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Historia de un sueño americano

No importa si somos pro ‘yanquis’ o anti imperialistas, todos los latinos hemos tenido alguna relación con Estados Unidos. Pues bien, los editores Diego Fonseca y Aileen El-Kadi se dieron a la tarea de descubrir esas historias en ‘Sam no es mi tío’, un libro compuesto por 24 crónicas migrantes y un sueño americano. Esta es una de ellas.

9 de julio de 2012 Por: Elpais.com.co | Gaceta - Santiago Roncagliolo

No importa si somos pro ‘yanquis’ o anti imperialistas, todos los latinos hemos tenido alguna relación con Estados Unidos. Pues bien, los editores Diego Fonseca y Aileen El-Kadi se dieron a la tarea de descubrir esas historias en ‘Sam no es mi tío’, un libro compuesto por 24 crónicas migrantes y un sueño americano. Esta es una de ellas.

A las siete y media de la mañana, ya hay cuarenta personas en la cola, alineadas entre el carro de combate y el patrullero asignado por España para garantizar la seguridad del consulado. De las cuarenta caras de aburrimiento y sueño, tres son negras, dos son orientales, seis son árabes y hay algunas muy rubias, pero con el rubio apagado y descolorido de Europa del Este, ese rubio antiguo y pobre. Las demás son blancas, algunas incluso españolas, o de esas razas indefinidas que salpican Sudamérica como grumos de leche en polvo sobre la superficie del café.—Hemos debido llegar antes.—Te has debido levantar antes.Paula es rubia pero quiere ser negra. Tiene culo de negra. Tiene el pelo rizado de una mulata brasileña, que cuida con productos que no se consiguen en España, productos que le manda su madre y que llevan etiquetas con palabras como Beleza Sensualidade y fotos de morenas regordetas. En España, siempre le preguntan si su pelo es natural. Siempre le preguntan si es italiana. A mí me preguntan si soy argentino. Cuando respondo que soy peruano, me dicen: “¡Pero no pareces!” Creo que lo dicen como un elogio, de buena onda.A las ocho, se acerca a nosotros el vigilante de la puerta. Lleva anotados nuestros nombres y los verifica con nuestros pasaportes. Nos pide que nos peguemos a la pared. Los fusiles de los militares españoles no nos apuntan. Tampoco el revólver del vigilante, mientras sigue revisando las identidades de la fila.—Trajiste la invitación de la universidad. ¿Verdad? — pregunto.Paula me la muestra. La carta dice que Paula participará en un congreso de escritoras de la Universidad de Nueva York y que yo viajaré con ella. En el segundo párrafo, da el nombre del grupo de trabajo en que estará inscrita Paula.—“Grupo de trabajo”. Mierda.—¿Qué pasa?—Van a pensar que estás yendo a trabajar.—Es sólo un congreso. Son seis días.—Ya. Pero éstos son funcionarios…—¿Prefieres que no mostremos la carta?—No tienen que pensar. Si dice trabajo, es trabajo.—¿Prefieres que no mostremos la carta?—Muéstrala. Yo pondré en mi formulario que voy por turismo.Lo digo de mal humor. No estoy molesto con ella. Sólo estoy de mal humor.—¿Por qué te enojas? —pregunta ella.—No estoy enojado.Saco el formulario de solicitud y busco el apartado de motivos del viaje, que está justo antes de la serie de preguntas: “¿Ha participado usted en el genocidio nazi?”, “¿Ha sufrido desórdenes mentales o drogadicción?”, “¿Planea entrar en los Estados Unidos para participar en violaciones, atentados terroristas o alguna otra actividad ilegal?”. Escribo tourism.Delante de nosotros, un grupo de mexicanos engorda. Cuando llegamos eran tres. Ahora son seis y está llegando otro, que se incorpora a la fila con sus amigos.Son las nueve y media. Hace mucho calor. Les pido que respeten el orden de llegada. Amablemente, me piden disculpas, pero no se mueven. No sea malito, me dicen. Soy muy malo.Me acerco al vigilante para que ponga orden. El vigilante está en el interior de la cabina antibalas de la entrada. La tabla en que anota la asistencia está apoyada contra la ventana. Puedo ver el reverso de la tabla. Lleva pegado un cartelito que dice:NO ME CUENTES TU VIDA.Yo sé que es muy triste.Todos tenemos historias tristes.¿Que no ves que no me interesa?Regreso a mi sitio sin decir nada. Los mexicanos agradecen mi complicidad. Les dedico una sonrisa llena de sudor e hipocresía.Son las diez y media cuando sale el vigilante y abre la puerta para las siguientes diez personas. A pesar de los mexicanos, el turno nos alcanza. El vigilante me revisa, me palpa y me quita la mochila. Hace lo mismo con Paula. Y entramos en territorio de los Estados Unidos de América.El territorio americano se compone de: 1) cabina de vigilancia, 2) vigilante de la cabina, 3) alfombra con el águila de los Estados Unidos, 4) puerta blindada, 5) salón de espera (porque aún no termina la espera). Tomamos nuestro sitio en la siguiente cola. Me coloco yo primero. Paula me mira con fastidio. Le pregunto:—¿Qué pasa?—Nada.Nada. Odio cuando las mujeres dicen nada. Te miran como si fueran a degollarte y te dicen nada. Entonces vuelves a preguntarles qué pasa y se enojan porque no lo sabes. O dices bueno y se enojan porque no has vuelto a preguntarles. O no haces nada y se enojan porque no haces nada. Tenemos una amiga andaluza que dice: cuando estés furiosa y tu novio finja no saber por qué, díselo. No está fingiendo. Realmente no se ha enterado de lo que te pasa, porque es un idiota.Todos somos igual de idiotas. No es mi exclusividad.—¿Estás molesta porque me he puesto delante de ti?—No es eso. No es de ahora. Estoy molesta porque nunca piensas en mí.En la sala de espera hay dos grupos. Los norteamericanos esperan sentados. Son unos doce y los atienden en cinco ventanillas. Los extranjeros tenemos asientos también, pero no cabemos todos. Somos más de ciento cincuenta y nos atienden en tres ventanillas. No hay ventanas. Sólo tres cristales empotrados en el muro. Detrás de los cristales hay una bandera de estrellas y franjas y tres funcionarios que rotan. No podemos tocarlos. Hay un muro antibalas entre nosotros y ellos. Abro el libro que he traído.—¿Vas a leer? —pregunta Paula.—No.Cierro el libro. Es un libro de Roth sobre un hombre al que le han extirpado la próstata que habla sobre otro hombre que toma Viagra para acostarse con una mujer treinta años menor que se ha divorciado de un veterano de guerra que ha asesinado a sus hijos. Estoy en América. Y no quiero pelear con Paula.Hemos peleado cada día de las tres semanas que tarda la cita para pedir la visa. La última vez fue hace dos días. Vine al consulado a preguntar si no importa que mi permiso de residencia español esté en renovación. El trámite dura ocho meses, y cuando te la conceden, ya tienes que renovarlo de nuevo. Pero tengo un papel que certifica que estoy en trámite. Siempre estoy en trámite. Quería saber si podía pedir la visa con ese certificado.En el consulado me dijeron que para cualquier pregunta tenía que llamar por teléfono a una línea de cobro revertido. Que no podía dirigirme a ningún ser humano para pedirle información. Me dieron un papel con las instrucciones, un papel que yo ya tenía. Volví a casa y llamé al número del papel. Una grabación me repitió durante seis minutos pagados por mí todas las cosas que decía el papel. Cuando al fin hablé con una persona, me dijo que ella sólo podía fijar una cita. Toda la información necesaria está en el papel o en la grabación, dijo.Después fui a pagar la tasa para pedir la visa. Cien dólares o euros por persona, según qué moneda esté más cara. Así me explicaron en el banco. Tenía que darles los números de nuestros pasaportes. Sólo después de pagar los cien dólares, me di cuenta de que Paula me había dado un pasaporte vencido.De vuelta en casa, arrojé su pasaporte en una mesa.—¡Acabamos de tirar a la basura cien euros porque guardas un pasaporte vencido!—Tengo que guardarlo porque ahí está mi visa anterior. Hemos tirado los euros a la basura porque tú no te enteras.—¡Yo no me tengo que enterar de TUS putos papeles!—Llevaremos los dos pasaportes. Podemos explicarlo.—Ojalá me lo puedas explicar a mí cuando no lleguemos a fin de mes. Porque en esta casa, con cien dólares se come dos semanas.Luego me encerré de un portazo en mi estudio. Casi no hemos hablado en dos días. Por las noches, escribo hasta tarde para llegar a la cama cuando ella esté durmiendo. Pero hoy ya no quiero pelear más. Tomo conciencia de que son las once y aún no he desayunado. Me suena el estómago. Abrazo a Paula: Necesitamos unas vacaciones. Diez días en Nueva York. Con alojamiento gratis en Manhattan.La beso. Ella se resiste, pero cede cuando le recuerdo nuestro apartamento en Manhattan. Nos lo va a prestar Carlo. Carlo se fue a Los Ángeles tres años antes de venirme yo a España, con un contrato de trabajo para enseñar español en una universidad mientras hacía una maestría. Ahí se empezó a convertir en un genio de la burocracia académica. Consiguió una beca, y luego un traslado de beca a la Universidad de Nueva York, y luego la dirección de un programa de estudios de español para los estudiantes que le valió un viaje a Madrid con todo pagado y sin nada que hacer. Aquí nos reencontramos y nos pusimos al día en materia de cervezas.Carlo decía que sangraría a los contribuyentes americanos mientras tuviese alma en el cuerpo y que para sacarlo de Nueva York tendrían que usar un revólver. Su único día de trabajo en dos meses en Madrid fue cuando los estudiantes se asustaron por unas manifestaciones contra la guerra. Los estudiantes creían que los españoles los odiaban. Carlo trató de explicarles que no era contra ellos sino contra el presidente. Pero ellos no entendían la diferencia. El presidente es América. América somos nosotros.América son ellos. Carlo estaría de viaje en Perú durante nuestra estancia en Nueva York y nos dejaría las llaves de su apartamento en Manhattan.—Necesitamos relajarnos, ¿no? —dice Paula.—La incertidumbre nos pone de mal humor. Al regreso buscaremos trabajos más estables. Pero hasta entonces, la pasaremos bien.Paula mete su lengua en mi boca. La beso con los ojos abiertos. Sobre los asientos para extranjeros, hay un televisor mudo que pasa todo el tiempo imágenes de CNN. Aparece Bush en Senegal, ante la puerta por la que salían los esclavos africanos hacia las colonias. Recuerdo cuando yo trabajaba en el Ministerio del Interior en Perú. Una vez nos visitó el zar antidrogas de Estados Unidos, Barry McCaffrey. Desde el día anterior, los agentes de su guardia personal revisaron cada rincón del Ministerio sin decir una palabra en español, ni siquiera “hola”.Al Charapa Huertas lo levantaron con todo y silla para verificar que no hubiese explosivos bajo su escritorio. La mañana de la visita, se apostaron en todas las salidas y cerca de todos los lugares por los que iba a pasar McCaffrey. Uno de ellos, con un micrófono, daba indicaciones desde mi oficina, que no me pidió permiso para usar. Con el plano del edificio en la memoria, ordenaba desplazamientos, reubicaba guardaespaldas y pedía informes de situación. McCaffrey apareció a las doce de la mañana con un séquito de cincuenta y dos funcionarios. Él y su gente no entraban todos juntos en la oficina del ministro. Se quedó diez minutos, manifestó su preocupación por el narcotráfico, le dio la mano al ministro frente a las cámaras de TV y se fue. Ahora me imagino a Bush frente a la puerta de los esclavos y a doscientos guardaespaldas machacando a los funcionarios del museo de la puerta para que él pueda dar su discurso sobre la libertad.—¿Por qué me besas con los ojos abiertos?—¿Qué?—¿Por qué me besas con los ojos abiertos? Odio eso.—Paula, basta…—Si fuera Claudia me besarías con los ojos cerrados, ¿no?—¿Vamos a volver a hablar de eso?—No trates de hacerme sentir loca. Hasta Andrés y Verónica lo han notado. Se te está tirando encima y a ti te encanta.Claudia es una chilena que se fue a estudiar a Italia. Después, como no consiguió trabajo ahí, se instaló en España. Pero odia España. Sólo le gusta Italia. Todo el tiempo habla de Roma. Quiere casarse. Con quien sea. Paula piensa que me coquetea. Por lo visto, todo el mundo piensa que Claudia me coquetea. Quizá yo también le coqueteo.—No me voy a poner a discutir esto acá, Paula. Llevemos la fiesta en paz, por favor…En ese momento, llega nuestro turno en la ventanilla. Tras el cristal nos atiende una española. Detrás de ella puedo ver algunas computadoras y un par de oficinas embanderadas. La española ni siquiera nos mira a la cara. Recibe nuestros papeles, verifica que hayamos pagado, nos manda esperar de nuevo y se los lleva a algún lugar en el fondo.Seguimos esperando y Paula no habla. Le toco la pierna pero retira mi mano. Me retiro yo también. Abro mi libro. Leo un par de páginas hasta que la escucho:—Ni siquiera vas a tratar de resolverlo, ¿verdad?—¿Resolver qué?—Te da igual lo que yo piense. Siempre te da igual.—Eso no es verdad. Sólo que no quiero discutir acá.—Ni acá ni en ninguna parte.—¿Es por Claudia? ¿Esto es por Claudia, entonces?—Estás dispuesto a ser amable con cualquier persona en el mundo menos conmigo. ¿Por qué?—Necesitamos airearnos un poco, Paula, conseguir trabajos fuera de casa, no vernos tanto… Creo que no nos soportamos por eso.—¿No me soportas?—¿Tienes que tomártelo todo tan trágicam…—¿No me soportas?—Paula, no me hagas perder la paciencia…—No sé si quiero hacer este viaje contigo. Quizá sea mejor que vaya sola.Trato de calmarme para no explotar. Estoy cansado. Una rubia que parece rusa abandona la ventanilla con su pasaporte en la mano. Dos venezolanos sonrientes y evidentemente adinerados se despiden en inglés de un funcionario. En la ventanilla 2, una mujer jura que le van a aumentar el sueldo. Luego se retira llorando. Una chica que parece su hija la abraza. En la televisión hay un reportaje mudo sobre la caída de la bolsa. Quiero irme.Una voz pronuncia mi nombre con acento yanqui. Está en la ventanilla 3. Es un negro. No. Un afroamericano. Le pido que me deje comparecer con mi novia, digo que vamos a viajar juntos. Accede con un gesto de la cabeza. También tiene los papeles de ella. Empieza a revisarlos frente a nosotros. Dice:—Viajáis por razones distintas.—Yo la acompaño por turismo, pero ella va a un congreso d…El funcionario dice algo en inglés. Dudo en qué idioma es la entrevista.—¿Perdone?—Usted es traductor.Lo ha mirado en el apartado Present Occupation (If retired, write “retired”. If student, write “student”.)—Sí, soy traductor.Dice algo más en inglés, pero habla tan rápido y está tan detrás de un cristal que no le entiendo.—¿Perdone?Vuelve a decirlo en inglés. Vuelvo a no entender. Mira a ambos lados. Les dice algo a sus compañeros mientras presiona las teclas de su computadora. Todos se ríen.Llego a escuchar:—I am gonna kill you… —entre risas.El funcionario se concentra en la computadora. Después de un rato, como si recordase que estamos ahí, pregunta:—¿Certificados de trabajo?—Tenemos cartas de nuestros diversos empleadores. Somos independientes. Trabajo para tres editoriales. Traje cartas de las tres…—¿Tienen contratos?—No, somos independientes. Pero los trabajos que realizamos están detallados en…Dice algo en inglés.—¿Cómo?—¿Ella tiene contratos?Ella es Paula. Dice:—Yo enseño portugués… Traje una carta…—¿El contrato?—No es un contrato…Se vuelve hacia los funcionarios a su lado. Parece que han contado algo muy gracioso. Luego trata de hacer funcionar su computadora. Quizá comparten un chiste informático, porque ahora todos miran a sus pantallas y se ríen. El nuestro repite que va a matar al otro y ahora se ríe a carcajadas. Sin dejar de reírse, nos pregunta algo en inglés:—¿Disculpe?—¿Properties? ¿Propiedades?—Les he traído el saldo de mi cuenta de ahorros…—¿Propiedades?—No.El funcionario sigue buscando algo en su máquina. Se aburre. Saca unos papeles de un cajón. Los firma. Me doy cuenta de que nos está negando la visa. Nos está negando la visa con una sonrisa blanca en su cara negra. Nos arroja los papeles junto a nuestros documentos por debajo de la ventanilla. Se disculpa en inglés —eso sí lo entiendo— y nos anima formalmente a volver a intentarlo. Los papeles dicen que no hemos demostrado “tener vínculos familiares, sociales o económicos suficientemente sólidos en su país de residencia para garantizarnos que su proyectada visita a los Estados Unidos vaya a ser temporal”. Tengo ganas de decirle “en mi país me estarías lavando el coche, conchatumadre”. Pero ya se ha ido a buscar otros papeles de otras personas.Salimos de ahí casi a la hora de almorzar. Caminamos hasta la esquina entre los cuerpos de seguridad consulares. Nos suenan las tripas. Entre las perfumerías y boutiques de alta costura que rodean el consulado, no encontramos ningún sitio donde desayunar aparte de un Starbucks Café. Entramos. Trato de encender un cigarrillo pero no me dejan fumar. Pido un vaso de agua, un café y un panecillo de cuatro euros. Paula pide lo mismo. Es caro. Nos sentamos a comer en silencio en dos sillones morados. No dejamos ni las migas. Al terminar el desayuno nos miramos a los ojos.

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