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La escritora caucana Annie Montenegro acaba de publicar su libro ‘El mundo era una bruma’, una compilación de seis cuentos que retratan las dinámicas sociales entre ciudad y campo en medio del conflicto colombiano. Compartimos con los lectores de Gaceta, una de estas intensas historias. | Foto: Foto: Especial para Gaceta

CUENTO

'Doce, trece, ¡catorce!': un cuento de la escritora caucana Annie Montenegro V.

La escritora caucana Annie Montenegro acaba de publicar su libro ‘El mundo era una bruma’, una compilación de seis cuentos que retratan las dinámicas sociales entre ciudad y campo en medio del conflicto colombiano. Compartimos con los lectores de Gaceta, una de estas intensas historias.

1 de noviembre de 2022 Por: &nbsp;Annie Montenegro V., especial para Gaceta <br>

El bus subía tosiendo por la ca¬rretera. Las niñas trataban de entretenerse contando lo que veían: un caballo negro, dos carros ro¬jos, un árbol, una casa, un perro... Las voces infantiles hacían más insopor¬table el calor. La mujer quiso pedirles que se callaran, pero pensó que ellas también estarían fastidiadas. Era un viaje que nadie quería hacer.

La mujer intentó dormir, pero no fue posible. Se abanicó con la cami¬sa y la tórrida caricia la adormeció. Cuando despertó, contempló a las niñas dormidas en su regazo. Miró la ventana y en el reflejo se contempló junto a su hermana, diecisiete años atrás, la misma algarabía, el mismo tedio, el mismo espacio estrecho para tres personas. Enredada entre recuerdos, la volvió a encontrar el sueño.

Un golpecito en el hombro la despertó. El bus estaba detenido y los pasajeros desfilaban con maleta en mano por el pasillo. Miró por la ventana; aún no llegaban a la ciudad. Un militar gritó desde la cabecera del bus:

—¡Hombres y mujeres, todos con sus maletas!
Despertó a las niñas, cogió las maletas y se dirigió a la puerta.
—Las niñas se pueden quedar —dijo el militar.
Levantó la cabeza para indicarles que regresaran al puesto. Bajó del bus y se acomodó en la fila.
—Señora, la fila de mujeres es la de allá —sentenció el militar con el brazo extendido.

Miró en la dirección indicada y arrastró sus pasos. Se acomodó detrás de una mujer robusta que no acababa de salir del sueño.

Las niñas regresaron a su puesto. Nadia, la mayor, propuso un juego. Las pequeñas manos infantiles empezaron a subir y bajar, a juntarse y despegarse como si fueran mariposas. La mano de Ana chocó contra el asiento delantero, el golpe le hizo abandonar el juego. Se acomodó con los brazos cruzados sobre la ventana, levantó su pequeño dedito rosado y empezó a contar:

—Un guerrillero, dos guerrilleros, tres guerrilleros, cuatro guerrilleros…
Los dos soldados que requisaban los asientos bajaron del bus:
—¡Negativo, mi capitán!
El capitán les señaló la mesa donde se requisaban las maletas. Contempló a la niña:
—…Diez guerrilleros, once guerrilleros…
El capitán se acercó. El dedito rosado lo señaló y la niña gritó con alegría:
—…¡Catorce guerrilleros. Nadia, hay catorce guerrilleros!
El capitán sonrió y Ana le devolvió una sonrisa.
—Buenos días. ¿Cómo te llamas?
La niña agachó la cabeza y miró a Nadia. Nadia no la miró, estaba entretenida subiendo, bajando, juntando y despegando sus manos contra la silla de enfrente.
—Yo me llamo Barragán. ¡Capitán Barragán! —dijo, mientras intentaba hacer gracioso el saludo militar.
—A-na —respondió.
— ¿Te vas de viaje?
—Sí. Vamos donde la tía Susana. Está enferma.
— ¿Y con quién vas donde la tía Susana?
—Con mi hermana —dijo Ana mientras se volteaba para mostrarle a Nadia al capitán— y con mi mamá—. Y el mismo dedito rosado señaló hacia el antepenúltimo lugar en la fila de mujeres.
— ¿Tu mamá es la señora de la blusa negra?
—Sí —dijo Ana, y un collar de pepitas blancas apareció detrás de sus rosados labios.
—¿Cuántos guerrilleros hay?
—¡Catorce!
—Pero nosotros no somos guerrilleros.
—Tienen la misma ropa.
—Es que ellos nos la roban —dijo el capitán con una sonrisa mal disimulada.

El capitán movió su cabeza buscando al soldado más cercano. Con un movimiento rápido de su mano, lo llamó y, en un instante, un recluta estuvo firme frente a él:

—Soldado, lleve a la civil al puesto de control —dijo mientras señalaba un lugar en la fila de mujeres.

La madre de Ana no notó el gesto del capitán. Pensaba en el viaje, el dinero que le costaba. Seguro que el próximo mes lo sentiría cada día; pero su hermana, su única hermana, Susana, estaba enferma y tenía que ir a cuidarla. Susana le había dicho que llevara a las niñas, no importaba lo del pasaje, ella se lo devolvería; ganas no le faltaban, pero ella sabía… Era una promesa que no se podría cumplir.

A estas alturas, el dinero era lo de menos. El viaje había significado también una pelea con Ernesto. Sí, era cierto, estaban en tiempos de cosecha y ahora, más que nunca, tenía que acompañarlo en la finca. Pero se trataba de Susana.

Susana, su hermana mayor, la que le enseñó a prender un fogón, a cocinar, a lavar en el río, a cargar un platón de ropa lavada en la cabeza y en cada mano un balde de agua. Susana, la que el día que se casó le dejó regalando la ropita que tenía y solo se llevó dos vestidos y una pijama.
El capitán volvió la cabeza hacia Ana, se despidió con una mueca que la niña no supo si era amable o ruda y se alejó en dirección al puesto de control.

El soldado se paró frente a la mujer:
—Señora, acompáñeme.

Ella se sintió aliviada de no tener que esperar su turno en la fila. Quería ir cuanto antes al lado de las niñas. Miró hacia la ventana desde donde Nadia y Ana le movían sus manos. Les devolvió la seña y siguió con el soldado que la sujetaba del brazo.

Al acercarse al puesto de control, preparó una sonrisa para el capitán, pero esta se anuló ante el rostro esquivo del militar.

—Cédula.
La mujer abrió amplios los ojos ante la tosca exigencia. Con temblor, extendió el documento. El capitán escrutó el pedacito de plástico.
—¿De dónde viene, señora?
—De Florida.
— ¿Usted es originaria de El Tambo?
—Sí, señor. ¿Pasa algo?
—El Tambo y Florida son zonas rojas.
La mujer asintió algo dudosa.
—¿Para dónde se dirige?
—Para Cali —respondió contrariada—, voy a visitar a mi hermana que está enferma.
El capitán le indicó al soldado que requisara las maletas. El oficial y la mujer miraban con atención las manos del soldado que se movían rápida y firmemente.
—¡Negativo, mi capitán!
—Disculpe, señor, no entiendo qué está pasando.
El capitán la observó con mirada quieta.
—Las dos niñas —dijo, señalando la ventana del bus— ¿son suyas?
La mujer asintió.
—¿Me podría explicar por qué ellas cuentan guerrilleros en lugar de contar soldados?
La mujer contempló a las niñas. Con sus manos frágiles se estrujó el rostro.
—No lo sé, mi capitán. Pregúnteselo usted mismo; por favor, pregúnteselo usted mismo.
El capitán tomó a la mujer por el brazo y la llevó junto a las niñas; sus pequeños rostros se iluminaron y sus manos empezaron a aplaudir.
—¿Mamá, ya nos podemos ir? —preguntó Ana.
La mujer no respondió. El capital se acercó a la niña y se esforzó por sonar amable.
—¿Dónde has visto a los guerrilleros?

La niña, sin pensarlo, contestó:
—En la televisión.
Los ojos del capitán contemplaron a la niña. De ella, pasaron a Nadia y de Nadia se posaron sobre el rostro de la mujer, que ahora estaba más serena.
—…Y por mi casa —agregó la pequeña.
Los otros pasajeros contemplaban la escena desde la sombra del mango. Un soldado se acercó:
—Todo en orden, mi capitán.
El oficial movió la cabeza indicando que los pasajeros podían embarcar.
Sus ojos fijos se reflejaron en los grandes ojos de la mujer:
—Señora, baje a las niñas. Debe acompañarnos a la estación.
La mujer, con ojos descolgados, contempló el ceñudo rostro del capitán. Miró a las niñas, les dio la espalda y subió al bus. Sintió que las miradas de los pasajeros se arrastraban por su cuerpo. Tomó de la mano a sus hijas y las condujo por el pasillo.
—Mamá, ¿ya llegamos? —preguntó Ana.
—Aquí no es la casa de la tía Susana —dijo Nadia, mientras sacudía la cabeza.
La mujer no respondió, ni siquiera escuchó.

Al tocar el suelo, vio sus maletas en el puesto de control. El bus arrancó y ella volvió a sentir las miradas escrutadoras de los pasajeros. Esa sensación en la piel no le permitió escuchar las preguntas de sus hijas. Le fue difícil moverse, pero pudo llegar hasta el puesto de control.
Le parecía que el aire se había detenido, que el mundo era una bruma y había que desconfiar de su existencia. Se sentó en silencio tratando de pensar, pero le fue imposible.
Uno de los militares se le acercó. Lo vio mover la boca. La voz le sonó como emitida desde una cueva lejana. No comprendió bien, le pareció escuchar algo sobre guardar silencio, tribunal de justicia, abogado, uno de oficio.

Se dio cuenta de que lloraba cuando Nadia le recorrió el rostro con sus pequeñas manos y le preguntó:

—Mami, ¿qué pasa, ya no vamos a ir donde la tía?
No le pudo responder. Puso su mano sobre la cabecita de la niña y la apretujó contra su pecho. Le extendió la otra mano a Ana y a las tres las envolvió el silencio.
La mujer cerró los ojos, los volvió a abrir cuando escuchó el sonido de un celular. El capitán contestó el aparato y se alejó del puesto:
—…Se lo había dicho, mi Mayor. Este fue un mal mes, pero con algo resultamos… Apenas empezamos y hay buena mercancía…
No se preocupe, esta vez hicimos las cosas bien… Sí, vamos a agregarle unos jugueticos… Enterado, mi Mayor, para servirle.

La mujer solo le veía mover los labios. Volvió a cerrar los ojos y se concentró en el sonido lejano de los buses que bramaban sobre la carretera. Las lágrimas trazaban caminos ardientes sobre su rostro.

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