las fuerzas ciegas de la adversidad”, lo llevan otra vez hacia él, sin escapatoria posible.Es allí cuando aparecen los complots de la CIA y de la KGB. Del FBI. Las conspiraciones. Los dos tipos que surgen de la nada en el carro y que recogen a Roa Sierra para que cometa el asesinato aunque nunca lo veamos en el lugar del crimen. Porque no hay descripción del crimen. Porque los disparos se oyen a lo lejos. Entonces todos empezamos a dudar de la versión de los hechos que la historia se empeñó en contarnos. Y creemos en esta versión. Un día cualquiera, en esta misma sala de su casa en la que estamos ahora, Torres recibió una llamada. Querían felicitarlo por su libro. Querían invitarlo a que presentara esa documentación precisa, concreta, que tenía sobre el asesinato de Gaitán. Querían agradecerle que, por fin, alguien había desenmarañado ese asunto de las conspiraciones. Torres, claro, no tuvo más que echarse a reír. Están llamando al tipo equivocado, les dijo. Porque no es tarea del novelista contar la historia. No. Quizás tenga razón Juan Gabriel Vásquez cuando dice que ‘El crimen del siglo’ es una lección para aquellos novelistas colombianos que se han contentado con repetir, en clave de ficción, lo que ya sabíamos en clave de historia. “Sin lo que nos cuenta esta novela, sin esas 350 páginas que pasamos en compañía de Roa Sierra, seríamos más pobres”, escribe el bogotano.*** “Es curioso”, dice Miguel Torres después de encender su segundo cigarrillo. “Todos estos días que me han pedido entrevistas para hablar de ‘El incendio de abril’ he termino irremediablemente hablando del ‘Crimen’… Quizás sea porque justamente usted ha dicho que ambas hacen parte de una trilogía…Es cierto. Pero fíjate que cuando empecé a escribir ‘El Crimen del Siglo’ nunca lo hice con esa intención. La escribí como una novela independiente y única. Sin embargo, cuando terminé de escribirla, me percaté de que ella finaliza con el crimen de Gaitán, y no había podido contar qué fue lo que realmente pasó el 9 de abril, cómo fue esa catástrofe, los incendios, los combates en las calles, la oscuridad. Era un infierno, Bogotá. Y yo sentí la necesidad de contarlo. Contarlo a través de los ojos de la gente que realmente padeció ese infierno… Claro. Entre los documentos más valiosos que recopilé para ‘El crimen’ estaban las declaraciones que habían dado los familiares de Roa ante las autoridades. Hablaba la madre, las hermanas, la viuda de Roa. Una decía que estaba planchando, la otra que le había dado un vaso con agua, y así, hay toda una mitología de lo que cada bogotano estaba haciendo en el momento en que mataron a Gaitán. Entonces me pareció que una narración polifónica era la mejor forma de contar cómo sucedieron los hechos. Lo que vivió el taxista, lo que vivió el periodista, el zapatero, la tendera, el billarista... Porque las grandes tragedias se desgranan siempre en pequeñas tragedias.Son una especie de monólogos, de relatos de corto aliento, muchos de ellos de las clases populares...Toda la novela está escrita en primera persona. Me parece que esos testimonios me permitían encadenar cada historia con el gran tema del asesinato y con ese incendio de abril en que se convirtió toda Bogotá. Y están todos los estratos sociales y las profesiones, porque fue un evento que nos afectó a todos.Llega la noche y con ella Ana Barbusse, una mujer que en medio de la confusión, del caos, sale en busca de su marido, como tantos bogotanos de hecho lo hicieron en busca de sus familiares. ¿Cómo surge ese personaje?Yo tenía unos apuntes para una novela que se llama ‘El infierno de Barbusse’ (un juego de palabras por la novela de Henri Barbusse) y entonces pensé que allí había un personaje perfecto para narrar cómo fue esa noche espeluznante en la que los ciudadanos salían con la esperanza de encontrar a sus seres queridos de quienes temían lo peor después de que la turba enardecida había arrasado con todo. Para entonces había encontrado un mapa de los incendios, y la puse a ella a recorrer esa ciudad sitiada por el fuego. Por la Avenida Jiménez, la Décima, San Victorino... Al final, ese recorrido me permitió mostrar los combates en medio de los francotiradores, los tanques del ejército, la sangre en los andenes, los muertos en las calles, eso que suele llamarse dantesco. El último capítulo, que se desarrolla en el Norte de Bogotá, es curioso: un grupo de la alta sociedad se refugia en una casa abandonada, temiendo las represalias de la turba. Eso, inevitablemente, nos lleva de regreso a ‘La Siempreviva’...La imagen surgió de una historia real que me contó una amiga. A ella, su abuelo los había dejado abandonados en su casa para irse a refugiar en una casa abandonada, temiendo por su vida. Yo tomé la imagen para crear esa escena en que, poco a poco, van llegando familias enteras a refugiarse allí. Es la alta sociedad bogotana presa de su temor. Presos, quizás, de esa desconfianza entre unos y otros que ha reinado en Colombia en los últimos 200 años. Ricardo Silva lo resume así: “Después del ‘Bogotazo’ y del Palacio de Justicia, la gente, usted y yo, llegó a la conclusión de que no puede acudir a nadie, y que lo mejor es encerrarse a vivir”. *** Son casi las seis. Fin del tercer cigarillo. No hay más café. Humo, el gato, se reacomoda en el sofá. Ahora una sonrisa encedida se dibuja en el rostro de este escritor al que no le gustan las entrevistas. Salgo en busca de un taxi. No tengo paraguas... Pero, qué más da una insulsa llovizna luego de una tarde en el incendio de abril.

AHORA EN Cultura