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Rulfo desarrolló su afición por la fotografía a la par que por el montañismo. | Foto: Fundación Juan Rulfo

El día en que Rulfo vio arder el llano

Hace 100 años, el 16 de mayo de 1917 nació en Apulco, Jalisco, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Seis años más tarde, cuando su padre fuera asesinado, sería testigo de una imagen que inmortalizaría en un libro.

21 de mayo de 2017 Por:  Yefferson Ospina / Periodista de Gaceta

Entonces el niño de seis años atestiguó la imagen: el llano del pueblo remoto llamado Apulco, en Jalisco, ardió en llamas la noche del 9 de junio de 1923.

No era el fuego de un incendio alimentado por la lengua del viento seco. No. Era el fuego de las antorchas de centenares de campesinos que venían de ese llano para despedir al muerto, al padre del niño: ese día Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno había perdido a su padre luego de que un hombre lo apuñalara por la espalda.

Con el tiempo el niño habría de descubrirlo: en su familia había un sino oscuro sobre los hombres que compartían el destino de morir por la espalda antes de los 33 años. Con el tiempo, quizá, también habría de descubrirlo: aquella imagen de un débil fuego en la vasta oscuridad tenía el otro destino de durar para siempre: el nombre de un libro habría de darle un lugar en la eternidad.

Se llamó ‘El llano en llamas’, y fue el primero de los dos únicos libros que Juan Rulfo publicó en su vida y que le bastaron para convertirse en uno de los más grandes escritores de la literatura universal. ¿Cómo entrever aquellos hechos que han de definir para siempre el destino de una existencia?

Lo que se sabe es que el niño, nacido el 16 de mayo de 1917, había vivido junto a su padre, madre y tres hermanos en una hacienda del olvidado poblado que su abuelo había construido. Para entonces la Revolución Mexicana se apagaba en sus estertores finales pero otra guerra, más corta pero no menos cruel, estaba a punto de estallar. Se trataba de lo que se llamó la Guerra Cristera: la constitución mexicana de 1917 buscaba el establecimiento de un estado laico en el que la Iglesia no tuviera derecho a participar en las decisiones políticas y económicas.

Las mujeres, entonces, instigaron a los hombres diciéndoles que “eran muy poco machos los que no lucharan por el Señor”, y pronto se armaron guerrillas en contra del Gobierno para restituir a la Iglesia su lugar en el poder.

Las cuentas de la historia dicen que al menos 250 mil hombres murieron de lado y lado y que la impiedad no tuvo extremos: en los postes de electricidad al borde de los rieles de tren, murieron colgados cientos de católicos y cientos de soldados del ejército federado de México.  Y en la marea de aquella locura, entonces, perecieron el abuelo y padre de Rulfo y, con ellos, el mundo sereno de su infancia habría de perderse para siempre.

Luego de la muerte del padre, Rulfo viajó junto a su madre y sus hermanos al pueblo de San Gabriel, en el mismo Jalisco, y cuatro años después, cuando fuera enviado al orfanato de Guadalajara, en 1927, habría de morir su madre.  Entonces sobrevino la más dura de las soledades.  Años después, en los 50, cuando su libro de cuentos ‘El llano en llamas’ y su novela ‘Pedro Páramo’ se hubieran convertido en dos de los acontecimientos literarios más importantes del siglo en América Latina, Rulfo habría de confesarlo en una entrevista dada al español Joaquín Soler: “Allí en ese orfelinato y luego de la muerte de mi mamá conocí la verdadera soledad y aprendí a deprimirme. Desde entonces una cierta tristeza me habita”.

Acaso la misma tristeza y soledad que habitan sus libros, sus personajes. ‘El llano en llamas’ es un descenso a una de las formas más originales del infierno: hay asesinatos, pero en el silencio; hay un sufrimiento atroz, pero secreto.  Cada uno de los relatos que comprende ese pequeño compendio de narraciones está construido sobre el fondo de una geografía silenciosa, hostil, como si se tratara de las últimas y olvidadas fronteras de la tierra.

Las soledades más desesperadas: “San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades”, se lee en Luvina, uno de los cuentos de ‘El llano en llamas’.

‘Pedro Páramo’, por otro lado, empieza con la afirmación de un hombre que va a un pueblo - se llama Comala y está en los confines de la tierra - a buscar a su padre. Un hombre que va en busca de su historia, que va en busca de sí mismo, pero que solo encuentra, de nuevo, el tremendo desamparo de una tierra remota y triste.

Es que el mundo fue siempre de ese modo para él, para Rulfo, desde aquella noche del 9 de junio de 1923, el día en que asesinaron al padre y el día en que se firmó la promesa de su destierro junto a la madre y los hermanos.

El mundo fue así, solo, desde ese día y esa noche en que las antorchas de centenares de campesinos hicieron arder el llano.

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