El pais
SUSCRÍBETE

Óscar Figueroa: Memorias de un hombre de oro

Óscar Figueroa se dedicó a la minería en su niñez y probó varios deportes antes de que advirtieran su talento para las pesas.

28 de agosto de 2016 Por: Lucy Lorena Libreros- Especial para El País

Óscar Figueroa se dedicó a la minería en su niñez y probó varios deportes antes de que advirtieran su talento para las pesas.

Nadie parece advertirlo mientras su figura de un metro sesenta y tres centímetros se abre paso velozmente entre una multitud de estudiantes distraídos. Son las diez de la mañana de un lunes de agosto y el hombre que camina con prisa —vestido de pantalón oscuro, camiseta tipo polo y canguro al hombro— quiere llegar cuanto antes al salón número 1221. Hoy comienza a cursar noveno semestre de administración de empresas. Y eso de llegar tarde, dirá luego, es una de esas debilidades que un campeón no puede permitirse.

No lo saben los once estudiantes de la Universidad Santiago de Cali que a esa hora siguen ya con atención una cátedra sobre auditoría administrativa. Tampoco Miguel Parra, profesor de voz amable que les habla a todos sobre estados financieros, sistemas de control interno y administración de riesgos. El hombre que camina acelerado, como dispuesto siempre a batir un nuevo récord, está sentado ahora en primera fila con un cuaderno abierto sobre el pupitre. Ya ha comenzado a tomar notas.

En las mismas seguiría de no ser porque, veinte minutos después, el profesor decide apartar su atención del tablero para fijar la vista sobre su alumno nuevo y con cierta extrañeza preguntarle el nombre. Óscar Figueroa, contesta él, mientras casi todos los demás estudiantes, sorprendidos, cuchichean sobre la presencia del compañero ilustre que el pasado 8 de agosto levantó 318 kilos de peso en los Juegos Olímpicos de Río 2016 y lloró sin talanquera con una medalla de oro colgando en el pecho.

“El ‘profe’ no lo reconoció porque no es un futbolista famoso”, reflexiona en voz baja uno de los chicos del salón. Y Óscar lo sabe: sobresalir en Colombia en un deporte como la halterofilia es noticia de pocos días. Así hayas logrado incluso convertirte en el primer hombre de tu país en lograr la hazaña de una presea dorada en unos olímpicos. Quizás por eso pudo caminar esta mañana de lunes con la dicha de saberse un ilustre desconocido.

Caminar y caminar como lo hacía de niñito allá, en Zaragoza, la pequeña población del bajo Cauca antioqueño donde nació el 27 de abril de 1983. Caminar desde la escuela Francisco de Paula Santander, que quedaba cerca a la plaza, hasta la finca de 250 hectáreas a las afueras del pueblo donde vivía con sus padres —Hermelinda Mosquera y Jorge Isaac Figueroa—, un par de chocoanos que muy jóvenes se enamoraron en medio de las faenas de la minería artesanal.

Caminar hasta el río Popuné, donde justamente los hermanos Figueroa —Óscar, Juana, Wilson y Jorge— aprendieron con el ejemplo de sus padres cómo se daba el milagro de hallar oro buceando en sus aguas. En sus orillas ocurrían también escenas a las que la familia le encontraría sentido muchos años después: Óscar, menudo y pequeño como era, levantando siempre las rocas más grandes, los troncos más pesados.

[[nid:571414;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/08/ep001169043.jpg;full;{Figueroa estudia noveno semestre de administración de empresas, becado por la Universidad Santiago de Cali.Especial para El País}]]

Lo de caminar tomaba a veces hasta tres horas. Era la distancia que separaba la finca de la mina de don Jorge Isaac. Óscar se ve de nuevo a sí mismo como el niño de 9 años que le ayudaba a su padre a llenar de combustible los motores de gasolina que impulsaban agua a presión. Ese chorro lo que hacía, cuenta el deportista, era ir dibujando sobre la tierra las vetas que él y los demás trabajadores de la mina perseguían luego con entusiasmo, hasta dar con las pepitas doradas que algún momento comenzaban a titilar frente a sus ojos como una epifanía.

En la vida de Óscar Albeiro Figueroa Mosquera el oro no ha sido solo coincidencia. Ha sido el destino.

Otras veces los días de la finca se entretenían jugando con los cerdos o las gallinas. O ayudándole a mamá Hermelinda a sembrar maíz, yucas o plátanos. “Ese lugar fue el que hizo que mi infancia fuera feliz de cierto modo; no nos hacía falta nada. Mis papás eran estrictos, en una mano el pan, en la otra el rejo. Pero hoy creo que eso fue lo que me formó el carácter para enfrentar todo lo que la vida me puso delante después”, confiesa Óscar.

Es que fue poco después que los malos tiempos comenzaron a llegar a Zaragoza. Los paramilitares enfrentados a guerrilleros del ELN. Y en medio de ellos, familias como la de Óscar que se levantaban a diario preguntándose en qué momento los fusiles de algún bando cruzarían el portón de entrada de la finca.

No era, sin embargo, el único miedo que los acompañaba. Los Figueroa no aguantaban más el maltrato de don Jorge. Su mano de hierro. Su agresividad desbordada.

Entonces, mamá Hermelinda no quiso quedarse sentada aguardando por la fatalidad. “Ya nosotros sabíamos de niños del pueblo que habían sido reclutados a la fuerza para irse a la guerra. O de padres o tíos a quienes mataban delante de esos niños, pues se resistían a entregarlos. Mi mamá no quiso para nosotros esa suerte. Ni estaba dispuesta a seguir tolerando a mi papá. No había mucho que pensar. Por eso nos fuimos”.

Con lo poco que alcanzaron a recoger en varias cajas, Hermelinda y los cuatro muchachos salieron a escondidas del padre y el esposo. “Prácticamente nos volamos de la finca y él no supo para dónde. Fue doloroso, pero mi mamá sentía que en Zaragoza no teníamos futuro. Y que al alejarnos de mi papá nos quitábamos un peso de encima”.

Un viaje largo los dejó, muchas horas más tarde, a las puertas de una casa estrecha del barrio Bellavista, uno de los más violentos de Cartago, norte del Valle. Hermelinda había vivido en el pueblo de adolescente. Así que en medio del apuro no dudó en acudir a Isabel, su hermana, que vivía en ese municipio desde hacía años para que le ayudara a fundar una vida nueva.

Pero los malos días los persiguieron hasta allá. La madre del futuro campeón olímpico se vio obligada de repente a conseguir hasta tres trabajos en un mismo día, limpiando casas y planchando ropas ajenas. Y la plata a pesar de todo no alcanzaba, por lo que pronto los hermanos menores, Juana y Óscar, terminaron en la fundación Teresita Cárdenas de Candelo, que prestaba sus servicios al Icbf para que niños de hogares pobres del pueblo tuvieran las tres comidas y formación en distintos oficios.

Óscar aprendió allí de panadería, de agricultura, de carpintería. Pensando con ello en conseguir un empleo que aliviara la esclavitud de su mamá. Pero atribulado ante la precariedad que reinaba en casa y con apenas diez años se animó a rebuscarse la vida. “Una vez —recuerda Hermelinda— hasta se metió de jardinero. Pero una noche llegó a la casa con las manos todas ampolladas. Me miró con desilusión y me dijo: ‘madre, esta no es la vida que quiero para m풔.

Su vida, cómo saberlo, estaba en realidad a varios metros de Bellavista, en el coliseo de Cartago. Y el destino se demoró en notificárselo: antes de eso, Óscar sirvió de compañero de ocasión para un grupo de amigos que jugaban al fútbol, deporte que no lo entusiasmaba. Después probó atletismo, ante la mirada curiosa de profesores que advertían sus habilidades para correr. Después natación, pero debió abandonar la idea ante la imposibilidad de costear las clases. Algo similar le sucedió con el karate.

[[nid:571411;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/08/ep001169044.jpg;full;{El pesista Óscar Figueroa se entretiene con un niño del jardín Infantil Santiaguitos, donde estuvo de visita esta semana.Especial para El País}]]

Mientras todo eso ocurría, el estudiante del Colegio Técnico Ciudad de Cartago miraba con anhelo las clases de pesas a las que asistían unos primos mayores, que en lugar de convidarlo a sus entrenos, lo espantaban del coliseo con unas zurras tremendas.

El asunto no pasó inadvertido a los ojos de Carmenza Delgado, una negra de risa encendida, campeona panamericana en pesas, que vio jugando en la calle una tarde a un niñito de “figura fuertecita”. La mujer lo dejaría en las manos de su hermana Damaris, la profesora que justamente entrenaba en levantamiento de pesas a treinta niños en el coliseo. Sería ella el primer ángel tutelar de la carrera deportiva del antioqueño.

Óscar se animó a entrenar bajo la promesa de que la ‘profe’ Damaris, una pesista de apenas 18 años que había sido subcampeona suramericana en 85 kilos, lo resguardara de los golpes de los primos. Ella cumplió y, sin saberlo, el niñito también. “Cuando la conocí, lo primero que me pidió fue hacer sentadillas”, narra Óscar. “Y yo hice 65 kilos de sentadillas, lo recuerdo tanto. Eso era muchísimo para mi cuerpo y mi estatura. Ella se emocionó muchísimo cuando vio eso”.

Era 1997 y la noticia de que había un niño de no más de 11 años con un biotipo excepcional para el levantamiento de pesas se regó pronto por el pueblo. Y llegó a oídos de Jáiber Manjarrés, un veterano entrenador, quien recuerda cómo a su “corta edad Óscar mostraba buena técnica y progresaba muchísimo en los entrenamientos. Por eso a los dos años, con ayuda de Indervalle, pedimos que lo trasladaran a Cali para que él pudiera continuar con los entrenamientos. Su futuro no estaba en Cartago”.

Pronto, dice Damaris, también comenzarían a llegar los primeros triunfos. “Empezó a competir en juegos departamentales y nacionales, curiosamente en categorías que no eran las de él. A los 14 años competía en Junior, que era para muchachos de 18. Pero Óscar siempre ganaba las medallas de oro. Y yo veía la gente cómo lo miraba con admiración”.

La figura de Figueroa subida siempre en el podio comenzó, pues, a ser frecuente. Lo sabe bien Luis Ernesto Mosquera, uno de sus tíos, que atesora en su casa de Siloé decenas de recortes de prensa que documentan las hazañas del sobrino célebre. En la tarea se puso desde 2001 casi por azar: cada vez que se aprestaba a cubrir con papel periódico el taller donde se ganaba la vida como pintor automotriz, Óscar casi siempre sonreía en las secciones deportivas con alguna medalla al cuello. 

Casi siempre, advierte, porque varios de esos recortes reseñan también los momentos amargos. La medalla esquiva de los Olímpicos de Atenas 2004, cuando acabó de cuarto, solo porque su contrincante más cercano pesaba unos pocos kilos menos que él. El doloroso paso por Beijín, cuatro años más tarde, cuando una lesión de columna, en las cervicales c6 y c7, ni siquiera le permitió levantar las pesas. El mundo entero, en vivo y en directo, asistiría con él a ese fracaso. Y de regreso a Colombia, se vio obligado además a soportar el peso de las críticas: que era un perezoso, decían algunos. Que no se había preparado bien, gritaban ciertos periodistas en sus titulares. “La prensa y la propia dirigencia deportiva me dieron la espalda, ya no confiaban en mí, sin entender que la culpa de todo había sido el estrés generado por los fuertes entrenamientos a los que me tenían sometido”. Ese capítulo de su vida deportiva lo escribió con lágrimas y dolores al lado de Ganctho Karouskov, entrenador búlgaro contratado para formar a la selección colombiana de pesas de cara a los Juegos Olímpicos y que cargaba la fama de ser el hombre detrás del oro olímpico de María Isabel Urrutia. Su método era agresivo, sin pausa, de lunes a sábado. “Lo hacía porque su formación era la de un militar que creía ciegamente que el mejor en halterofilia se formaba solamente levantando peso sin parar. Fue eso lo que me dejó una lesión que casi me deja parapléjico. Y que también les costó la carrera a otros pesistas como Nubia Solís, Roger Berrío, Jorge Wisa, Heriberto Barbosa y Jhonny González”. El primer desquite llegaría en Londres 2012, cuando se trajo consigo la medalla de plata. Ya las condiciones de entrenamiento habían cambiado. Lejos de Karouskov y muy cerca de sus entrenadores colombianos, Jáiber Manjarrés y Oswaldo Pinilla, a quien conoció siendo su subalterno en el Ejército. El método de ambos era parecido: llevaban en un cuaderno, por días, anotaciones sobre la carga, la descarga y el mantenimiento necesario para evitar nuevas lesiones en Figueroa. Fue después de eso que comenzó sus estudios universitarios. “Porque de nada sirve ser un campeón si no tienes conocimiento. Y lo que yo quiero es ser un dirigente deportivo. Todavía hay muchas cosas por cambiar en beneficio de los deportistas”, asegura Óscar. Como estudiante, afirma el profesor Juan Carlos Moreno, director del programa de administración de la USC, es de esos “alumnos preguntones. Un tipo disciplinado que vive luchando para sacar adelante una carrera en medio de entrenamientos, competencias y cirugías”. Y el resto de esta historia ya nos lo sabemos. La vivimos todos el pasado 8 de agosto cuando el niñito de mamá Hermelinda subió bañado en lágrimas al podio de Río. Y todos lloramos con él. La de Óscar Figueroa es una historia que nos regala una promesa: que hay que vivir la vida como si estuviéramos siempre buscando imponer un nuevo récord. 
En detalle Hay dos fundaciones a las que Óscar Figueroa apoya.  Una de ellas es Teresita Cárdenas de Candelo, en Cartago.  ”Allí ayudan a niños de escasos recursos. Cuando yo recién llego a Cartago, esta fundación nos acoge.  Y yo vivo muy agradecido con ellos”, dice el pesista.  El ángel del lugar era la señora Estela Castro.  Ella es la directora. Y Óscar le dice “mamá Estela”.  ”Todos los días iba a la fundación a comer desayuno, almuerzo, refrigerio.  Y nos daban talleres de aprendizaje en panadería, carpintería, agricultura, culinaria”, recuerda Figueroa.  Y la otra fundación se llama  Levanta Sueños.  ”Queda en Palmira, porque allá está mi profesor Oswaldo Pinilla.  Y la tengo en compañía con la esposa de él”, explica el campeón olímpico de Río.
  

AHORA EN Deportes