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“El buen periodismo es un refugio”

Juan Gabriel Vásquez, presidente del jurado del Premio de Periodismo Simón Bolívar, reflexionó en la ceremonia de entrega de los galardones sobre la actualidad de un oficio que cuando se ejerce bien, “es incómodo”.

8 de noviembre de 2015 Por: Especial para GACETA

Juan Gabriel Vásquez, presidente del jurado del Premio de Periodismo Simón Bolívar, reflexionó en la ceremonia de entrega de los galardones sobre la actualidad de un oficio que cuando se ejerce bien, “es incómodo”.

Señoras, señores:

Desde el mes de febrero pasado, cuando me reuní por primera vez con los seis periodistas de este jurado de fantasía, hasta el martes reciente en que nos pusimos de acuerdo sobre el último de los premiados, he vivido con la convicción de que los organizadores del Premio Simón Bolívar nunca conocerán de verdad la extensión de mi gratitud.

Durante los últimos meses he asistido al mejor periodismo que se ha hecho en mi país —en radio y televisión, en prensa y fotografía y caricaturas—, y de esa experiencia me ha quedado una certeza tan iluminadora como preocupante: lo poco que sabemos de este país nuestro, incluso quienes nos consideramos, como me considero yo, ciudadanos bien informados. Mi país es ahora más impredecible que antes, más diverso y mucho más extenso, lleno de rincones donde ocurren crueldades que pocos conocen y donde la gente sufre a escondidas, pero es también un lugar donde todos los días hay un acto de heroísmo o simple resistencia, de paciencia ejemplar o terquedad o admirable tesón ante los embates de nuestras violencias camaleónicas.

Y en estos meses he pensado, sólo medio en broma, que no estaría mal invitar a nuestros políticos a que sean jurados del Premio Simón Bolívar, a ver si se enteran, de una vez por todas, del país en que estamos viviendo; a ver si terminamos, de una vez por todas, esta guerra que para muchos vale la pena pelear siempre que siga ocurriendo lejos, siempre que siga ocurriéndoles a otros. 

Vivimos tiempos paradójicos. Nunca antes había sido tanta y tan pródiga la información de que disponemos; extrañamente, nunca antes había sido tan fácil engañar, ni había pesado tanto la mentira. Nunca había estado tan presente la calumnia en nuestras conversaciones; nunca antes habíamos sido los ciudadanos tan crédulos, ni nos habíamos entregado con tanta ingenuidad a las falsificaciones de la verdad que nos llegan desde tantos lugares.

Las nuevas tecnologías, que en manos de los unos han sido capaces de derrocar totalitarismos, que han abierto al ciudadano las puertas de la participación de  maneras nunca antes vistas, se han convertido también, en manos de los otros, en el reino de la irresponsabilidad, la distorsión y el infundio.

Semejante estado de las cosas ha puesto sobre los hombros del buen periodismo obligaciones inéditas. El buen periodismo es hoy un refugio: en él nos resguardamos de la simplificación barata y la mentira rampante. El buen periodismo es la primera y la más eficiente forma de fiscalización que tenemos los ciudadanos, nuestro primer baluarte contra los abusos del poder que todos los días cometen nuestros poderosos.

El buen periodismo es el único antídoto conocido contra el deterioro, triste y evidente, del debate público, cuya calidad hoy en día es la de un griterío entre matones, y que se resume demasiadas veces en una frase que no desentonaría en boca de un pandillero. Una sociedad sin buen periodismo está a merced de los trinos mentirosos que nos lanzan todos los días los mercaderes de la crispación, los rentistas del miedo.

Una sociedad sin buen periodismo es incapaz de enfrentarse a las falacias populares que pululan impunes en las redes sociales, y se vuelve por lo tanto servil, porque está demasiado dispuesta a tragarse las mentiras más grotescas. Una sociedad sin buen periodismo, en resumen, está políticamente perdida y, lo que es peor, moralmente ciega.

Pero ni el mejor periodismo puede nada si no cuenta con la complicidad de esa multitud invisible para la cual trabaja y por la cual se esfuerza: los consumidores de periodismo. Hace unos años, de paso por Bucaramanga, Fernando Savater me recordó las palabras del economista JK Galbraith, que decía que las democracias contemporáneas viven bajo el miedo a los ignorantes. Se refería a todos los que, por no tener acceso a la información, viven a merced de versiones falsificadas de la realidad, y viven en ellas, además, sin saber cómo cuestionarlas, ni qué derechos les otorga su ciudadanía, ni mucho menos cómo exigir esos derechos.

Pero también se refería, me temo, a los que por pereza o desmemoria o franco cinismo viven voluntariamente en la versión de la realidad que les impongan sus prejuicios o sus emociones más primitivas; e incluso a los que, por cinismo o desmemoria o franca pereza, aceptan y aun elogian la censura de las ideas que los incomodan o controvierten.

El buen periodismo diario, no digamos el verdaderamente grande, siempre será controversial y siempre será incómodo; siempre será, por lo tanto, objeto de amedrentamientos o amenazas, tal como les ha sucedido recientemente a colegas nuestros. Algunos de ellos están aquí. Otros no están, pero podrían. Y otros no podrían ni siquiera si lo desearan, porque los han asesinado. Aquí, en nuestro país, pero también en otras partes. 

En enero de este año, una banda de terroristas entró en la redacción de una publicación satírica en París, asesinó a sangre fría una decena de periodistas y le destrozó la cara de un tiro a mi amigo Philippe Lançon, un gran crítico de literatura latinoamericana que había pasado por Colombia pocos meses antes, y que sobrevivió por quién sabe qué suertes y azares.

En los días que siguieron, me tocó observar con desencanto creciente cómo muchos ciudadanos (y, para mi infinita tristeza, algunos periodistas) minimizaban la gravedad del ataque o la relativizaban. No me refiero a los espíritus fundamentalistas que lo justificaban sin vergüenza, diciendo, según leí por ahí, que el que insulta a una religión se lo está buscando; me refiero a los que acompañaron siempre sus lamentos más o menos sinceros con una aclaración o un matiz.

Son los que el escritor Salman Rushdie, víctima bien conocida de los fundamentalistas, ha llamado las “brigadas del pero”. “Sí, la libertad de expresión está muy bien, pero siempre que no hiera mis sensibilidades”. “Yo la defiendo, pero no cuando se abusa de ella”. “Que viva la libertad de expresión, pero no para decir o mostrar lo que me parezca insultante, obsceno u ofensivo”.

Yo quisiera someter a la consideración de ustedes la idea de que la libertad de expresión, cuando es relativa o condicionada, ya no es libertad de expresión; y que las sociedades democráticas que no defienden con intransigencia y convicción a sus periodistas corren el riesgo de quedarse sin periodistas y, por el mismo camino, sin democracia. 

Nosotros, habitantes de las repúblicas de la información, formamos una gran comunidad virtual. Leer el periódico en la mañana es para mí lo que era para Hegel en aquella página que también le gustaba a Fernando Savater: un rezo matutino. Pero se trata de un rezo laico y democrático, un verdadero acto de comunión con gente que comparte una versión similar del lugar en donde estamos, y de quiénes somos, y de qué queremos. Para enfrentarnos a los abusos de poder y fiscalizar a quienes lo ejercen, para desmontar las mentiras y denunciar las falsificaciones, un periodismo con autoridad moral, respetable y por lo mismo temible, es esencial. Por eso, creo yo, nos parece tan lamentable el periodista venal, interesado, corrupto o simplemente lambón: porque desperdicia la posibilidad más bella que tiene el oficio: darles voz a los que no la tienen, influencia a los que carecen de ella, y lograr que los ausentes o los invisibles, durante la breve existencia de una noticia, recuperen el derecho ciudadano de estar presentes y bien visibles aquí, en el lugar del debate público, que es donde pasan las cosas. Ésa es una de nuestras muchas tareas como periodistas. Albert Camus, un periodista de los buenos, solía decir que la tarea del periodismo es devolver al país su voz profunda. Lo dijo con estas palabras: “Si hacemos que esta voz siga siendo la de la energía más que la del odio, la de la objetividad orgullosa y no la de la retórica, la de la humanidad más que la de la mediocridad, muchas cosas se habrán salvado y nosotros no habremos desmerecido”. Desmerecer es no estar a la altura, ética pero también práctica, del momento irrepetible que atraviesa el país: este país que intentamos narrar con toda la pericia, y toda la verdad, de que somos capaces. Les propongo que le hagamos caso a Camus. Les propongo que estemos a la altura. Les propongo —colegas, amigos, periodistas— que no desmerezcamos.

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