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La fiesta del regreso del América de Cali a la A, en un sombrero

Una jugada de William Arboleda sirvió para recordar que el triunfo no es la única forma legítima que la alegría tiene en una cancha. Crónica.

6 de febrero de 2017 Por: Por Jorge Enrique Rojas, editor de la Unidad de Crónicas

Una de las tantas veces que la poesía del escritor uruguayo Eduardo Galeano  brilló para perpetuar la efímera belleza del fútbol, fue cuando escribió cuatro líneas celebrando la aparición de uno de esos jugadores que con los años se fueron volviendo rareza en medio de las estrategias que intentan descifrar el juego en una pizarra:

“Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la aventura de la libertad…”

Porque presos de los sistemas y las tácticas que procuran organizar partidos con fórmulas matemáticas que antes solían empezar con el ‘prefijo’ 4-4-2, los jugadores poco a poco se fueron convirtiendo en operarios a los que un jefe encorbatado, desde la raya, les pide marcar tarjeta por la lateral. O hacer entregas con movimientos memorizados y cumplir objetivos específicos que permitan empujar la mezquina máquina del triunfo. 

Porque de un momento a otro hubo alguien a quien se le ocurrió que el juego podía ser un negocio redondo y desde entonces la diversión se transformó en una competencia implacable en la que ganar es la única posibilidad feliz. Y así la felicidad se fue yendo de los estadios.

Si cupiera bautizo para ese momento, quizás no sería exagerado llamarlo la triste marcha de los insolentes: paulatinamente se fueron extinguiendo para darle paso a los resignados reclutas de la tiranía de los tres puntos, que poblaron las canchas de obediencia táctica y las tribunas de bostezos.

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Fue el tiempo en que los futbolistas empezaron a verse todos un poco igual, hechos a imagen y semejanza de levantadores de pesas y cada vez menos parecidos a los locos-cuerdos que al principio de los tiempos jugaban con las medias abajo y simplemente para ser felices. 

Los insolentes, esos animales raros que saltaban a la cancha con la única preocupación de gozar y hacer gozar, y en esa medida, más importante que aprender a hacer línea de cuatro para replegarse, era tirar un caño. O hacer un ocho, o construir una pared, o lanzar un centro de rabona, o vestirse de mago para hacer un sombrero.

Existen los que se atreven

Pero por fortuna, como escribió el maestro Galeano, todavía existen los descarados que se declaran en desobediencia civil y de vez en cuando, muy de vez en cuando, aparecen para recordarnos que ganar no es la única forma legítima que la alegría tiene en una cancha. O en la vida.

Este sábado ocurrió en el minuto 20 del primer tiempo, cuando el volante de primera línea del América, William Arboleda, pisando el área rival, hizo un sombrero hecho a la medida del marcador derecho de Rionegro, que aun saltando, aun esforzándose con los dientes apretados para romper el conjuro, cayó en el hechizo.

Como cayó en el hechizo la gente, los 30.000 americanos que llenaron de rojo el Pascual Guerrero y que por un segundo, o dos, el tiempo que el balón haya permanecido en el aire mientras volvía al pie de Arboleda, se despegaron de sus asientos para seguir con emoción contenida el descaro de ese atrevido de pelo rebelde que juega con el 21 en la espalda. 

Fue en el arco norte, recostado sobre occidental y en el borde de las 18. Ahhhhhhhh..., se escuchó en coro y en las cuatro tribunas, en uno de esos auténticos suspiros de amor que a la grada se le escapan de vez en cuando. Muy de vez en cuando. 

Minutos después, sobre la mitad, Arboleda recuperó un balón por la misma banda y armó el inicio de un ataque entregándole de tacón a Lucumí. Y luego, en otra jugada, levantó la cabeza y antes de que el viento se le enredara en los crespos, cambió de frente. 

Y así durante casi todo el partido: jugó de primera, se asoció, jugó de cinco y de diez. Balones para Borja, para Martínez, para Angulo. 

Jugó tanto ese muchacho, que muchos de quienes fuimos a esperar el primer triunfo de la mecha en su regreso a la A, salimos del estadio casi tan contentos como si el equipo hubiera ganado. 

Debe ser, decía un señor que caminaba con el hijo hacia la Calle Quinta después del partido, que esta hinchada acostumbrada a sufrir durante cinco años, aprendió a celebrar las pequeñas bellezas de la vida. O quizás, que el feliz descaro de ese volante nacido en Buenaventura y por el que Torres decidió apostar trayéndolo del Medellín, nos sirvió para recordar que el fútbol, pese a todo, sigue siendo un juego donde un sombrero también puede ser una fiesta.

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