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Cuento: la mujer que soñó el amor

Ella recordaba los boleros majestuosos que él solía dedicarle en alguna ciudad. Recordaba, también, ese fantástico viaje a Cuba. Pero sobre todo, guardaba en su memoria, intacto, el recuerdo de ambos fundidos en un abrazo. ¿Cómo no ir en busca de ese amor?

26 de diciembre de 2012 Por: Óscar Ortega García / Especial para GACETA

Ella recordaba los boleros majestuosos que él solía dedicarle en alguna ciudad. Recordaba, también, ese fantástico viaje a Cuba. Pero sobre todo, guardaba en su memoria, intacto, el recuerdo de ambos fundidos en un abrazo. ¿Cómo no ir en busca de ese amor?

Las palabras siempre le salieron cantadas y si alguna vez se ofuscó supo contenerse: respiraba dos o tres veces, largo y profundo, hasta que las pulsaciones volvían a la normalidad. Tenía, esa noche, ochenta y siete años. Ella, con los labios quebrados, pero impecablemente pintados, se aferró al mueble rojo que habían comprado justos en una feria artesanal y le dijo.-Me cansé, viejo, me quiero morir.El viento quiso distraerla, pero la decisión ya estaba tomada. Siempre ordenada, siempre puntual, la muerte no podía ser algo que dejara al azar. Treinta y dos días antes de aquella noche había dejado una carta en cada banco para que no le enviaran más cupones de promociones y viajes que ya no tomaría. Canceló sus cuentas de ahorros y sus tarjetas de crédito las cortó con tijeras. Suspendió cualquier servicio que recibía y, como se lo dijo a su viejo querido, se dedicó a dejarse morir.Comía lo necesario, quizás un poco menos. Bajó seis kilogramos, lo que se notó cuando los vestidos se le escurrían. No volvió, como de costumbre, al restaurante libanés donde disfrutaba comer tahine con keepes de carne e indios de hojas de parra. La dueña la extrañó y la llamó, precisamente, aquella noche. Escuchó el mensaje de voz en el celular y lo dejó allí, quizás como prueba de que alguien más, diferente a su esposo, la extrañaba. No estaba sola y eso para ella siempre fue importante. Tampoco volvió a escuchar música. Tan musical como era, empezó a regalar los discos compactos de boleristas y baladistas, modernos y anónimos, a gente que la saludaba en la calle, cuando la veía tomada del brazo de su esposo y la compadecían por tener que cargar aquella tortura. Pero ella se sobreponía a los comentarios: “Mi señora, pero descanse, mire que no puede seguir cargando esa cruz”, le decían unas y otras le comentaban con sorna: “Mi señora, pero su esposo ya ni se ve”.Ella se sobreponía, sacaba un disco del bolso de cuero, miraba a los ojos a quien le había hablado y a cada uno le dedicaba una canción: “Esta, escuche esta y verá que se le quita lo metida, mija”. Seguía caminando sin rencores ni lamentos, a pesar de haber entregado verdaderas joyas musicales. Llegaba al apartamento y se sentaba en el sillón rojo. Miraba a su esposo como si no estuviera allí y le decía, con una voz entristecida:-No sabés viejo, cómo es de duro que le digan a uno lo que uno ya sabe de memoria.Se iba a la cocina, preparaba un té de frutos rojos, lo perfumaba con una esencia de azahares y volvía a la sala, a seguir conversando. No era el momento ni la forma, sino el ritual. Jamás contempló el suicido, porque estaba convencida de que su muerte tenía que ser natural. Abrigó la esperanza de morir mientras dormía y ese fue su único ruego en la misa dominical, a la que no dejó de asistir así se quisiera morir. Precisamente, esa noche, después de la misa, llegó al apartamento e increpó a su viejo:-Amor, nos vamos a morir juntos.A esas palabras se les apagó la música. Salieron como una bala, sin detenerse a esperar que el tiempo hiciera su trabajo y conmoviera al viento para que se escucharan en otro tono, con otro sentido. Sí, se quería morir y quería que su viejo la acompañara a ese último viaje, pero esa no era la manera de dar semejante noticia. Y lo comprendió, pero segundos después de haber dicho lo que dijo.Corrió a abrazarlo y se detuvo en la fotografía que había en la mesa de la sala, recuerdo de un viaje a Cuba. Él tenía una sonrisa inmesa, mientras ella lucía una pava gigantesca que le cubría la mitad del cuerpo. Ambos abrazados, ambos eran uno solo. Se sentó despacio y preguntó a su viejito del alma si recordaba aquel viaje. Esperó la respuesta, pero no hubo tal. Se disculpó por haber sido tan directa, por querer lo mejor para los dos, así ello fuera la muerte. -No te pongás así viejito, que sabes que tu silencio siempre me partió el alma.El viejo no cedió y ella se levantó del sofá para traer un álbum de fotografías. Lo volvió a detallar, a repasar, a comentar. Lo conocía palmo a palmo y sabía que la vida de aquel hombre era escuchar historias. Pero ni los recuerdos ni las imágenes ablandaron la rudeza del viejo.Así que quiso buscar la ayuda de Concha Buika, pero rápidamente recordó que recién había regalado el disco que compraron en Barcelona, luego de un concierto de la negra fantástica. Ella empezó a recordar, poco a poco, los boleros majestuosos que él le cantaba o le dedicaba en alguna ciudad, en algún lugar, desde que empezó a enamorarla, una tarde cualquiera cuando la invitó a cine. Se recostó en uno de los brazos del sofá y abrazó el álbum con fuerza. Cantó y se dejó llevar. Fue entonces cuando escuchó la voz de su viejo amado, cantando a dúo con ella. Fue entonces cuando sonrió y vio la sonrisa de su amor reflejada en su rostro. Fue entonces cuando ella también murió.

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