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Julio César Londoño es cuentista confeso, novelista arrepentido, teórico de la ciencia y novelero irredento, que siempre quiere saber el porqué de los porqués.

LITERATURA

'Mariana y el triciclo', uno de los cuentos del nuevo libro de Julio César Londoño

El escritor vallecaucano Julio César Londoño acaba de publicar su libro ‘Sacrificio de Dama’, con una selección de cuentos y ensayos. Uno de ellos es el titulado ‘Mariana y el triciclo’, que hoy nos comparte.

28 de abril de 2019 Por: Julio César Londoño / Especial para Gaceta.

El final de mi inocencia tiene una fecha precisa, 24 de diciembre de 1960. Esa fue la primera vez que el Niño Dios no me trajo juguetes.

Yo tenía apenas siete años ¡y me trajo ropa! Si me hubiera traído verduras o un libro de cívica, no me habría ofendido tanto.

Lloré durante todo el 25 y solo paré el 26, cuando volvieron a abrir los almacenes y mi hermano José pudo comprarme una pelota grande de caucho con números y letras en relieve.

Éramos pobres. Mamá era una viuda con siete hijos de todos los tamaños. Sobrevivíamos de milagro. Y de la costura. Mamá cosía. Se la pasaba del solar a la cocina y de la cocina al comedor, que también era costurero, con el metro terciado en el cuello como una estola pagana.

Recuerdo que en las tardes la casa se llenaba con la algarabía de mujeres que despejaban la mesa del comedor y se entregaban a la práctica de esa geometría glamorosa de la que nunca supo nada Euclides: el sesgo, la sisa, el zigzag, los curvígrafos, la tiza, el metro, el arte de empatar las piezas tratando de no estropear mucho los estampados.

Yo jugaba con mis carros debajo de la mesa. Aunque me turbaba ese bosque de piernas jóvenes y muslos firmes y ese cielo de calzones fragantes, me asombraba mucho más el hecho de que pudieran parlotear de esa manera con la boca llena de alfileres.

Pero me desvío. Volvamos a nuestro asunto. La broma del Niño Dios no fue el primer golpe que me dio la vida. Antes, hacia los tres años, soñé que tenía un triciclo y que volaba en él por toda la casa. Fue la noche más feliz de mi vida. Al día siguiente madrugué a buscar mi triciclo. Era rojo con llantas blancas, tenía biseles cromados y olía a nuevo.

Podría reconocerlo entre mil. Mamá trató de explicarme que era un sueño, pero no le entendí entonces y sigo sin entender los mecanismos de esos mundos paralelos que se nos revelan en el sueño, ni estoy muy seguro de que sean más fantásticos que los mundos de la vigilia. Aunque mi indignación no tuvo límites (¡me habían robado el triciclo!) media hora más tarde ya estaba brincando obstáculos o descubriendo ese universo de lombrices, ciempiés y diminutos caracoles y organismos sin nombre que bulle en cualquier patio, bajo la humedad de una piedra.

A los adultos les cuesta más trabajo olvidar. Por eso creo que para mamá esas mañanas (porque el sueño debió repetirse muchas veces) fueron muy tristes, y ahora me duele más su frustración que la mía. Yo era el menor y aún no iba a la escuela. En ese tiempo, o al menos en mi clase social, no se estilaba la educación preescolar y vivía envidiando los tesoros de mis hermanos, los libros ilustrados, los mapas, las bolas de colores del ábaco bajo la pizarra negra, el compás, las escuadras, las acuarelas, la cartilla y un instrumento novedoso que acababa de ser inventado por un vago que lo había concebido en un muelle al ver la línea de aceite que un balín dejó al rodar sobre el pavimento: el bolígrafo.

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El preescolar se hacía en casa y yo lo aprobé con honores. Mamá aprovechó la “fiebre” de estudio (o de útiles) que yo tenía, y todas las tardes, a las dos, cuando mis hermanos se habían marchado para el colegio, me ponía a hacer planas. A los cinco años ya sabía dividir muy bien y leía en voz alta mejor que mis hermanos, cosa que los enfurecía.

Enseguida de la casa vivía Mariana. Era una mujer grande (veintitantos años) y bellísima. Llevaba corto el cabello castaño oscuro, tenía pómulos y maxilares muy marcados, piel blanca, mejillas chapeadas, como la gente de clima frío, ojos cafés y una sonrisa capaz de encandilar a un ciego. A veces Mariana nos visitaba.

¿Dónde están mis ojos?, llegaba gritando, y yo agonizaba de vergüenza y corría a esconderme debajo de las camas. Una vez me atrapó en plena carrera. Muéstrame mis ojos, dijo, y me cubrí la cara con las manos. Entonces me abrazó: Nunca ocultes tu rubor. Es el color de la virtud, susurró mientras besaba mis mejillas. Cuando al fin cumplí los siete años, que era la edad en que los niños adquiríamos uso de razón, mamá decidió matricularme en la Escuela José María Córdoba.

En medio de la felicidad que la noticia me produjo (¡colores, ábaco, libros ilustrados!) sentí miedo. Salir de la casa —hasta un niño lo sabía— entrañaba peligro. Además, no estaba seguro de estar bien preparado para ese desafío. Temblaba el primer día de clases. Mis hermanos habían llenado de monstruos las vísperas: fraccionarios, decimales, conjugaciones, lecciones… ¿Y adivinen quién era la profesora? ¡Mariana, y ni una cama a la vista! Nos dio la bienvenida exhibiendo su insoportable sonrisa, contoneando sus largos huesos entre los pupitres y rozándonos los oídos con el frufrú de sus enaguas mientras explicaba las reglas de juego: no podíamos comer en clase, había que levantar la mano antes que cualquier otra parte del cuerpo, teníamos que estar impecables siempre, etcétera.

Luego nos ordenó sacar los cuadernos y hacer una plana de palitos. ¡De palitos, sí! Era ridículo. Ofensivo. ¡¿Palitos?! Masticando mi orgullo, hice la plana. Terminamos. Mariana recogió los cuadernos, los examinó rápidamente, decidió que mis palitos eran los mejores y me premió con una caja de Prismacolor.

Yo la acepté, sonreí hipócritamente y la guardé en mi maletín de lona verde, pero nunca, hasta hoy, le conté a nadie ese vergonzoso triunfo. A Durán no le gustó el fallo de la profesora. Era un niño más bajito que yo pero fuerte y macizo, y tenía una cabeza muy grande, como la de los enanos. En el recreo se me acercó, me rodeó el cuello con su brazo derecho y con el izquierdo me aplicó un torniquete largo, doloroso, mortal. Un instante antes de que mis pulmones estallaran, me soltó.

Era un matemático de la tortura. Todos los días, durante los cinco años siguientes, Durán me aplicó religiosamente su “máquina”, y todas las noches le pedía a Dios con mucho fervor que Durán se muriera.

Pero Dios, se sabe, es un señor muy distinguido que siempre mira para otro lado. Hubo algo peor. Una vez vimos a Mariana encerrarse con Marín, el director de la escuela, durante el recreo largo de la mañana en el “Almacén”, un salón grande donde se guardaban los mapas, el esqueleto, los instrumentos de la banda de guerra, los balones, las mallas y las colchonetas de saltos. Los grandes decían cosas, imaginaban las largas piernas de Mariana entre arpas de plata y trompetas de oro, y sus dientes perfectos mordiendo los labios del gordito Marín, y su rostro sepultado en la colchoneta en una eternidad de doloroso placer y otras escenas que yo no entendía.

Esa noche recordé sus ojos —tabaco líquido— y lloré de rabia sin tener muy claro por qué. Al día siguiente yo seguía furioso. Durán me saludó con su abrazo habitual. De pronto lo oí chillar como los marranos en el matadero. ¡Soltame, por Dios!, imploró con el rostro congestionado.

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Entonces comprendí: mi mano derecha le estaba destripando los testículos. Recapacité. Pensé soltarlo, pero temí que me matara y decidí matarlo yo primero y apreté y apreté con todas mis fuerzas. Los niños me vitoreaban. Vinieron los profesores, trataron de separarnos, pero el pánico me había petrificado la mano que agarraba los testículos de Durán, como una garra aferrada al borde de un precipicio.

Al fin a alguien se le ocurrió taparme la boca y la nariz con su manaza. Un minuto después tuve que soltarlo. Ya era tarde, perdió un testículo, pero aprendió a respetar a los hombres, en especial a los atacados por rabias de amor. Por lo demás, tengo gratos recuerdos de la escuela.

Por mi agilidad, gocé de cierto renombre en el patio de recreo y en el salón fui, gracias al “preescolar” de mamá, toda una vedette. He llegado a la conclusión de que, en el fondo, no me molestaron los aplausos que obtuve por la plana de palitos. Y en esas sigo, haciendo planas para ganar aplausos.

En lugar del triciclo, mamá me dio dos juguetes calidoscópicos: los números y las letras. ¡Cómo me he divertido con ellos! Ayer, después de treinta años, volví a ver a Mariana. Llenaba un formulario en el banco. Tenía unas gafitas doradas caídas sobre la nariz. Seguía bella, esbelta y casi victoriosa sobre el tiempo. Pensé presentarme y decirle algo gracioso para gozar del espectáculo de su risa. Pero, como tantas veces frente a ellas, me faltó valor. La contemplé un momento, y salí.

Descripción de la publicación

Estos cuentos y ensayos demuestran las virtudes de la prosa de Julio César Londoño: transparencia en los razonamientos, agudeza especulativa, resoluciones singulares, erudición y una asombrosa versatilidad.

En los cuentos, por ejemplo, Rufino José Cuervo y  Andrés Bello se cruzan cartas sobre la naturaleza del lenguaje; un hombre narra las partidas de ajedrez en las que enfrenta a un computador temperamental. El libro se podrá encontrar en diferentes stands de la Filbo 2019.

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