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El cantautor Gustavo Adolfo Renjifo presentó en el Mono Nuñez su disco ‘Planta Sagrada’

A los 7 años su padre le regaló un tiple, y desde entonces se enamoró de la música para siempre. Y cómo no, si creció escuchando las obras de Haydn, los bambucos de Garzón y Collazos, los pasillos del Trío Morales Pino. Hoye celebra su nuevo disco, un homenaje a la planta de coca.

7 de junio de 2015 Por: Catalina Villa l Editora de GACETA

A los 7 años su padre le regaló un tiple, y desde entonces se enamoró de la música para siempre. Y cómo no, si creció escuchando las obras de Haydn, los bambucos de Garzón y Collazos, los pasillos del Trío Morales Pino. Hoye celebra su nuevo disco, un homenaje a la planta de coca.

Hubo una vez una casa en Buga en la que la música se bebía a diario, como se bebe el agua, digamos, o el café. Era una casa grande, con patio trasero, ubicada sobre la Calle Quinta, una suerte de línea imaginaria que para entonces separaba la pequeña ciudad entre las familias más o menos acomodadas y las más modestas. Allí, justo en el medio, estaba la casa de los Renjifo Lozano.

Y bastaba pasar despacio por la acera que la antecedía para escuchar los sonidos que venían de adentro. Eran las obras de Mozart y de Haydn. Las de Haendel y Bach. Pero también los bambucos y los pasillos y las guabinas de Garzón y Collazos; las de los Hermanos Martínez y el Trío Morales Pino y otro montón de canciones y obras con las que esa pareja de padres, José Vicente y Estela, exalumnos del maestro Antonio María Valencia, querían alimentar el espíritu de sus seis hijos.

Entonces todos los seis supieron desde muy niños que amarían la música para siempre. Pero el tercer hijo, Gustavo Adolfo, un poco más que los demás. Tendría 7 años cuando su papá le puso el tiple en las manos y a él le gustó, así no más,  sin ninguna explicación. Hoy,  cinco décadas  después, Gustavo Adolfo Renjifo Lozano es considerado uno de los mejores intérpretes de tiple del país. 

- ¿Cómo es que uno de los  mejores tiplistas de Colombia dedicó 36 años de su vida a la ingeniería civil?, le pregunto.

- La culpa  es de Julio Verne, dice. 

Es cierto. La culpa reside silenciosa en las páginas de ‘La isla misteriosa’  y ‘ Veinte mil leguas de viaje submarino’, esas en las que los protagonistas eran unos ingenieros que con su imaginación transformaban la naturaleza para el servicio del hombre. Entonces el pequeño  de pelo ensortijado que de día rasgaba sus dedos sobre las cuerdas del tiple, de noche soñaba con inventar mecanismos que funcionaran bajo el agua, con descifrar los secretos que escondían las máquinas. 

El niño se hizo hombre. Y se graduó de ingeniero. Durante 36  años construyó  acueductos y obras civiles destinadas al manejo de las aguas. También a la gestión ambiental. También fue profesor. Pero en 2012 se despidió de ese sueño de infancia para regresar al oficio del que nunca se había ido: la música andina. 

Pionero  de la canción colombiana acompañada únicamente con tiple, Gustavo Adolfo ha publicado siete producciones discográficas y es el autor de clásicos como ‘La llamita’, ‘Caballito de Ráquira’, ‘La Cholita’ y  ‘Los trenes’, canciones que lo llenan de orgullo porque “entre millones de canciones que hay en el mundo, que alguien escoja cantar una mía, eso ya es mucho”, dice. 

A esa larga lista de sus trabajos discográficos hoy se suma uno más: ‘Planta Sagrada’, un CD cuya canción tutelar  lleva el mismo nombre y fue inspirada en esa planta de nuestros indígenas, la coca, y que él mismo vio crecer en el patio trasero de aquella casa en Buga, arrullado por la música. El disco, presentado ayer  en Ginebra en el Festival Mono Nuñez que cada junio alegra los días de junio en el Valle, es su nuevo hijo consentido.

Maestro Gustavo, ¿cuál es su primer recuerdo en el  oficio de componer canciones?

Desde niño, cuando mi papá me enseñaba a solfear mientras llevaba el compás dando botes a una pelota de caucho, comencé a sentir mi inclinación por componer mis propias melodías. Escribía pequeños ejercicios de solfeo para él, y a veces se los cantaba mientras se bañaba. Mi primera canción bien elaborada, y hoy grabada,  la hice a los 19 años, luego de muchos intentos, imitaciones y plagios con los que trataba de descrestar a mis hermanos en las reuniones en las que se tocaba música. Pero es que así se aprende: por imitación y tomando modelos para más adelante ir formando la expresión propia.

Hoy, muchas de sus canciones son muy reconocidas, ¿qué siente cuando le piden una canción, cuando la escucha en la voz de otros?

Es un privilegio que entre millones de canciones que existen alguien quiera cantar una de las mías. Cuando anuncian una nueva versión de una canción mía me pongo nervioso, como si fuera a salir yo al escenario. Siempre me alegran las versiones y prefiero no intervenir en ninguna. Respeto la intención del intérprete, aunque al final pueda no estar muy de acuerdo, pero siempre las aprecio y me dan satisfacción.

Si tuviera que escoger un ‘top 5’ de sus canciones, ¿cuáles la integrarían?  

‘La Llamita’, ‘Caballito de Ráquira’, ‘Vestida como el campo’, ‘Agüita alegre’ y ‘Los Trenes’. Ellas  me han permitido llegar al corazón de muchas personas, interpretar sus sentimientos y emociones. Son una gran suerte para mí, son mi capital espiritual, mi riqueza personal.

Usted siempre la ha cantado a la naturaleza, así que no es extraño que ahora le dedique  una canción a la coca.  ¿Cómo surgió la idea? 

Por mi solidaridad con las comunidades indígenas, cuya cultura y cosmogonía valoro y respeto. Me da rabia el impacto tan devastador que ha tenido el narcotráfico y la guerra antidrogas sobre los indígenas y nuestro país. La coca es un elemento ritual primordial de su cultura, es sabiduría, simboliza autoridad, es fortaleza del indígena en los largos caminos montañosos, es medicina, es sagrada. Con la canción ‘Planta Sagrada’ quiero hacer un llamado a la gente que sataniza la coca, una planta que siempre hemos tenido en nuestros jardines para hacer tisana que alivia dolores y quita el mal de altura o soroche. No es la mata que mata, como decía una cuña radial que fue vetada mediante tutela, es la planta que sana.

¿Qué tan cercano ha sido a las  comunidades indígenas?

Desde hace años me acerco a ellas  no con afán de antropólogo ni folclorólogo, sino para hacer amistad y compartir experiencias. He descubierto amigos personales que me han brindado su sencillez y su abrazo. En Santiago de Guambía, en el Amazonas, en los ríos del Pacífico, hombres y mujeres guambianos, nasa, wounaán, epidara-sapidara, con quienes he podido compartir el tiple, sus canciones y las mías.

¿Ha compartido con ellos su nuevo disco?

En 2014 visité al kuraka Jittoma, sabio huitoto-muinane en su maloka cerca de Leticia, Amazonas. Él tiene 74 años y gusta recibir visitantes a quienes les da una charla sobre el respeto por las culturas ancestrales, la biopersidad y la responsabilidad de la sociedad industrializada en el desastre climático. Quería compartirle la  canción ‘Planta Sagrada’ y aceptó que se la cantara, luego abrazó el tiple y tocó en él. Me permitió grabar un video con su mensaje sobre la importancia de la coca en su cultura y lo presenté en el Museo Nacional de Colombia como apertura del concierto de inauguración del CD. Fue algo muy impactante y aleccionador para el público y una experiencia  formativa para mí.

Este CD, sin embargo, no es solo sobre la coca. Hay también un  ‘Bambuco estresado’,  un ‘Bambuco  mecatrónico’, un ‘Pasillo joropeado’. ¿Cómo eso eso?

Esos nombres corresponden a las temáticas y al espíritu de las canciones en particular. Por ejemplo ‘Cosas de la ciudad’ habla de ruido, el humo y la deshumanización que a veces sufrimos en las ciudades; es un bambuco con  ciertas asimetrías rítmicas destinadas a transmitir un sentimiento de estrés y angustia, de ahí el nombre ‘Bambuco estresado’.

Bambuco mecatrónico es el ritmo de la canción ‘Carta para robot’, en la que el tiple va describiendo con compás monótono y repetitivo el sonido de los robots, que cada vez ocupan más espacio en nuestra civilización. Es una canción irónica. 

Usted, durante años, ejerció la ingeniera civil cerca del agua. Y aquí hay una danza submarina...

La canción ‘El sueño’ describe el viaje de unos amantes bajo el agua y su asombro en el mundo ingrávido de algas dormidas y peces despiertos, donde descubren el sentir profundo del amor. Es una letra del gran poeta caleño Octavio Gamboa, ingeniero como yo.

¿Qué siente hoy por la ingeniería, profesión de la que ya se retiró? 

Haberla estudiado y ejercido no fue una decisión difícil pues sabía muy bien que lo que quería era construir obras y dejar una huella útil a la sociedad. 

Me retiré del ejercicio de la ingeniería después de 36 años trabajando en acueductos, obras civiles destinadas al manejo de aguas. También fui docente de la Universidad Santo Tomás, en Bogotá. Fue una etapa llena de satisfacciones, y siempre pude tocar mi tiple, componer canciones y grabar cuatro discos a la vez que ejercía la ingeniería. Los saberes se complementan, y especialmente la ingeniería y la música, pues son dos profesiones que tienen en común la búsqueda de la armonía, de la belleza y el bien de la humanidad.

Imposible no preguntarle por el Festival Mono Nuñez. ¿Qué ha significado para usted este festival?  

Cuando nació el Festival Mono Núñez yo tenía 22 años. En 1974, un año antes del primer festival, conocí a don Benigno Mono Núñez y comencé a tocar con él, primero en tertulias en ‘La Brisa’, una finca de Ginebra y luego ensayando con el trío ‘Tres Generaciones’ cuyo primer guitarrista fue el Maestro Álvaro Romero Sánchez. Yo viví el Festival Mono Núñez desde su primera edición. Fui ganador como solista vocal, con dos obras inéditas recién compuestas que hoy son muy difundidas y queridas por los intérpretes y el público: el bambuco ‘La Llamita’ y el torbellino ‘Caballito de Ráquira’. El jurado que me premió estaba integrado por José A Morales y Graciela Arango de Tobón, entre otros. Un buen presagio para mí. A partir de ese año de 1975, no he faltado a ningún festival y ya voy a completar el número 41. He sido testigo de la revitalización de la música andina colombiana en el espejo del Festival Mono Núñez.

¿Qué legado que dejó el ‘Mono Nuñez’, de quién fue  discípulo?

El me transmitió un legado de repertorio que permanecía incólume en su memoria, de música de autores vallecaucanos que habían sido sus compañeros, y de otros compositores famosos como Pedro Morales Pino,  Carlos el Ciego Escamilla, Fulgencio García, etc. Me enseñó una forma de tocar la música andina, cadenciosa y expresiva, rica en melodías y con un discurso armónico muy agradable, que representaba una forma de sentir y tocar propios de su época de juventud, amores y aventuras. Música que compusieron cuando estaban jóvenes y hacían largas travesías a caballo, en vapor fluvial y a pie, buscando los lugares propicios para compartir sentimientos de la vida con la gente.

¿Por qué el tiple y no otro instrumento? ¿Qué tiene de especial?

Su sonido es largo como el eco de una catedral, vivaz como el trino de un titiribí. Su melodía puede ser alegre y nostálgica a la vez. Sus colores son muy variados y es rico en armónicos y contrastes sonoros que vibran en el pecho cuando uno lo tiene abrazado y por eso inspira al intérprete para que las canciones salgan más sentidas e impactantes.

¿El recuerdo más conmovedor que le ha dejado la música?

Es muy reciente: mi nieto Lorenzo, de tres años, en Nueva York, recibiendo su primer tiplecito. Ver sus ojos de emoción, verlo abrazando el instrumento y cantando su canción inventada... 

¿Por qué decidió dejar el Valle del Cauca y radicarse en Bogotá? 

Desde los años 70 comencé a hacerme bogotano, hoy siento a Bogotá como mi ciudad, mi espacio predilecto, pues ella es el compendio de Colombia y yo me siento colombiano hasta los tuétanos. Vivir en Bogotá es respirar a Colombia entera en un solo espacio verde, de cerros imponentes, de fertilidad que brota con fuerza por dondequiera que haya un centímetro de tierra. Los habitantes de Bogotá ya no son como hace 50 años, huraños e irascibles, no. Hoy son sonrientes y amables, se visten de todos los colores y sin sombrero negro, como los vio Gabo en sus primeros años, y eso es el resultado de la mezcla, del afortunado mestizaje de toda Colombia reunida en Bogotá.

¿Si no hubiese sido cantautor de música andina, qué otro ritmo o género habría escogido? 

Hubiera querido tocar el clavecín bien temperado de Juan Sebastián Bach.

Maestro, ¿qué sería de su vida sin la música? 

Vida y música para mí son la misma cosa. ¿Cómo imaginar un amanecer sin una partita de Bach? ¿Un mediodía sin Stravinsky, una noche sin Debussy? ¿Un paisaje sin un bambuco, una calle sin una canción de Silvio Rodríguez, una fiesta sin la voz y la guitarra de Luz Marina Posada?

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