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La historia de dos niños invidentes que promueven la lectura en Cali

Lina María Ceballos y Samuel Naranjo decidieron convertirse en promotores de lectura de la Biblioteca Departamental para trasmitir su amor por la palabra a otros jóvenes. No lo hacen, sin embargo, con textos que cualquiera de nosotros podría leer. Ellos son invidentes y se valen del único lenguaje que tienen a su alcance: el braille.

15 de marzo de 2015 Por: Lucy Lorena Libreros l Periodista de GACETA

Lina María Ceballos y Samuel Naranjo decidieron convertirse en promotores de lectura de la Biblioteca Departamental para trasmitir su amor por la palabra a otros jóvenes. No lo hacen, sin embargo, con textos que cualquiera de nosotros podría leer. Ellos son invidentes y se valen del único lenguaje que tienen a su alcance: el braille.

Y de pronto el salón se quedó a oscuras. Apenas si habían transcurrido diez minutos desde el comienzo de la lectura en voz alta, programada esa tarde de viernes en la Sala Infantil del segundo piso de la Biblioteca Departamental, cuando un corte abrupto de energía silenció el micrófono y apagó las lámparas del techo. Todos lo notaron enseguida. Todos, menos Lina María Ceballos, que continuó leyéndoles a los niños y padres convocados aquel día como había aprendido a hacerlo desde muy pequeña: en braille. Que el lugar en el que lee no esté iluminado no es, pues, motivo de angustia. Ella, de 9 años, comprendió desde hace rato que sus dedos podían reemplazar hábilmente a ese par de ojos que se quedaron a oscuras para siempre por un cáncer de córnea. Lina, desde entonces, lee con las manos.Fue la misma lección que aprendió Samuel Naranjo, un chico de 13 que siendo un bebé fue diagnosticado con una esclerocórnea bilateral derecha, enfermedad que al comienzo le permitió una baja visión en su ojo izquierdo. Con ella pudo aprender a distinguir los colores. Aprender qué era cuadrado y qué redondo. Una ilusión que sin embargo se fue haciendo mínima. Nula. Un día Samuel simplemente no volvió a ver más. Sentado junto a Lina, el adolescente tampoco advirtió que por minutos en el mundo de los demás —como en el suyo— se había hecho de noche.Tal vez porque el salón, colmado con unas 50 personas, continuó en completo silencio, con la atención intacta de aquel público improvisado que los seguía con oídos benévolos desde que los dos abrieron sus libros y comenzaron a sentir con sus yemas los seis punticos que sostienen al sistema braille. Punticos que forman figuras que los invidentes convierten primero en letras y números y después en palabras y oraciones.Ambos leían poemas del escritor boyacense Jairo Aníbal Niño, uno de los pocos autores de literatura infantil que ha sido llevado al braille. Leían versos poderosos como estos, que los dos prepararon durante casi una semana: — ¿Me haces un favor?—¿Qué clase de favor?—¿Quieres tenerme mis avioncitos durante todo el recreo?—¿Durante todo el recreo?—Sí, es que tú eres mi cielo…Lo que ocurre aquí es una jornada más de El Lector Invitado, programa internacional de promoción de lectura de origen francés, adoptado por la Biblioteca Departamental Jorge Garcés Borrero. El asunto es sencillo: consiste en invitar a lectores espontáneos, gente de la propia comunidad deseosa de compartir su amor por la palabra.Julián Pérez, promotor de lectura de la biblioteca, pensó que el programa este año podría tener mayor acogida, mayor impacto, si los lectores invitados eran un par de chicos con discapacidad visual, visitantes frecuentes de la Sala Hellen Keller, creada por la Departamental hace ya dos décadas para ayudar a personas con limitaciones visuales y auditivas. “Imagínese el mensaje que eso le manda a la sociedad”, reflexionó Julián. “Si sienten apego a la lectura personas como ellos, que tienen que aprender un lenguaje propio para poder leer, ¿por qué no pueden lograrlo niños sin ningún tipo de limitación física?”. No estaba equivocado. Esa tarde del viernes 27 de febrero quienes escucharon leer de viva voz a Samuel y Lina María, niños y adultos, comenzaron a preguntarles —a preguntarse— cómo inició en ellos su amor por los libros, en qué momento lo hacían, ¿leían tal vez con mamá o con papá?, cómo lograban recrear historias en su mente cuando no podían distinguir, como cualquier otro muchacho, el día de la noche, el rojo del azul, la forma de los avioncitos de un amigo durante el recreo. El pequeño José Luis, uno de los niños invitados a esta jornada, preguntó intrigado si acaso los dos chicos que tenía enfrente se habían aprendido de memoria los textos que narraban. Porque cómo era posible, se decía, que Lina y Samuel leyeran siguiendo un papel absolutamente en blanco, sin letras, solo agujereado por puntos.Samuel le explicó entonces que se trataba del braille. Y que eso era simplemente otro lenguaje, otra manera de escribir, de leer, de sumar, de restar. Que gracias a este había aprendido a disfrutar las historias de misterio, su género favorito y a “escribir poemitas que nadie lee”. Que quizá la diferencia —la única— estaba en que él se demoraba un poco más en lograr todo eso, “porque hacer esos punticos es lento, a veces me canso”, contaba.Enterados del ‘método’, otros chiquillos intentaron leer de la misma manera. “Y lo que sucedió fue muy emotivo, porque los niños se colocaban los libros de braille en el regazo e intentaban leerlos cerrando los ojos. Fue algo instintivo, nadie les dijo que lo hicieran de esa forma. Fue no solo entonces una lección de amor por la lectura, sino también de tolerancia, de entender la diferencia del otro”, dice Julián. Lo sintió así la mamá de Lina, Carolina Ochoa, que veía con ojos emocionados desde un costado del salón lo que la voz de su hija había conseguido esa tarde: que un puñado de pequeños, algunos incluso menores que ella, le dedicaran —dichosos— más de una hora a la lectura, más que eso a la poesía, género que se cree falsamente más cercano a los afectos de los viejos, de los abuelos, que a los de estas nuevas generaciones. “Lina quedó ciega a los dos meses de nacida —cuenta Carolina—, pero desde que aprendió el braille quiso también leer solita. Que no fuera yo quien le contara las historias. Yo la admiro porque aprender braille no es fácil. Es un ejercicio que implica memorizar muchos códigos”. Ella misma tuvo que hacerlo para ayudar a su hija en la vida, en sus tareas, para que no se sintiera a tientas por el mundo. Aprender que el braille, por ejemplo, se escribe de derecha a izquierda. Y que es largo: “por una página en tinta son tres o cuatro de braille”. Aprender además que, en su caso, su labor de mamá incluía ‘alfabetizar’ a los profesores del colegio del barrio Floralia donde Lina estudia cuarto de primaria y es la primera de su clase. “Demostrarles que ella no es una carga por su falta de visión. Que Lina puede aprender al mismo ritmo de los demás. Solo que distinto. Que ella no se vale de un lápiz para escribir letras sino de un punzón para agujerear el papel”. Y esa tarea es a ratos ingrata. Lo ha comprobado Patricia Ríos, mamá de Samuel, que ve con tristeza cómo aún en muchas instituciones a niños como el suyo les cierran las puertas por su discapacidad. “Hace poco me pasó. Samuel quería tomar clases de violín, pero en el Conservatorio me dijeron que no tenían un ‘método’ especial para enseñarle a un niño como él. Como si mi hijo necesitara un método. Él puede aprender como todos los demás”.Pasa en la música y también en la literatura. Mientras la sala Infantil de la Biblioteca Departamental dispone de ocho mil títulos para disfrute de niños con visión normal, en la sala Hellen Keller no pasan de 30. “Nuestra sociedad —piensa Julián— sigue siendo muy excluyente”. Pero puede cambiar, claro. Para eso está la palabra. Las palabras bien leídas de Samuel y de Lina.

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