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Cuento: Retrospectiva de una infancia con torcaza

Con esta narración, el escritor Andrés Rojas ganó el concurso de cuento Jorge Isaacs 2016.

11 de diciembre de 2016 Por: Andrés Rojas / Ganador del premio Jorge Isaacs 2016

Con esta narración, el escritor Andrés Rojas ganó el concurso de cuento Jorge Isaacs 2016.

Para Maritza

Este soy yo, el niño que ablanda las piernas del sueño, bambolea el cuerpo como borracho y en menos de un minuto caerá de rodillas sobre el piso mugriento del bus. 

Poco antes, una mujer junto a nosotros se ha ofrecido a sentarme sobre sus piernas, pero mi abuela ha dicho: 

—No, señora, déjelo que él ya es varoncito. 

Después se ha agachado lo suficiente para mostrarme su cara de arrugas amargas y mejillas destempladas y agitando su dedo índice frente a mi nariz, ha dicho: 

—Ya vamos a llegar, hágame el favor y no se queda dormido, muchachito, ¡aguante!

Atravesamos el ardor del valle sobre una carretera amarilla, destapada y polvorosa. Las ventanillas del bus están abiertas pero la brisa que entra no afecta el espeso aire caliente del interior. El cielo se está llenando de ese tono azul que obliga a dormir a las gallinas y provoca un sueño inaguantable. 

Nada del pasillo me distrae. Bultos de plátanos verdes con arañas diminutas, perro huesudo echado sobre su cola de punta blanca, canastos con hojas y hortalizas, personas de pieles encarbonadas y mirada ausente, machetes en fundas de tiras coloridas… 

Se cierra el telón del mundo a la mitad. Mi cabeza se balancea como puesta sobre un alfiler. Sacudo la cara, me pellizco, me sobo los ojos. Sube el telón otra vez. Mis ojos luchan contra el peso del sueño como contra un techo que se le viene encima. El bus pronto va a detenerse en nuestra vereda y mis piernas no aguantan más, se vuelven líquidas. 

Entonces, como a una marioneta a la que súbitamente le cortan por arriba todos sus hilos, caigo de rodillas y con la frente golpeo el hombro de la mujer que hace un momento se ofreció a cargarme.

Ahora este soy yo, ablandado por el sueño, de rodillas sobre el pasillo, desobedeciendo a mi abuela, lo que le sienta muy, muy mal.

Primero un tizón muy ardiente sobre la muñeca, luego el brazo que se estira en la rosada oscuridad de los párpados y al final un ¡trac! dentro del hombro. Esta es la manera en que mi abuela me saca del sueño como si me halara del fondo de un estanque. 

Hemos llegado. Me doy cuenta porque voy suspendido entre zapatos, bultos y animales. Algo en la atmósfera se detiene, como si todos miraran al mismo tiempo mientras mi abuela busca conmigo, colgado por el brazo, y sujetado como se sujetaría a un mico rebelde, la salida trasera del bus. Alguien debería decir algo. Alguien.  

La brisa de la salida me refresca la cara y despierto por completo. Mi abuela me lanza fuera del bus y caigo de rodillas sobre un terreno con retazos de césped seco que parece la piel de un perro con sarna. 

Mi abuela logra liberarse de las personas apiladas en la puerta y se baja. El bus acelera. Mi abuela me levanta por la camiseta y me sacude las rodillas con fuertes palmadas. No entiendo por qué está enojada pero deber tener alguna razón. Tampoco entiendo por qué tanto alboroto con el polvo si cuando el bus arranca nuestras siluetas quedan envueltas en una nube más oscura que la noche que ya ha caído sobre el campo.

***

Este es mi abuelo, el de grandes botas amarillas Caterpillar y ojos verdes como sumergidos en una copita de leche. Tiene cataratas en los ojos, me ha dicho, por eso siempre espero que le suenen cuando duerme. Nunca pasa, solo ronca. Cuando lo veo, corro hacia él y mi abuela me suelta por fin de la muñeca como si escurriera un bulto.

Cada fin de semana el abuelo ve la televisión conmigo en sus piernas hasta las siete de la noche. A esa hora suena el himno nacional y solo queda el dibujo del sol en la pantalla blanco y negro; entonces el abuelo juega conmigo. 

—Vamos a ver si hay una yuca en este dedo —me dice con picardía. Toma la punta de mi dedo entre los suyos, muy gruesos, y lo hala hasta que cruje. ¡Cruj!

Aunque duele y se refleja en mi cara, no sé por qué pero también río a carcajadas. Cuando termina de tronar todos mis dedos, siento los ojos húmedos y les paso el revés de mi camiseta sucia. 

Mi abuela sirve la cena en el pequeño comedor de la cocina. Mi abuelo me toma de la mano y me sienta junto a él. Huele bien. El arroz desprende vapor en el aire y la carne brilla y suena aún por el calor del aceite. La abuela cocina mucho más rico aquí que en la ciudad.

***

Esta es la finca de mi abuelo. Queda a orillas de la carretera que va hacia Rozo. En la parte trasera tiene un sembrado de maíz del tamaño de una piscina olímpica. 

El maíz, para estas fechas, está más alto que mi abuelo. Atrás también hay unos clóset de grandes divisiones cuadradas con puertas de malla metálica. Ahí mi abuelo guarda los gallos finos. 

Todas las mañanas me enseña a darles de comer. Machacamos plátano maduro de cáscara negra y le revolvemos maíz y avena. 

Los miércoles añadimos vitamina molida. Mi abuelo dice que un día me va a regalar un gallo, que tengo sangre de gallero en las venas. A mí me gustan los grillos y los colorados. Las gallinas están en un galpón pequeño junto al sembrado. A ellas les damos de comer arroz y maíz trillado. Mi abuelo me pide que cuente los pollitos. 

 —Abuelo, ¿por qué hoy hay diez si la semana pasada había quince? 

—Una verraca culebra se me ha estado comiendo los pollitos —responde, muy serio.

Hace calor y caminamos junto al maizal que brilla en diferentes tonos de amarillo con el viento. 

Salimos de la finca a través de una reja de hierro de color achiote. Acompaño a mi abuelo para llenar el abrevadero al caballo del vecino. Algo huele mal y nos detenemos en el camino. 

En el fondo lodoso de una cuneta encontramos despanzurrado al gato negro de la casa. Mi abuelo de que esto también lo hizo la culebra. Se ve preocupado. Los ojos le brillan menos, como si se le hubiera aumentado la leche en ellos. Dice que va a sacar el caballo de ese lote. No quiere que le pase nada mientras lo esté cuidando.

***

Este soy yo a punto de dejar en el cajón del escritorio de mi tío Germán una torcaza que encontré herida en un antejardín. 

Germán es el esposo de mi tía, no es mi tío de verdad. Ellos casi nunca están o cuando están solo juegan con sus dos hijas y les hablan en inglés. Yo no les entiendo nada. Yo me hago en el comedor para hacer tareas.

En la casa de la ciudad no me prestan atención porque estoy a cargo de mi abuela. Germán es muy serio. Es de otro país y parece que es científico. Este año solo me ha hablado dos veces nada más. Una para decirme que si no subo el bizcocho del baño tengo que secar las gotas de orines con papel higiénico. Me mostró cómo se hacía. 

Contó cuatro cuadritos de papel higiénico, me los pasó, y luego, como si yo fuera un tonto, me tomó fuerte de la mano para que limpiara. El papel se rompió a mitad del círculo y terminé limpiando con los dedos. Me dio rabia eso. A él también, porque como resistí, también se mojó los dedos. Entonces bajó su bragueta, sacó su cosa y orinó con un chorro pesado que salpicó mucho el bizcocho. 

—Ahora, muéstreme si aprendió —dijo. 

Y me vi obligado a limpiar con un miserable pedazo de papel.

La segunda vez que me habló me dijo que no guardara la torcaza herida en la casa de la Barbie de mis primas. Eso fue fácil, la metí en una caja de zapatos bajo mi cama. Ese día Germán me llamó a su oficina y me mostró un libro con muchos tipos de aves. En él encontramos el dibujo de mi torcaza. Se llama Zenaida y el dibujo de perfil era exacto, con su ojito negro y brillante como una canica petrolera, el plumaje color ceniza con pecas y su cuerpito de paloma en miniatura. 

Me emocionó mucho ver tantas clases de pájaros. Germán también pareció animado porque yo le escuchaba leer los nombres complicados de los pajaritos. Pero cuando sonaron las llaves de mi tía en la puerta de entrada, él cerró el libro, lo puso en lo alto de su biblioteca y me sacó empujado de su oficina. 

Mi tía no es seria como Germán. Mi tía es brava, me mira mal todo el tiempo. Si tanto le estorbo debería decirle a mamá que me lleve cuando viene de visita los fines de semana. Aunque pobre mamá; trabaja en otra ciudad y me deja con la abuela porque donde vive no hay espacio. 

En todo caso este soy yo poniéndole agua a la torcaza en una ollita de juguete de mi prima y, sobre un pedazo de cartón, algunos granos de arroz que guardé en mi bolsillo durante el almuerzo. 

Pongo el pico de la torcaza en mi boca para despedirme con un beso. Me da curiosidad, le tomo el pico y soplo. La torcaza se infla y se altera, batiendo sus alas. La dejo en paz y la coloco en el fondo del cajón. La torcaza mueve su cabeza hacia todos lados, reconociendo el espacio. 

—¡Alexander, afane y salga que el bus nos va a dejar! —grita mi abuela desde afuera de la casa.

Yo cierro con cuidado el cajón del escritorio para que el agua no se riegue dentro y dejo un pequeño espacio para que pase el aire. 

—No te vayas a ir —le digo—. Regreso pasado mañana.

***

Esta es mi abuela a punto de cerrar la mano con toda su fuerza. Esta es mi mano blanca dentro de la mano vieja de mi abuela. Y esta es la torcaza herida que se ve tranquila en el interior de ese nido de manos que va a apretarse como un puño en menos de un minuto. 

Y es que al regresar de la finca del abuelo, vemos a Germán parado en el marco de la puerta de la casa, esperándonos. Germán es casi tan alto como la puerta. Me dice que siga a mi cuarto y le pide a mi abuela que se quede afuera para hablar con ella un momento. Al minuto escucho:

—Alexander, venga para acá.

La abuela tiene muy arrugado el rostro. 

—Dígame la verdad, ¿usted dejó esa torcaza que encontró en un escritorio de la oficina de Germán?

—Sí, abuela, ¿por qué?

Me agarra por la camisa y me hala hasta la oficina.

—¿Cuántas veces le he dicho que a esa oficina no se entra? ¡Mire lo que hizo! 

Abre el cajón del escritorio y me señala el fondo. Todo es un desorden. La torcaza regó el agua y los granitos de arroz. Los papeles están salpicados de montoncitos de caca del pájaro. Parece que hubiera estado jugando a llenar el papel con sus gracias. Me da risa y me tapo la boca, pero ya mi abuela está furiosa.

Así que esta es mi abuela pidiéndome que agarre la torcaza. Esta también es mi abuela rodeando mi mano con la suya. Finalmente esta es mi abuela cerrando la mano con toda su fuerza, y aunque intento resistir la presión, terminamos exprimiendo la torcaza entre los dos hasta que, después de un crujido, sus vísceras rosadas florecen a la vista.

***

Esta es mamá despidiéndose de mí con un beso en la frente porque ya es domingo en la noche y tiene que irse a otra ciudad. Este soy yo, minutos antes, llorando entre sus senos; sin mucho ruido, para que mi abuela no se entere. Ella me dice que vendrá el miércoles. Yo sé que no es cierto. 

—¿Está todo bien? —me pregunta, buscándome los ojos. 

Por la manera en que me tratan en su presencia, mamá cree que me quieren. 

—Ajá —respondo y la abrazo. 

Le pido que por favor me acueste a dormir y que después sí se vaya. 

Esta es mamá besándome la frente porque piensa que ya estoy dormido. Cierra con cuidado la puerta del cuarto para que ningún ruido me despierte. Yo abro los ojos en cuanto deja de pasar luz por la puerta, me volteo del lado de la pared y lloro en silencio hasta que el sueño me aplasta.

***

La que está a punto de picar una de las pantorrillas de venas gruesas de mi abuela es una equis. Sé que es una equis porque en el colegio donde estudio con mis primas, nos llevan al museo de Historia Natural. Allí hay un salón lleno de serpientes y culebras disecadas que huele a formol y como a viejo. El día que lo visitamos aprendí que las serpientes son las que usan veneno y las culebras son las que matan estrangulando con el cuerpo. La guía nos dijo:

—Esta serpiente es la equis. Es de color gris o verde y se distingue porque tiene la cabeza en forma de diamante y en su piel se pueden observar unas formas blancas, como equis seguidas. ¿Lo ven?

—Sí —respondimos en coro los niños

—Bueno, esta serpiente es altamente peligrosa y su veneno pudre la carne y puede parar el corazón.

Mis primitas nunca me hablan en el colegio, ¿lo había dicho? Y eso que una está en mi salón. Algo debe haber dicho mi abuela, que está lavando ropa junto a mí en noche plena, en el patio trasero de la finca, frente a la luz de una bombilla amarillenta que atrae miles de mosquitos del campo. Estoy esperando a que se termine la programación de la tele para entrar a jugar con el abuelo. Estoy sentado en una butaca de madera, detrás de mi abuela, junto a la pared. Tengo la cabeza apoyada sobre las manos y los codos puestos sobre las piernas. Hace frío. El cielo a veces destella. Parece que va a llover. Espero y espero. Hoy el abuelo me prometió jugar al dominó. La cara de aburrido me cambia de repente y digo:

—¡Abuela! ¡Mira! ¡Una equis!

—Ah, usted anda por acá. No moleste ahora, carajito. ¿Qué se hizo su abuelo?

—Está adentro viendo televisión… Abuela, mire, es una equis, de verdad, está allá abajo, mire.

—No moleste, le digo. Vaya espere a su abuelo adentro.

El viento eriza el maizal, calla los insectos y levanta un fuerte olor a polvo. Mi abuela azota una camisa blanca contra la plancha de cemento del lavadero. Sobre la pared, por la posición del bombillo, parece que la sombra de mi abuela me pegara en la cabeza. Observo la serpiente. Creo que solo quiere pasar a un lugar más cálido pero ahí están los pies de la abuela, estorbando el paso.

—Abuela…

 —¡Que no moleste, carajo! —grita y da un zapatazo en el piso, cerca de la cabeza de la equis, que se mueve rapidísimo hacia adelante y hacia atrás y se enrolla en una espiral amenazante. Mi abuela levanta el pie y brinca hacia atrás. El horror irradia las arrugas de su cara cuando ve la piel escamada y brillante de la equis bajo el lavadero.

—¡Me picó una culebra! ¡Corra, dígale a su abuelo que me picó una culebra!

—Una serpiente, abuela —digo y corro adentro.

***

Este soy yo jugando en un antejardín antes de que mamá me llame para entrar a su apartamento. Le estoy dando de comer maíz trillado a las torcazas, como me enseñó el abuelo. Se ven alegres, juegan entre ellas como niños durante el descanso en el patio del colegio. Se persiguen, muestran el interior negro de sus alas y cuando las baten, suenan como el papel cuando se agita. Una de las torcazas se acerca, curiosa, a mí, que estoy acuclillado. Parece que esta torcacita no me tiene miedo. Ladea su cabeza y clava en mis ojos verdes su ojo negro y brillante. Qué raro.

—¡Alex, ya está servido! —dice mamá por la ventana. Me levanto y lanzo los pedacitos de maíz al aire.

—Adiós, torcacitas —les digo—, ya tengo mi mamá.

 

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