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Angélica Cruz. | Foto: Cortesía para Elpaís.com.co

POLICIA NACIONAL

Crónica: El ángel que murió tres veces

La Policía Nacional se convirtió, esta semana, en la primera fuerza armada colombiana que comienza a develar la historia de sus mujeres víctimas del conflicto. El caso de Angélica Cruz hace parte del libro ‘El género del coraje’.

26 de marzo de 2017 Por: Paola Guevara / Editora de Gaceta

Es una sensación inédita. Arrastro mi maleta por el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, de Cali, y siento que Angélica camina a mi lado. Que ella va conmigo a tomar este vuelo rumbo a Bogotá, al encuentro con su familia.

En tres oportunidades, mientras camino hacia la sala de espera, siento un estremecimiento profundo, un deseo inexplicable de llorar que me conduce a pensar, por primera vez en la vida, que ser periodista es lo más parecido a ser un médium, a prestarle las manos, los pies, los latidos del corazón y hasta el intelecto, en fin, todos los recursos físicos y emocionales, a alguien que no puede, por alguna razón, contar su propia historia.

Angélica Cruz no puede contarla por sí misma, porque el 18 de agosto de 2011 murió tres veces. O, al menos, de tres maneras distintas. Bombas y granadas llovieron sobre su cuerpo. Luego, las ametralladoras no cesaron hasta vaciarse. Y, como si no fuera suficiente, vino el fuego que todo lo consumió.

No, Angélica no puede contar esta historia, aunque amaba escribir, y debo contarla por ella, para que quienes quisieron desintegrarla, reducir su cuerpo a partículas, no tengan la última palabra.
Angélica. Ese nombre. Cruz. Ese apellido. Por ahora son el único dato que tengo, aparte de su profesión: policía. Su edad: 26 años. Su ciudad de origen: Villavicencio.

Su madre revela que a Angélica le dijeron, desde siempre, que era el ángel de la casa. Se sentía orgullosa de su nombre y lo encarnaba en todo sentido. No solo estaba empeñada en ser la guardiana de su madre, de sus cinco hermanos y de sus sobrinos, sino que, además, todos se encargaron de hacerle saber desde niña que su aspecto era el de un ángel. De larga cabellera rubia, piel blanquísima y ojos verdes y cristalinos. Dotada de una belleza sobrecogedora, tenía una figura tan menuda y delicada que parecía flotar en la inmensidad de su recio uniforme policial.

Tenía unos pies tan pequeños que, aun siendo adulta, usaba zapatos talla 33. Cuando se convirtió en Policía sus botas de campaña eran toda una rareza, pues eran las únicas del tamaño del pie de una niña. Esas botas tan pequeñas, en últimas, ayudarían a identificar su cadáver calcinado, pues solo podían pertenecerle a ella.

“Ahora mi ángel nos cuida desde el cielo”, dice Doris, su madre, como si aludiera al destino escrito en su nombre, y recuerda que Angélica jamás le causó angustia ni dolores, ni siquiera al momento de nacer. Su llegada a este mundo fue suave, amable, casi imperceptible; Doris acudió a un control médico de rutina y, minutos más tarde, había nacido su niña. Así, leve y sin anestesia. Ha sido el parto más sencillo de todos sus hijos, de seis hijos para los que Doris fue padre y madre.

Angélica fue una niña feliz, buena bailarina, mejor estudiante, la alegría de su casa. Intrépida para saltar, trepar y correr, una caída que sufrió a los 4 años de edad le dejó una pequeña cicatriz en forma de sonrisa entre las cejas. Es decir que tenía dos sonrisas, la de los labios y la de su frente.

Su hermana mayor, Sandra, la describe como una mujer que se sabía hermosa sin ser jactanciosa. Pero en contraste con su apariencia etérea, Angélica tenía un carácter firme, determinado, incluso autoritario. Sus hermanos aún recuerdan cuando, con el temple de un general, los llamaba al orden.

Siempre decía lo que pensaba, no se andaba con rodeos y su parecer lo defendía con la fuerza de una leona. Obsesiva con el orden, la pulcritud, la belleza y la perfección aún en medio de la estrechez económica que se vivía en casa, no aceptaba el más mínimo rastro de desorden por parte de sus hermanos y, mucho menos, ver a su madre barrer. Le arrebataba la escoba de las manos y la mandaba a descansar. Su madre era su ídolo, el amor de su vida, la heroína a la que admiraba por haber sacado adelante a seis hijos sola, a fuerza de trabajo y en medio de grandes privaciones.

Angélica trabajaba como cajera de un supermercado en Villavicencio, su ciudad natal, pero soñaba con dejar de vivir entre bolsas plásticas y el chirrido de la caja registradora. Soñaba ser Policía. Este era su plan A, su plan B y su plan C, y no era el tipo de mujer que aceptara un ‘No’ como respuesta. Tres veces se presentó a las pruebas de admisión, y ninguna de las tres veces fue aceptada, quizá porque su apariencia delicada hacía pensar que los rigores de la disciplina la doblegarían al instante. Pero no se juzga un libro por la portada.

El tercer rechazo dolió, pero ocurrió un giro inesperado en los acontecimientos: una de las jóvenes reclutadas sufrió un accidente en motocicleta y se abrió, de la nada, un cupo para reemplazarla, la oportunidad que Angélica había estado esperando.

Cuando pasaba por la vereda
Inda Zabaleta, a 45 minutos de Tumaco, la patrulla fue atacada con granadas de aturdimiento y cilindros bomba.

Angélica hacía parte del equipo de porristas del supermercado donde trabajaba, y por su peso liviano estaba siempre en lo alto de la pirámide con su traje amarillo y negro. Tenía talento natural para el baile. Pero, sobre todo, amaba dormir. Dormía hasta tarde en las mañanas, dormía la siesta después del almuerzo, dormía temprano en las noches y no había fiesta capaz de robarle sus valiosos momentos de encuentro con la almohada. Si hubiera tenido que elegir entre bailar y dormir, habría elegido dormir. Si hubiera tenido que elegir entre comer y dormir, haría elegido dormir.

“No se preocupe mamita, imagínese que ya aprendí a dormir parada”, escribe Angélica en una de las primeras cartas que le envió a su madre desde la Escuela de Policía Provincia de Sumapaz, de Fusagasugá, donde comenzó su proceso de formación, el cual describe como una recia sucesión de carreras, clases, despertares abruptos, pruebas nocturnas y de madrugada, turnos eternos y hasta correctivos grupales a causa del descuido de algún compañero.

En estas cartas, escritas a mano en sus pocos ratos libres, con letra robicunda, grande y pulcra, siempre respetuosa de los márgenes, le contaba a su madre sobre la dureza de los entrenamientos, sobre la exigencia física de las pruebas requeridas para convertirse en mujer Policía, pero jamás, ni una sola vez, se lee en las cartas una queja. “Es un orgullo portar este uniforme, se siente uno con autoridad ante los demás. Mamita, recuerde que siempre la llevo en mi mente y mi corazón. Usted sabe que yo nunca me había despegado de sus faldas, pero sigo siendo la niña de mamá”.

No se quebró. La mujer que de día armaba con solvencia un fusil y de noche dormía abrazada a sus peluches de osos, perros y leones, no sólo no se quebró, sino que pronto se convirtió en una Policía ejemplar.
Angélica escribía muchas cartas. En todas le declara amor a su madre, en todas le asegura que es feliz, que ser policía es la misión de su vida. Y en ellas deja instrucciones precisas: Que su sobrino estudie y no desatienda los consejos de la abuela. Que su hermano mayor llegue temprano a casa, que no salga tanto con sus amigos. Que todos apoyen a su madre, que no la dejen sola con las labores de casa, que la protejan en su ausencia.

Uno de los primeros actos que realizó, siendo ya Policía, fue adquirir un crédito bancario para arreglar la casa de su madre en Villavicencio.
Por eso, porque la casa estaba en plena obra. Por eso, porque el televisor estaba desconectado y los muebles arrumados y cubiertos con sábanas para que no les cayera pintura. Por eso, y por el polvo de las reparaciones del baño principal, la cocina, el patio y la reja, por eso su madre y su hermana no vieron el noticiero del medio día, donde anunciaron un ataque de las Farc a una patrulla de la Policía en Llorente, Tumaco.

                                                      ***
Cuando Angélica se graduó como Policía su primera misión la condujo a San Andrés Islas, y su hermana Sandra le dio un consejo: “San Andrés es frontera, una zona estratégica, es el punto de cruce de mercancías, de dinero; seguramente en algún momento podrían hacerte una oferta ilegal, no los escuches, sé siempre honesta”, a lo que Angélica respondió, con la firmeza que la caracterizaba: “Jamás me prestaría para algo deshonesto. Yo no tengo precio, mi conciencia no puede ser comprada. No hay nada mejor en la vida que dormir con la conciencia tranquila”. Detrás de todo buen dormilón -se me ocurre- hay una conciencia limpia.

Cuando le anunciaron que de San Andrés sería enviada en comisión a Tumaco, del Atlántico al Pacífico, del paraíso turístico a la zona roja, del claro mar aguamarina al profundo azul plomizo, de la caricia del sol a la implacable humedad que se pega a los huesos, su familia temió lo peor. Angélica, sin embargo, escribe en sus cartas: “No tengan miedo, algo muy bueno debe tener Dios para mí”.

Lo que no le contó a su familia es que, cuando acabara su periodo en Tumaco, pensaba casarse con su novio de toda la vida, Jaime, el único que tuvo desde los 13 años, también Policía. Faltaban solo tres meses para concretar ese sueño y esperaba, algún día, tener hijos.
Angélica, que conocía en carne propia el peso de la pobreza, jamás había visto una situación de escasez semejante a la de los niños de Tumaco y, por eso, compartía con ellos los pequeños tesoros de su ración de campaña: la muy apetecida leche condensada, las galletas, los pasteles de carne y el goulash, entre otras delicias.

Tumaco tiene clima templado, y de noche baja la temperatura por su cercanía con el Pacífico, pero su situación es “caliente”, de tensión permanente, explica Rodolfo Cruz, hermano de Angélica y patrullero de la Policía, quien años antes de la muerte de su hermana sirvió en esa zona del suroccidente del país y conocía de cerca las tensiones sociales, políticas y económicas de esta zona, estratégica para el tráfico de armas y drogas por ser puerta de salida al Pacífico, y marcada por los flagelos de la minería ilegal y los cultivos ilícitos.

                                                       ***
Era el 18 de agosto de 2011 cuando, hacia las 10:00 a.m., fue reportada una riña en la zona rural de Tumaco. Partió una camioneta de la Policía, con siete uniformados, a controlar el supuesto incidente que resultó ser una emboscada.

Cuando pasaba por la vereda Inda Zabaleta, a 45 minutos de Tumaco, la patrulla fue atacada con granadas de aturdimiento y cinco cilindros bomba. Acto seguido, las Farc descargaron sus ametralladoras contra el vehículo y sus ocupantes y, finalmente, les prendieron fuego hasta no dejar más que los fierros retorcidos y los cuerpos calcinados de cinco policías, un Intendente y cuatro patrulleros.

Con los ojos muy abiertos, como si al narrarlo visualizara el horror, Sandra intenta reconstruir los últimos momentos de su hermana a partir de los reportes oficiales y las narraciones de testigos, quienes sugieren que Angélica perdió un brazo a causa de una bomba y alcanzó a bajar con vida de la patrulla, pues registraba múltiples impactos de ametralladora a la altura de la cadera, y quizá quiso protegerse de las balas bajo la camioneta, porque fue hallada carbonizada bajo el vehículo, en posición fetal, abrazada a su fusil.

Las Farc querían enviar un mensaje. Por eso no bastaban las granadas, las bombas y las balas. Por eso recurrieron al fuego. Este acto fue interpretado por las autoridades como una retaliación, una venganza que buscaba cobrar la reciente captura de su jefe de milicias, alias Harold, de la columna móvil Daniel Aldana.

Entretanto, en casa de los Cruz, todo era polvo, martilleo y ruido de taladros. Un obrero adelantaba las remodelaciones de casa y ni siquiera el baño estaba habilitado, cuando Sandra recibió una llamada a su celular.

-¿Vieron el noticiero? –Dijo un amigo, al otro lado de la línea.
-No, el televisor está desconectado, debajo de las sábanas, perdido entre los muebles. –Explicó Sandra, desprevenida.
-Pues busquen el televisor y préndanlo. Algo pasó en Tumaco. Un atentado de las Farc.


Sandra llamó varias veces al celular de Angélica, pero no hubo respuesta. Arrojó el teléfono al piso y, sin alertar a su madre que estaba en la cocina preparando el almuerzo, trepó entre los muebles y arrastró sábanas y cobijas hasta dar con el paradero del televisor. En su corazón había terror, pero sobre todo esperanza. Seguramente estaría viva, todo se aclararía y podrían volver a la normalidad. Sí, había que tener esperanza.

Sandra arrastró el televisor Samsung negro de 21 pulgadas fuera de aquel caos y lo conectó a la pared, pero el aparato no reaccionó. Estaba muerto. Recordó cuando su hermanita se llenó el rostro de sangre al golpearse la frente con el filo del muro donde saltaba, intrépida y traviesa; recordó cuando casi se ahoga por estar empeñada en ser autodidacta de la natación; recordó cuando compartían habitación y se aferraba su mano para no sentir miedo de las sombras. Su pecho se llenó de oscuros presagios.

Sandra se asomó la ventana y vio que comenzaban a llegar varias patrullas de la Policía, de las que nadie bajaba. Salió corriendo a la puerta para preguntar qué ocurría, cuando vio que de una de ellas bajaba Jaime, el novio de Angélica, con el rostro desencajado y bañado en lágrimas. Desgarrado por el dolor, él no logró articular ni una sola palabra. Tampoco hizo falta. Todo estaba claro. Muy claro. Sandra gritó, lloró como si le acabaran de arrebatar media vida y se abrazó a aquel Policía al que consideraba un hermano más. La madre de Angélica salió de la cocina al escuchar los gritos de Sandra. El resto es silencio.

Rodolfo, por ser Policía, fue el primero en enterarse de la muerte de su hermana, pero no tuvo corazón para llamar a su madre. Esperaba un milagro de último minuto, que se confirmara que su hermana estaba entre los heridos y no entre los muertos.

Recordó que un día Angélica y él pelearon. En aquella ocasión, en la cocina frente a su madre, Angélica lo retó con fiereza: “Yo voy a ascender primero que usted en la Policía, y cuando eso ocurra se va a acordar de mí”, sentenció ella sin saber que sus palabras se convertirían en una fatal premonición.

Rodolfo, solo un año mayor que Angélica y quien fue su compañero de juegos, su protector incansable y su confidente, se turba al narrar que -en efecto- su hermana, por haber muerto en servicio, fue ascendida primero que él al grado de Subintendente.

Su madre tampoco puede evitar que un escalofrío recorra su espalda: Angélica no solo ascendió primero que Rodolfo en la Policía sino que ascendió, antes que todos ellos, al cielo. El dolor que esta hija no le ocasionó en el parto o durante su vida, se lo ocasiona ahora, multiplicado, su muerte.

                                                      ****
Le pregunto a Doris sobre el perdón y responde que el perdón es irrelevante aquí. Si perdona, su hija no volverá. Si no perdona, su hija no volverá. De lo que se trata aquí, dice, es de aceptación. ¿Ha aceptado la muerte de su hija? Sí. Lo acepta. O más bien lo asume. Ya no pelea contra los hechos, ni imagina cómo la historia pudo haber sido distinta.

Su corazón es tan grande que siente compasión por los guerrilleros, “porque también tienen madre, padre y hermanos; porque también le duelen a alguien, porque tampoco merecen morir antes de tiempo.

Todos, policías, militares o guerrilleros, son colombianos humildes matándose unos a otros, robándose la juventud sin saber muy bien por qué”, mientras el negocio de las drogas, y del poder, va por otro lado muy distinto al de las víctimas de este conflicto, concluye.

Junto al cuerpo calcinado de Angélica llegó una caja de cartón que contenía su perfume favorito, 'Fantástica', de Britney Spears; también un par de cobijas, jeans, camisetas, y el peluche de león cuya melena no dejaba que sus sobrinos peinaran.

Se hicieron en casa las reparaciones que soñó. Su hermano Rodolfo pidió traslado a Villavicencio para estar cerca de su madre, quién vive ahora con Sandra y su nieto. Todos cumplen al pie de la letra las indicaciones que dejó Angélica en las cartas.

Doris nunca está sola, rodeada de sus hijos y sus nietos tiene siempre la cabeza ocupada y, con los asuntos de casa, no se da tiempo para caer en las trampas de la tristeza. “Angélica está conmigo, me acompaña siempre, yo la siento. A veces la escucho en la cocina, o en el cuarto y sé que es ella, que me deja percibir su presencia”, dice. Entonces recuerdo lo que sentí rumbo a Bogotá, esa intuición de caminar al lado de Angélica, de subir con ella al avión. Recuerdo ese impulso incontenible que me invadió, en el aeropuerto, de comprarle mermeladas, manjarblanco y galletas a su madre. Así que le entrego el paquete a Doris. Nos miramos a los ojos, nos tomamos de las manos y las dos sabemos, sin lugar a dudas, que el regalo lo envía Angélica.

El libro ‘El género del coraje’ puede ser descargado de forma gratuita dando click en este enlace.

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