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Jonathan 'El Momo' Romero : El boxeador al que no le gusta boxear

Si pudiera, Johnatan Romero, el nuevo campeón mundial supergallo, no se ganaría la vida a los golpes. ¿Con qué sueña un boxeador al estar despierto?

25 de febrero de 2013 Por: JORGE ENRIQUE ROJAS- Editor Unidad de Crónicas de El País

Si pudiera, Johnatan Romero, el nuevo campeón mundial supergallo, no se ganaría la vida a los golpes. ¿Con qué sueña un boxeador al estar despierto?

Johnatan Romero acaba de coronarse rey del mundo, pero cinco días después de la pelea el campeón está ausente. No parece estar allí, en ese cuerpo nervudo, de brazos tatuados y nudillos filosos que le aguantó doce asaltos a un mejicano en Tijuana para traerse el título de la categoría supergallo. Ni tampoco se ve en esa sonrisa blanquísima publicitada en noticieros y notas de prensa como el gesto de redención de un chico que tenía la fatalidad como destino. ‘Momo’, como le dicen al boxeador desde que era un niño, es un campeón que lejos de las cámaras no sonríe. “He estado todo el día voltiando, parce: entrevistas, el Alcalde, visitas… Aquí donde me ve, ni siquiera he almorzado”, dice en tono de excusa mientras entrega su celular vibrante a uno de los dos policías que ahora lo escoltan. El peleador que se levantó en una de las esquinas más peligrosas de la ciudad lleva guardaespaldas durante su primer día en Cali, como otra de esas ofrendas de última hora que acostumbran entregarse cuando el éxito de un olvidado enciende televisores en horario prime time. Así que puede que todo aquello, la expedición del triunfo a la que suelen ser sometidos los héroes repentinos, a las siete de la noche ya sea como una trompada en el carisma del ídolo. Puede. Pero hay algo más que ocupa su cabeza a esa hora: le han recomendado que no pase la noche en El Retiro, ese barrio célebre por la violencia donde tres de sus hermanos ya cayeron muertos; y aunque le ofrecieron dormir en un hotel, ‘Momo’ eligió quedarse en casa de un amigo. ‘Momo’, el campeón que desvela a un país, piensa en cómo será su noche. A ‘Momo’ no le gusta dormir solo. ‘Momo’ le tiene miedo a la oscuridad.***La idolatría es una incubadora de leyendas. La del filipino Manny Pacquiao, séxtuple campeón del mundo en distintas categorías, cuenta que su fiereza se originó en un episodio de la niñez: una vez el pequeño Pacquiao se perdió en las calles del pueblo buscando a su perro, que llevaba un día sin aparecer; cuando los dos al fin se encontraron y regresaron a casa, el padre del futuro boxeador decidió hacer un estofado con el chihuahua y obligar a su hijo a comerlo como reprimenda por haberse perdido. La de ‘Momo’, cuenta que cuando era bebé su mamá lo bañaba en leche tibia para combatir su fragilidad. Cuando nació, ‘Momo’ cabía en la mano estirada de un hombre adulto. ‘Momo’ fue sietemesino.Reinel Romero, el padre del campeón, es un policía retirado de 64 años que acaba de sufrir un preinfarto. Sin camisa, sentado en el quicio de la puerta de su casa, con el sol de las nueve acariciándole la cabeza, se ve como un luchador que se recupera de una paliza. “¿Alguien ha visto el bastón?”, pregunta encorvado como una incógnita, mientras recuerda esos días en que la vida de su hijo eran una incertidumbre palpitante: el sueldo del policía tenía que alimentar otras ocho bocas. Esa fue una de las razones por las cuales el prematuro ‘Momo’ no pudo estar más tiempo en una incubadora y el calor artificial debió ser reemplazado por un ingenio de la escasez: un bombillo encendido sobre la cuna del bebé, pendiendo de un calcetín de futbolista.Antes que un lugar común en esta historia de superación, la pobreza de la familia Romero fue en este caso el asunto que lo definió todo: el bombillo no fue suficiente y el niño empezó a enfermar y a enfermar. El padre, desesperado, le ofreció la salud del nene al Divino Ecce Homo de Bolívar (Valle), santo al que le recomendaron encomendarse por su record de milagros cumplidos. Reinel, viendo al recién nacido tan débil, hizo un trato con el santo: “Si me lo salvás, le pongo tu nombre”.El segundo nombre del campeón es Eccehomo. ‘Momo’, el diminutivo. Solo así lo soporta. Cuando estaba pequeño, odiaba que le dijeran Eccehomo y era capaz de agarrase a golpes con quien lo hiciera. Convertido ya en boxeador, muchas veces su entrenador lo llamó así cuando iba perdiendo un combate. Ecce Homo, en latín, traduce he ahí al hombre. Johnatan Eccehomo Romero nunca ha sido noqueado en un ring de pelea. ***Abajo de la casa de los Romero hay cientos de carretadas de tierra que el viejo Reinel recogió por días, noche enteras, para tapar el pantano que era ese lote alguna vez negociado en cien mil pesos. Carretadas de escombros, piedras, trozos de ladrillos que él encontraba por ahí, después de quitarse el uniforme de policía para vestirse de papá. La casa fue levantada entre un caño de aguas negras y una cancha de fútbol, a ratos convertida en cuadrilátero de pandilleros y combos. Esas son las fronteras que marcaron la niñez de ‘Momo’. Las mismas que determinaron lo que sería años después: pelear, sobrevivir, mantenerse lejos de la mierda, antes que una elección empezó siendo una obligación geográfica en la vida del campeón.Luis Carlos Angulo es un boxeador retirado que desde los 9 años fue amigo de ‘Momo’. ‘Lucho’, como le dicen en el barrio, fue su cómplice favorito para muchas cosas: bromas del colegio, novias de adolescencia, concentraciones en campeonatos nacionales. “Hemos sido muy buenos amigos. Cuando nos tocaban viajes de boxeo, hasta compartíamos habitación. Él es muy buen pelao, pero hace rato no hablamos”, dice arrugando la boca y dando a entender que pasó algo que puso distancia entre los dos. Pero antes, ‘Lucho’ y ‘Momo’ fueron como la mano y el guante.Por eso ‘Lucho’ sabe cómo fue el inicio de todo: aunque el Divino Eccehomo hizo el milagro, ‘Momo’ siempre fue un flacucho. De acuerdo con un registro de la Liga de Boxeo del Valle, a los 13 años, siendo incluso ya un amateur, el chico llegaba a los 33 kilos. El niño ‘Momo’, convertido en boxeador, pesaba menos que tres costales de papas. Así que de eso se aprovechaban en el colegio: de sus brazos flacos como alambres y de la incontinencia emocional que sufría cada que escuchaba el grito de ese bendito nombre que él entonces sentía como una maldición: ¡Eccehooooooooomo!‘Momo’, pues, daba golpes. Tiraba puños sin importar el tamaño del contendiente, como si eso fuera un asunto natural. Algo tan sencillo como respirar o parpadear o tragar saliva. O perder. Por esos días también perder era natural para él: ‘Momo’ siempre caía. Cristina, su mamá, recuerda al muchacho regresando todo reventado, con los pantalones rotos, las huellas del llanto sobre la mugre prendida de su cara. Esa cara. Hasta que llegó el día en que su papá lo llevó a la escuela de box que el profesor Jorge Aguirre montaba por las tardes en el colegio del Señor de los Milagros. El día en que todo cambió, empezando por la cara de ‘Momo’: el chico descubrió que si iba a esa escuela, el profesor le daba pan y gaseosa. Y Aguirre descubrió el hambre de un campeón. ‘Momo’, por esos días, jugaba fútbol. Era volante 10 y alcanzó a estar en las divisiones inferiores del América. Pero pegarle a una pelota no le llenaba la barriga. Darle trompadas a otros, sí. ‘Momo’, en ese tiempo, era un boxeador sonriente. ***En la Liga de Boxeo del Valle, Jaime Cuéllar, un regular boxeador que se convirtió en un buen dirigente, eleva los ojos al cielo para hacer memoria. Y en algún lado encuentra a René, el hermano mayor de ‘Momo’, que también fue boxeador. René, dice, pudo ser incluso mejor que el campeón. Y también Andrés Felipe, su otro hermano, que también había empezado a ganarse la vida boxeando. Pero ambos cayeron noqueados por las balas. René, en una esquina del barrio Unión de Vivienda Popular. Andrés Felipe, en la esquina de su casa. A René lo mataron por ser amigo de un chico que se había metido con una mujer prohibida. A Andrés Felipe, por estar saludando a alguien que estaba sentenciado. La muerte, como la cancha de fútbol donde se enfrentaban las pandillas, como el caño de aguas negras al otro lado de su casa, fue otra de las fronteras que definió el camino de ‘Momo’: a su hermano Jimmy, un cadete de la marina que solo soñaba con el mar, lo mataron también en el barrio creyendo que por ser militar cargaba una pistola en el cinto. A Luz Adriana, su hermanita menor, se la llevó una artritis deformativa cuando todavía no llegaba a los 15 años.Todo aquello, dice ‘Lucho’, su amigo de infancia, fue borrando la risa de ‘Momo’. Aguirre, su primer entrenador, recuerda que incluso hubo un día en que el muchacho le confesó que quería retirarse, dejar los guantes, armarse, vengar a sus hermanos. “Pelear profe, pelear, pero ya no en el ring. Finalmente a mí ni me gusta boxear”.Aguirre es pequeño y robusto, de brazos gruesos. Tiene el pelo blanco, los ojos pequeños. Es uno de esos hombres que podría dar un abrazo y un mazazo con la misma contundencia. Él, a ‘Momo’, lo abrazó. Y cuando sus piernas temblaron empezó a recordarle: le habló de los sacrificios que hicieron para tenerle comida en la mesa; de la vez que la vieja Cristina vendió los muebles de la sala para poder mercar; de los días en que su papá tuvo que caminar hasta el trabajo para que él pudiera tomar un bus que lo llevara al entreno; le recordó ese tiempo en que su papá no tenía cómo comprar una botella de agua para llevar a la esquina del ring y entonces todo el mundo veía al viejo Reinel correr hasta el baño del coliseo para llenarse los cachetes de agua y poder refrescar a su hijo, el futuro campeón, así fuera a escupitajos. ‘Momo’ escuchó todo aquello. ‘Momo’ es un boxeador con memoria. ***Poco antes de irse a dormir, el campeón sigue ausente. Está vestido con una bermuda a cuadros y una camiseta roja que le combina con unos zapatos Nike. En un televisor leen las noticias de la noche y su nombre se escucha en sonido estéreo. El boxeador hace una mueca que anuncia una sonrisa, pero lo suyo es más bien un gesto de fastidio. Esa mañana, el presentador de un programa matutino que se emite por un canal privado, se refirió a él como un chico que había encontrado el camino de la vida aun después de haber sido asesino. “Y yo, parcerito, yo no maté a nadie. No lo hice todo bien, pero nunca maté a nadie” , dice el campeón con la mirada clavada en el piso. Los brazos de ‘Momo’, expuestos por la ropa que lleva, dejan leer varios nombres grabados en tinta negra sobre sus músculos templados: los de sus tres hijos, las huellas de nacimiento de su hermano René. El cuerpo de ‘Momo’ es, además de una máquina de esquivar golpes y aguantar ganchos, un recordatorio de la vida y la muerte. De la endeble frontera que hay entre uno y otro lado: el caño, la cancha, su casa. Por eso, dice, a él no le gusta boxear. “¿Qué es lo bacano de darse golpes? —pregunta—. Nada —responde—. Lo que pasa es que esto es lo que me da de comer. Si yo pudiera, sería actor. Eso sí que me gusta. Pero no sé... tengo que pensar en la gaseosa y el pan. La gaseosa y el pan, parcerito...” ‘Momo’, mirando algo en el televisor, al fin parece sonreír.

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