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El maestro Orlando Cajamarca, director del Teatro Esquina Latina. | Foto: Giancarlo Manzano / El País

Opinión: Las artes no pueden entrar en el juego del ‘capitalismo salvaje’

Orlando Cajamarca, director del Teatro Esquina Latina, sostiene que las artes deben ser protegidas sin ser intervenidas.

5 de julio de 2017 Por:  Orlando Cajamarca

Hablar del estado actual del teatro en Cali es hablar de sus escuelas; de los grupos teatrales, si es que todavía se puede hablar del modelo grupal, tal y como lo concibió el ‘Nuevo teatro colombiano’ en la década del 70; o de su estética; del público, o de su sostenibilidad; de tal suerte que para efectos de este breve artículo me voy a referir solo a esto último dado que es la sostenibilidad la que determina en gran medida la calidad artística.

Hace algunos días se realizó en la ciudad un evento denominado ‘Se pude vivir del arte’, pregunta muy pertinente para indagar en el mismo sentido si se pude vivir del teatro.
Es claro que se puede vivir de cualquier profesión, arte u oficio que se emprenda con creatividad, perseverancia y disciplina; para el caso particular de la artes, en muchos casos no es suficiente que se cumplan estas condiciones, y para el teatro como práctica que se constituye en la relación escena-público, a diferencia de otras artes, requiere del concurso de un equipo mínimo de personas para consumarse como hecho estético, lo que hace que su financiamiento y sostenibilidad sea una preocupación constante.

Mucha agua ha pasado por debajo del puente desde el siglo XVI, cuando Comedia del Arte inauguró un modelo de arreglo que dio origen a la compañía teatral donde los actores repartían las ganancias recogidas. Posteriormente, el teatro isabelino, de gran auge, aceptación y consumo popular, aplaudido en privado por los cortesanos y rechazado en público, donde los “cómicos de la legua” —llamados así pues debían estar a una legua de las buenas costumbres— crean una economía marginal pero autosuficiente, hasta el nacimiento de lo que hoy llamamos el drama burgués o teatro ilustrado y el melodrama, que hacen crecer la popularidad del teatro en el sentido de su “consumo”.

Es la Revolución Francesa la que le da carta de ciudadanía al teatro, al declarar a los actores ciudadanos, en medio de una confrontación aún vigente entre la emergente burguesía y la nueva clase trabajadora.

Hasta hace unas décadas en Cali, quienes se dedicaban al teatro eran en su mayoría estudiantes universitarios aspirantes a pregrado en áreas disímiles, muchas de ellas ajenas al teatro y a las humanidades, cuando en los espacios universitarios el teatro se presentaba como una fuente abierta de agua cristalina que corría a los pies de toda la comunidad universitaria e invitaba sin distingos a sumergir al menos los pies para refrescar el tiempo libre extracurricular, y donde muchos se sumergieron, primero los tobillos y luego el cuerpo entero; lo que significó hasta los años setenta que el mayor empuje de la dramaturgia y de la actividad teatral viniera de los grupos estudiantiles que itineraban por los escenarios de otras universidades y participaban activamente en festivales.

Esa tendencia fue cambiando paulatinamente, y con la apertura de las escuelas de teatro de nivel superior, el teatro se fue “profesionalizando”.
Hay que advertir que la apertura de estas escuelas en el país no obedeció a una decisión de los creadores teatrales sino a coyunturas internacionales, a exigencias del mercado que, como es su forma de operar, para este caso combinó varios factores confluyentes: por un lado la necesidad de validar y reconocer la trayectoria de algunos creadores —como sucedió en el caso particular de la Escuela de Teatro en Cali, con Enrique Buenaventura, y la Escuela de Arte Dramático de Bogotá, con Santiago García—.

Por otro lado, la necesidad de institucionalizar una práctica que día a día ganaba más adeptos en una modernidad que revaluaba el espectáculo y lo elevaba a la calidad de industria y que, para efectos de la competitividad, requería de pergaminos, avales, títulos, homologaciones y certificaciones para consolidar estadísticas y mejorar estándares previamente diseñados a nivel internacional para medir índices de desarrollo y crecimiento que requieren los gobiernos para estar a tono con la leyes de la modernidad y de los mercados, como impone el neoliberalismo, en lo que hoy denomina economía naranja.

Para nuestro caso local y atendiendo al juego dialéctico de los acontecimientos, esto ha sido, digámoslo con beneficio de inventario, de alguna manera positivo, por cuanto le ha dado cierta prestancia y reconocimiento formal a la actividad, cambiándole su carácter de “oficio” a profesión pero, por el otro lado, esto no ha contribuido notoriamente a la mejorar de las condiciones, pues el “mercado laboral de lo teatral” no estaba preparado ni creado para asimilar los cada vez más crecientes contingentes de artistas con cartón.

En este país la profesión y por ende el mercado laboral en el campo de lo teatral sigue siendo inestable, frágil, precario, incierto y no resuelve lo que busca toda profesión: la dignificación de la actividad. Esto desde luego, es un problema estructural que atañe a muchas otras profesiones distintas al teatro.

En Cali la actividad teatral en su grueso caudal se financia con distintos grados de eficacia, eficiencia y efectividad con recursos del erario a través de apoyos puntuales provenientes de políticas culturales, premios, becas, estímulos y apoyos al edificio teatral. Sin embargo, principalmente se financia gracias a la autoexplotación que deviene de la mística, la vocación, la soldadura ideológica y del amor al arte, que se imponen los creadores que se juntan en proyectos mutuales y cooperativos, y en los cada vez más escasos grupos teatrales estables —una especie de dinosaurios en vías de extinción—, que amén de echarse encima su propia manutención le suman la de mantener abierto un espacio de representación.

También un número muy escaso de comediantes realizan contratos temporales, en producciones cinematográficas o de televisión o en shows teatrales de pequeño formato ligados a la industria del entretenimiento y en otros contados casos a lo que denominan teatro empresarial. De otra parte han surgido en los últimos 20 años experiencias paradigmáticas, como el teatro comunitario de carácter aficionado, en muchas comunas de Cali ligados grupos teatrales estables de la ciudad con los que gestiona mancomunadamente sus sostenimiento.

Los procesos culturales sostenidos y arraigados en las comunidades alfabetizan la percepción, estimulan, preparan y disponen a la ciudadanía para un adecuado “consumo” cultural, amén de habilitarla para ser anfitriona y receptora de disímiles propuestas y experiencias.
Cali tiene vocación teatral lo demuestra su permanente actividad y como toda ciudad moderna o que pretenda serlo, no puede encasillarse ni en un género musical, ni literario, ni escénico, debe ser abierta cosmopolita y entender además que los hechos artísticos y los procesos culturales, no pueden ser reducidos a simples mercancías y deben ser fomentados por políticas culturales públicas concertadas con el sector, pues solo esto garantiza su sostenibilidad y reafirma el principio liberal de toda política cultural dentro del marco de una democracia participativa: apoyar sin intervenir.

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