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'Crecer a golpes': el diario de una generación

Durante los últimos cuarenta años, América Latina se ha dedicado a coleccionar crisis y dictaduras como mundiales de fútbol. ¿Qué ha sido de la vida de este continente desde la caída de Allende a manos de Pinochet? El periodista y escritor argentino Diego Fonseca les hizo esa pregunta a varios de sus mejores cronistas y ensayistas. Y la respuesta es un largo y doloroso viaje de Norte a Sur. Bitácora.

16 de marzo de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros I Periodista de Gaceta

Durante los últimos cuarenta años, América Latina se ha dedicado a coleccionar crisis y dictaduras como mundiales de fútbol. ¿Qué ha sido de la vida de este continente desde la caída de Allende a manos de Pinochet? El periodista y escritor argentino Diego Fonseca les hizo esa pregunta a varios de sus mejores cronistas y ensayistas. Y la respuesta es un largo y doloroso viaje de Norte a Sur. Bitácora.

Es que resulta que, cuarenta años atrás, mucho antes de que dos gigantes torres de cemento y hierro se desplomaran en el corazón financiero de Manhattan, otro 11 de septiembre ya lo había cambiado todo.El mediodía del 11 de septiembre de 1973, tres aviones de la Fuerza Aérea chilena ametrallaron y bombardearon el palacio presidencial de La Moneda, donde Salvador Allende se resistía a dejar el poder. Las bombas hicieron saltar en mil pedazos los suelos de los patios y el edificio entero quedó envuelto por gigantes columnas de humo.Cuando un grupo de soldados tomó el primer piso, Allende ordenó a sus seguidores rendirse, dio vuelta al cañón del AK-47 que le había regalado su amigo Fidel Castro y se mató. Una ráfaga corta bajo la barbilla acabó con el primer presidente socialista electo de América Latina y, sin saberlo, abría la puerta a la dictadura más larga de este lado del mundo: la de Augusto José Ramón Pinochet Ugarte. Pinochet a secas. Pinochet, nos lo dirá la historia, solo hay uno. En esto vino a pensar el periodista argentino Diego Fonseca, a inicios de 2012, cuando vio a su hijo, Mateo, jugar con unos CD que él y su esposa atesoraban en su apartamento de Washington. El niño los sacaba del estuche para llevarlos a su reproductor de música. Mientras Diego observaba, pensó que la escena se le hacía familiar, que lo hacía bucear en los recuerdos de su propia infancia: él también, siendo un chico, se fue un día a la sala de su papá y comenzó a sacar, uno a uno, sus discos de jazz preferidos para caminarles por encima con sus zapatos ortopédicos. Así, los sonidos de Fats, de Ellington, de Waller y de Jerry Morton prensados en vinilo terminaron ‘masacrados’ bajo las pisadas inocentes de un niño travieso. “Entonces —cuenta Diego— caí en cuenta de que ya había pasado 40 años desde eso y que por esos días sucedió el golpe de Chile y era necesario repasar esa fecha. Cuarenta años es una cifra simbólica: son la mitad de nuestra vida. Una edad que te obliga a revisar errores y aciertos. Es el principio de la madurez, la hora de pensar qué hacer con lo que te queda del resto de existencia”. Eso le sucedía al hombre, pero el periodista también quería explicarse cosas, explicarse el mundo. “Era imposible dejar pasar la oportunidad de preguntarse qué había sucedido con América Latina durante las cuatro décadas que siguieron al golpe en Chile. En qué nos habíamos convertido”. Diego no se quiso quedar con la duda y entonces invitó a trece de las mejores plumas de América y España y los sometió amablemente al ejercicio de repasar la vida social y política de este continente desde ese mediodía sangriento. Lo que resultó de aquella duda compartida es ‘Crecer a golpes’, un libro que, desde hace tres meses, se comparte y recita con fervor por lectores jóvenes en Twitter y Facebook.Es que suena a libro de historia, pero no lo es. Es su mayor virtud. Quienes escriben no son historiadores, economistas o sociólogos. Son cronistas veteranos que, armados de un lenguaje sencillo y una investigación rigurosa, entregan claves para entender los capítulos más recientes de nuestros países. El periodista Patricio Fernández, director de la revista The Clinic, ‘juega de local’ y arranca esta serie de relatos con un recorrido “por los 1.043 días que duró el gobierno socialista” de Allende. “Es que algo de ese tiempo ha quedado grabado en mí”, nos dice. Y líneas más abajo se desahoga del todo: “La historia de un país también está en la vida de sus habitantes. Tengo poco más de 40 años: el Chile transcurrido en dicho periodo, perdón por la inmodestia, también soy yo”. Tan suyo como lo es Estados Unidos para Jon Lee Anderson, una de las firmas consentidas de New Yorker, quien escribe sobre cómo esa nación ‘todopoderosa’ se convirtió para él “en un lugar detestable”, que “mataba a sus mejores personas” (haciendo alusión a Martin Luther King) “y era capaz de enviar a sus hijos a morir en tierras extrañas, luchando por causas injustas, como sucedió en Vietnam”. Es que Diego Fonseca creyó que no era posible armar este libro sin voces que llegaran desde norteamérica y España, “el padre y la madre políticos de América Latina”. Y eso explica porqué, desde Madrid, Enric González pide la palabra para explicarnos cómo en Europa —siempre adelantada en la historia— los últimos reductos dictactoriales se desmoronaban, “mientras Chile caía en manos de los militares y el Cono Sur se adentraba en una época siniestra”. Leonardo Padura, que convirtió ya al detective Mario Conde de sus novelas policíacas en personaje ilustre de las letras latinoamericanas, relata que su generación recibió en Cuba la noticia de Allende “como un fardo pesadísimo, tan doloroso como había sido la muerte del Che”. Álvaro Enrigue hace lo propio desde México; desde Guatemala reporta sintonía Francisco Goldman; desde El Salvador lo hace Carlos Dada, desde Perú Gustavo Faverón y desde Brasil Mário Magalhaes. El gran Sergio Ramírez escribe sobre los intentos, ya seculares, por construir un Gran Canal en Nicaragua; y, páginas más allá, Boris Muñoz nos entrega un retrato a mano alzada de Hugo Chávez, ese líder carismático y complejo, cuyo legado tiene hoy a Venezuela sumida en una economía a punto de quebrarse y una profunda división política. Martín Caparrós nos hace otro favor: narrar la historia detrás de ese discurso de patria y muerte que hizo carrera en Argentina. En Colombia el ejercicio de hacer memoria fue del escritor y editor Mario Jursich, director de El Malpensante, que en una decena de páginas defiende su tesis de que el presidente Julio César Tubay fue para Colombia lo que Pinochet para Chile. ¿Por qué era necesario asomarse a ese pasado? ¿Por qué tantos jóvenes despistados quieren ahora entender qué ha sucedido desde 1973? ¿Entender por qué han crecido a golpes? Diego Fonseca, en Washington, piensa que la razón puede rastrearse sin mucha dificultad en los titulares de prensa de los últimos años: “hoy muchas democracias en América Latina están desafiadas por supuestos discursos progresistas, que esconden en realidad discursos profundamente autoritarios. El caso de Chile, si bien no fue la primera dictadura —esa fue la de Stroessner— se adelantó a procesos que otros países vivirían años después, fue el primer experimento neoliberal del continente”.Otra razón por la que está prohibido olvidar, piensa Fonseca, es que la llegada al poder del primer gobierno socialista elegido en las urnas “fue poderosamente simbólico: supuso la primera intervención directa de Estados Unidos en la política latinoamericana; ya sabemos que la CIA fue muy activa en el golpe que derrocó a Allende, lo que marcó profundamente las posteriores relaciones de EE.UU. con la región”. El apoyo surtió efecto y lo que siguió a continuación fue un régimen autoritario y sangriento que solo vino a tener punto final el 5 de octubre de 1988, cuando un plebiscito le gritó NO a Pinochet. Quince años de terror habían sido suficientes. Ya estaba bueno de tanto miedo. Los chilenos querían detener los días oscuros de la dictadura. Diego Fonseca sabe la razón: “Los distintos golpes de los años 70 franquiciaron el crimen como una cadena de hamburguesas, con manuales de procedimiento, consultorías y herramientas. Miles de personas fueron detenidas y miles más desaparecidos. Los opositores perdieron su condición humana”.No sabemos si la lección haya quedado aprendida. Diego no está seguro. Pero le alivia observar, como observó hace un par de años a su hijo, lo que han logrado los jóvenes en Venezuela, agitados por el inmenso poder de las redes sociales. “Quizá los jóvenes de esta generación no tienen convicciones tan profundas como las de mi generación, aunque eso puede parecer el típico juicio del hombre que se pone viejo. Pero algo es cierto: a nosotros nos costaba más trabajo organizarnos, hoy un chico pone un trino denunciando algo y enseguida se convierte en tendencia”, dice. Veinte o treinta años atrás, agrega, no teníamos tantos modos para enterarnos inmediatamente de lo que ocurría. ¿Qué habría sido de la dictadura de Pinochet en estos tiempos del 2.0? Nadie lo sabe. Lo que importa es que no se nos olvide que el de 1973 fue el primer 11 de septiembre que lo cambió todo. El adiós a la adolescencia de toda una generación.

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