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El drama de las víctimas de las minas antipersona contado por una caleña

La periodista caleña Diana Durán presenta el libro 'Esa mina llevaba mi nombre'. Nos entrega una, de diez crónicas sobre víctimas de minas.

9 de octubre de 2016 Por: Especial para GACETA

La periodista caleña Diana Durán presenta el libro 'Esa mina llevaba mi nombre'. Nos entrega una, de diez crónicas sobre víctimas de minas.

De lo poco que Ana María Sabogal alcanzó a notar el día del entierro de su marido, el 11 de abril de 2008, fue que su nombre en la lápida quedó mal escrito. Se llamaba José Baronqueli Lozano Moncada, era sargento, y en el Panteón Militar del cementerio Jardines de Paz, en el norte de Bogotá, se esculpió una Y donde debía ir una I. Poco le interesó el detalle. La vocal errada era paisaje. Lo que la desvelaba era que el ataúd, trasladado desde Villavicencio el día anterior, lo había recibido sellado. No pudo abrirlo para comprobar si aquel que descendían lentamente dentro del cajón, bajo un cielo destemplado que escurría agua sin parar, era el mismo hombre con quien se había casado veinte meses atrás.

- En el Ejército nos dijeron que estaba hecho boronitas, que era mejor guardar un buen recuerdo de él. ¡Pero yo quería saber a quién iba a enterrar! Quería ver un dedo, una mano, cualquier cosa que me indicara que ese era Chelo. ¿Qué tal que fuera el muerto de alguien más?

Cubrir con tierra la urna sin haberlo visto agotó las últimas reservas de paz con que sobrevivía. Empezó a soñarlo vivo. Se observaba a sí misma barriendo la entrada de una iglesia antes de que comenzara la misa y el sargento Lozano aparecía, vestido de civil, a preguntarle por qué barría si él seguía con vida, si solo se había perdido. Ella discutía con él por haberse hecho pasar por muerto y ahí, en medio de la pelea, el sueño concluía. Abría los ojos y anhelaba, tanto como sus escasas fuerzas le permitían, que su esposo irrumpiera en su casa para contarle cómo se había escondido mientras una mina mataba a siete de sus compañeros, mas no a él.

[[nid:583821;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/10/gaceta09oct.2016-pag8photo04.jpg;full;{Esta es la portada del libro 'Esa mina llevaba mi nombre', de la periodista caleña Diana Durán. Especial para GACETA}]]

La angustia de no saber con certeza si el cuerpo enterrado correspondía al de su esposo la asedió el primer mes de duelo. Perdió diez kilos, que para su metro con cincuenta de estatura era casi como desvanecerse. Las fotos de la época advierten que su cara morena y ovalada se veía macilenta, que un par de pómulos huesudos habían tomado el lugar de sus cachetes redondos y que su mirada ojerosa traducía tristeza. Tenía veintisiete años pero aparentaba diez más. 

Un día su teléfono resonó: era un soldado que patrullaba con el sargento Lozano el día que falleció. Le ofreció su sentido pésame y le contó pequeños detalles de su esposo en terreno, que para ella eran grandes descubrimientos porque él no le contaba a ella de su faceta militar. El soldado relató, por ejemplo, que si el sargento Lozano le pedía a su esposa que le enviara cinco pares de medias, cuatro se los regalaba a soldados que los necesitaran y él se quedaba con el par sobrante. Y, en un descuido, el soldado le confesó que tenía las imágenes de la hora que le tomó al Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía recoger los cadáveres de su esposo y de los otros siete hombres que, en un área rural de Puerto Rico, Meta, el Ejército había perdido de un solo tajo en un área minada el 8 de abril de 2008. 

-  Yo quiero saber qué enterré. Se lo pido, se lo ruego, se lo suplico: présteme el video.

***

Con veintitrés años, Ana María Sabogal conoció al sargento Lozano en noviembre de 2004. Lo vio por primera vez el día que él entró al supermercado en el que ella trabajaba en Nilo, un municipio de Cundinamarca que bordea el río Pagüey, afluente del Sumapaz y se  rodea de montañas que derivan de la Cordillera Oriental, donde el sargento Lozano era instructor de la Escuela de Soldados Profesionales. Lo recuerda moreno, fornido, de pelo negro y erizado, con la nariz puntuda y caída a la vez. Fue en busca de un portarretrato para poner una foto de su familia, requisito de la base militar, y le pidió ayuda a ella. 

La segunda vez que lo vio ya no era la surtidora de ese supermercado, que cerró, sino la encargada de un café internet. Ella andaba despechada por un exnovio; él, que se había convertido en su amigo, le sugería que mirara para otro lado.

- No - lo interrumpía ella- , no estoy interesada.

 Él recurrió a la persistencia. Esperaba a que cerrara el café internet y la invitaba a tomar gaseosa, acompañados por la mejor amiga de Ana María. Le decía que lo pensara y ella finalmente lo pensó.

 Un año más tarde, en diciembre de 2008, el sargento Lozano fue trasladado al Batallón La Popa, en Valledupar, Cesar, justo cuando su perseverancia con Ana María Sabogal daba frutos. Le pidió que se casaran mientras veían televisión, no quería irse lejos sin ella. Ana María le respondió que aún era temprano para hablar de matrimonio y solo aceptó viajar con él a Cúcuta a conocer a su madre, a sus hermanos y a su primera hija, María Alejandra, que tenía dos años. A los siete meses él salió de permiso y le dijo: “Es ahora o es ahora”. Como en Nilo no había notarías, el 10 de agosto de 2006 se casaron en la Notaría Primera de Soacha, un municipio pegado a Bogotá por el occidente, en el que vivían sus hermanas Miriam y Claudia. En noviembre se radicó con su esposo en Valledupar. 

Las fotos del día de su matrimonio, que ella guarda en un álbum, son postales de dos personas felices. Sinceramente felices. Ella, con el pelo liso sobre sus hombros, usó un vestido largo color celeste, unas sandalias blancas de tacón alto y un collar y aretes plateados. Él se vistió con un traje y zapatos negros, una corbata azul oscura con rombos pequeños y una camisa blanca. Solo dejaron de reírse al tener al frente a la notaria que los casó. En una imagen él aparece subiendo las escaleras hacia el apartamento de su cuñada Claudia, donde fue la celebración, con ella en brazos: él sonríe y ella con un gesto travieso saca la lengua. En otra él está sentado en un sofá sin saco, ella permanece sobre su regazo sin sandalias y, como si estuvieran a punto de caerse, se agarran el uno del otro, se ríen y se dan un beso.

En Valledupar todo fluyó: les asignaron pronto una casa fiscal, al sargento Lozano no lo enviaron a terreno sino que lo mantuvieron en el batallón y el 22 de junio de 2007 nació su hija. Sumaron el “José” de él con el “María” de ella y la nombraron Mariajosé. De esos días quedaron otras postales de buenos tiempos, como una foto en la que el sargento Lozano, vestido con la camiseta verde oliva que los militares usan debajo del uniforme, sostiene a su bebé recién nacida a la que mira embelesado. Sus manos morenas parecen gigantes: con una cubre la parte de atrás de la cabeza de su niña y con la otra cubre entera su espalda. La foto, recuerda Ana María Sabogal, fue tomada en Patillal, cuna de grandes compositores vallenatos como Rafael Escalona. 

- Chelo tenía mal genio, pero era de esos malgeniados que se enojan tan seguido que a la vez se contentan fácil. Se ponía bravo por cualquier cosa de la niña. La sobreprotegía. Una vez, cuando ella recién había nacido, la llevamos al dispensario en su moisés porque estornudaba mucho. Él se fue a buscar a la doctora y el moisés se volteó y cayó al suelo. A Mariajosé no le pasó nada porque la cargadera estaba levantada y la protegió del golpe, pero le conté a Chelo y me gritó feo, me acuerdo. 

 Ese año, el sargento Lozano recibió la orden de presentarse el 19 de diciembre en el Batallón Contraguerrilla Número Cuarenta, en Granada, Meta. Se trastearon desde Valledupar a Soacha, al apartamento de Claudia Sabogal, hermana de Ana María. Si el sargento Lozano se quedaba en el pueblo, su esposa y su hija se irían a Granada con él. El 18 de diciembre fueron al centro comercial Unisur en Soacha a conseguir ropa de clima frío para Mariajosé. Le compraron un vestido, una sudadera y un par de chaquetas. El sargento Lozano compró otra sudadera para él y un par de tenis. Almorzaron, regresaron a casa, empacaron las cosas del sargento en unas cajas de cartón y él, su esposa y su cuñada Miriam se dirigieron hasta la terminal de transporte de Bogotá. 

- Al despedirse me encargó que cuidara mucho a la niña y me dijo que iba a hacer todo lo posible para que lo dejaran en el batallón, para que así pudiéramos ir a vivir con él. Me dio un abrazo fuertísimo, un beso y se fue en una flota a las nueve de la noche. Esa fue la última vez que lo vi. El 19 de diciembre se integró al batallón y al día siguiente ya lo habían sacado a terreno.  Antes de salir hacia la terminal, Claudia Sabogal tomó una foto en la sala de su casa. Aquella sería la última postal de Ana María Sabogal, José Baronqueli Lozano y Mariajosé Lozano Sabogal juntos. Ana María habla de esa foto y respira hondo.  *** El 8 de abril de 2008, tres meses y dos semanas después de la partida de su esposo hacia Granada, Meta, Ana María Sabogal conversó con él en la mañana y en la tarde. Tenían quince días de no comunicarse pero ese martes, pensó ella, la suerte y la buena recepción de señal estaban de su lado. Él comentó, sin entrar en detalles, que estaba en zona rural de Puerto Rico, Meta. Preguntó por su hija, lanzó un beso, prometió volver a llamar y colgó.  El sargento Lozano y sus hombres patrullaban por el costado oriental de la Serranía de La Macarena, una reserva biológica mundial que custodian los ríos Ariari, Guayabero y Duda; en la que las Farc empezaron a expandirse desde los años ochenta; donde funcionó parte de la zona de distensión. En Meta el último monitoreo de Naciones Unidas calculó que hay más de cinco mil hectáreas de cultivos ilícitos en los seis municipios que rodean la Serranía. Puerto Rico, uno de ellos, encabeza la lista. De esas seis localidades, dicen las estadísticas oficiales, la guerra expulsó a 93 mil personas entre 1985 y 2012. Las no oficiales aseguran que fueron más. Hacia las diez de la noche, somnolienta, Ana María Sabogal se paró a apagar el televisor en el que veía alguna novela, no recuerda cuál, pero se contuvo al ver los titulares del noticiero. Lo dejó prendido un rato más. Le bajó el volumen para no despertar a su hermana Claudia y a su hija Mariajosé. De repente, un anuncio la alertó: un sargento y doce soldados del Batallón Contraguerrilla Número Cuarenta habían caído en una zona minada en la vereda El Danubio, del municipio de Puerto Rico, Meta. Ocho habían muerto instantáneamente. 
El libro se puede descargar de manera gratuita en la página web del Centro de Memoria Histórica. 
 - Yo empecé a gritar como loca. Cogí el teléfono y llamé al número del enlace del batallón, el mismo sargento al que yo llamaba cuando le enviaba encomiendas a Chelo. Le dije lo de las noticias y él me preguntó quién era mi esposo. Le dije que era el sargento José Baronqueli Lozano. Se quedó callado un momento y luego me dijo: “Él está muerto”. Así. De una vez. ¡Como si nada! Lo que siguió fue una secuencia de momentos que hoy le resultan borrosos. Cree que su hermana Claudia le arrebató el celular de la mano e insultó al sargento por su falta de tacto para darle a su hermana la noticia más dura de su vida. Cree que su hermana Miriam llegó. Cree que luego la llamó el sacerdote del batallón, quien confirmó la muerte del sargento Lozano y explicó que apenas empezaban la penosa labor de llamar a las ocho familias. Cree que su hermana Claudia también peleó con el cura y que fue ella quien le avisó a su suegra, doña Emma Moncada, que tenía sesenta y tres años y diabetes. Cree que después entró la llamada de un mayor del batallón para confirmar, por tercera vez, su luto. -  El mayor me dijo que nos podían enviar el cuerpo, pero yo le dije que iba por él.  El 9 de abril de 2008, Ana María y Claudia Sabogal viajaron a la base militar de Apiay en Villavicencio a esperar los restos del sargento Lozano. El mal tiempo retrasó la salida de los helicópteros con integrantes del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía para recoger los cadáveres; lograron despegar hacia las tres de la tarde. A las siete de la noche les informaron que los cuerpos serían trasladados hacia la funeraria. El mayor del batallón que la había llamado la noche anterior le entregó las pertenencias de su esposo que se pudieron recuperar: la billetera con algo de plata y con fotos de Mariajosé, la sudadera y los tenis que había comprado en el centro comercial Unisur, una media rosada de su hija y la memoria de una cámara fotográfica de alguien más.   La viuda del sargento Lozano insistía en que le dejaran ver a su esposo, pero incluso su suegra estaba convencida de que el suboficial se había reducido a polvo. Esa noche del 9 de abril de 2008, a la espera del cadáver del hombre que amaba, Ana María Sabogal sintió que el tiempo corría con extrema lentitud. Ensimismada, trataba de rescatar las palabras que el suboficial había consignado para ella en la única carta que había podido enviarle desde el Meta, exactamente tres meses atrás: “Mis loquitas me han hecho mucha falta y todas las noches al acostarme le doy gracias a Dios por tenerlas a ustedes (...) He soñado mucho con las dos y a ti te vi embarazada nuevamente y estabas feliz y a mi Joselita la he visto hermosa, lo del embarazo espero que solo haya sido un sueño, ya que un próximo me gustaría estar todo el tiempo (...) Las adoro y sobre todas las cosas quiero verlas pronto (...) No me olviden nunca que yo a ustedes no las olvido (...) Santalucía, Meta, 09 de enero de 2008”.[[nid:583822;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/10/gaceta09oct.2016-pag8photo05.jpg;full;{Cada domingo, Ana María Sabogal visita la tumba de su esposo. Como un ritual.Foto: María Luisa Moreno - CNMH - Especial para Gaceta}]]  La velación fue el 11 de abril en la capilla del Cantón Norte, en Bogotá. Ana María Sabogal se vistió, cree, con un pantalón negro, unas botas negras y una blusa blanca. La iglesia se encontraba repleta de caras sombrías en uniformes de gala. Doña Emma Moncada viajó con dos de sus hijas al funeral en el que a duras penas se cruzó palabra con su nuera, a quien le reclamaba que quisiera enterrar a su hijo en Bogotá. Doña Emma quería enterrarlo en Cúcuta para poder visitar su tumba; Ana María quería que ella y su hija pudieran hacer lo mismo.   En el panteón militar del cementerio Jardines de Paz, donde nunca escampó, los esperaban una carpa, una banda y pocas sillas. Mientras descendían el ataúd los soldados siguieron la costumbre de disparar balas de salva, o eso le contaron sus hermanas, Ana María Sabogal no las oyó. Echaron tierra sobre el cajón, la familia del sargento puso algunas flores, ubicaron la lápida que tenía una Y donde correspondía una I, al respecto le indicaron que ya nada se podía hacer y antes de que la jornada fatigosa acabara, cuando los asistentes partían, un teniente se acercó a la viuda. -  Me dijo que era mejor empezar a alistar los papeles de la pensión. *** El soldado finalmente accedió y, por correo postal, le envió el video del levantamiento de los ocho cadáveres que habían quedado en el área minada de la vereda El Danubio el 8 de abril de 2008. Ana María Sabogal quería disipar los interrogantes que incitaban su insomnio: ¿había enterrado a su marido? ¿Y si el cuerpo que yacía en el panteón militar del cementerio Jardines de Paz era de otro hombre? ¿Y si su esposo estaba vivo? Tomó el disco en sus manos, cerró los ojos, respiró profundo y lo introdujo en el computador. Sus hermanas Miriam y Claudia, sentadas a su lado, le preguntaron si se sentía lista. Ella respondió que sí y cliqueó el botón de reproducción.  Se detuvo. No fue capaz. Tuvo que repetir el ritual al día siguiente. - Yo le tengo pavor a la sangre, me da malestar y rebote, pero creo que Dios me dio el valor de ver todo el video. Quería reconocer a Chelo. Aunque no podía dejar de llorar, fue un alivio.  Ana María Sabogal cuenta que el video-- aclara que lo mantiene bajo llave y no lo presta-- empieza con el aterrizaje del helicóptero, el mismo que partió al tiempo que ella y su hermana Claudia aguardaban en Apiay por el cuerpo del sargento Lozano. De la aeronave se bajan funcionarios del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía que son recibidos por algunos militares. Todos avanzan selva adentro. Al llegar al sitio de la explosión comienzan a poner piezas de señalización, aquellas fichas amarillas de plástico con números o letras con que se marcan las evidencias. La voz de alguien detrás de cámaras identifica, nombre tras nombre, a los militares muertos.  - Todos ellos se veían completos, mi esposo estaba completico. Tenía un hueco por la parte de atrás de la cabeza, una esquirla entró por ahí y le salió por un ojito. Fue duro, pero la verdad pensé que estaría peor. ¡Como nos dijeron que había quedado hecho boronas! Yo le vi la cara, quería vérsela. A mí me contaron que él y un soldado salieron a llamar por radio para reportarse y ahí las ondas electromagnéticas activaron la mina. Que el perro no la detectó. Que nadie la pisó.  El general Guillermo Quiñónez Quiroz, comandante de la Cuarta División en 2008, explicó a los medios de comunicación que los ocho hombres habían muerto durante una misión contra las Farc. Afirmó que en El Danubio los militares habían dado con una zona minada en serie: al activarse el primer artefacto se activaron todos los demás. - En el video se ven los cascos tirados, los equipos, los árboles como si los hubieran picado con un machete. Todos los soldados, menos Chelo y el que sostenía el radio, quedaron carbonizados, pero los señores del CTI los limpiaban con un trapito y la cara volvía a su color natural. Solo uno perdió una pierna. De nada valía seguirlo negando: Chelo sí estaba muerto. Su hija Mariajosé sabe de la existencia del video pero no lo ha visto. Su madre, que hoy tiene treinta y cinco años, lo guarda con recelo en una maleta azul en su clóset, donde mantiene también la ropa con la que le gustaba ver a su marido. Mariajosé sabe cómo murió su padre, su madre lo contó en una entrevista con el sicólogo del colegio, pero, con ocho años, no entiende qué es una zona minada. Para la última fiesta de disfraces en que participó, su madre mandó a confeccionar para ella una falda verde que caía debajo de la rodilla, una chaqueta verde con botones dorados, insignias sobre el brazo derecho, y un sombrero verde con el escudo de Colombia: Mariajosé Lozano se disfrazó de sargento segundo, el rango de su padre al morir.  Ana María cuenta que a veces, de la nada, su hija empieza a llorar, desconsolada, por la falta que le hace su padre. Entonces sus ojos se llenan también de lágrimas, como pasa cada vez que habla del socio de vida que perdió hace ocho años. La abruma el no poder hacer mucho para que su niña deje de sufrir, pero en su propio corazón roto no halla consuelo. Lo único que se le ocurre es mantener el ritual de cada domingo: visitar el Panteón Militar del cementerio Jardines de Paz, buscar la tumba de su marido y darle un beso, la lápida está repleta de ellos. Luego, actualizar al ausente con lo que acontece en sus vidas, rezar un Padre Nuestro y ponerle canciones. En especial, aquel vallenato de Miguel Morales que el sargento Lozano solía cantarle cuando vivían en Valledupar: “No habrá tiempo ni distancia para quererte; no habrá noche ni mañana que no te piense...” 
 “Las fotos del día de su matrimonio, que ella guarda en un álbum, son postales de dos personas felices. Sinceramente felices”.
 Le dije que era el sargento José Baronqueli Lozano. Se quedó callado un momento y luego me dijo: “Él está muerto”. Así. De una vez. ¡Como si nada!

 

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