El pais
SUSCRÍBETE

Inicio

Gaceta

Artículo

Julio César Londoño realizó las versiones digitales de los clásicos vallecaucanos María, de Jorge Isaacs, y El Alférez Real, de Eustaquio Palacios. | Foto: Archivo El País

JULIO CÉSAR LONDOÑO

Diálogo con Julio César Londoño sobre su nuevo libro de ensayos 'El cerebro y la rosa'

El escritor Julio César Londoño publicó ‘El cerebro y la rosa’, un nuevo libro de ensayos sobre ciencia, literatura y otras curiosidades. Diálogo en tiempo de pandemia con el crítico literario y divulgador científico colombiano.

8 de noviembre de 2020 Por:  L. C. Bermeo Gamboa, reportero de El País

A finales de los años 70 se publicó en Francia un pequeño libro titulado ‘El azar y la necesidad’, había sido escrito por el biólogo Jacques Monod a partir de las conferencias que dictó en el soleado Pomona College de California (EE.UU.). Cabe decir que para ser invitado a esta institución, el biólogo tuvo que ganarse antes un Premio Nobel de Medicina, compartido con François Jacob y Andrew Wolf, por sus descubrimientos sobre las funciones de las enzimas y virus a nivel genético (esta es una pobre simplificación de sus aportes).

En ese volumen de casi 200 páginas, publicado exactamente hace 50 años, Jacques Monod sostuvo que la vida en la tierra surgió por azar, que fue un accidente químico y no un acto divino, y fue más allá en su teoría cuando afirmó que hay cero probabilidad en que vuelva a repetirse. En síntesis, siguiendo a Darwin, los humanos seguimos viviendo por la necesidad reproductiva de nuestros genes. De modo que si en el siglo XIX el poeta Friedrich Hölderlin había anunciado que Dios nos había abandonado, y Nietzsche luego lo mató en su Zaratustra; fue solo a mediados del siglo XX, cuando el biólogo confirmó el absurdo de nuestra existencia a nivel astronómico: “El hombre por fin se sabe solo en la inmensidad insensible del universo, de la que ha surgido solo por casualidad. Su destino no está escrito en ninguna parte”.

Pero el biólogo no cayó en el pesimismo, o al menos no se dejó amargar por tanta incertidumbre, por el contrario, y replicando las palabras de Albert Camus, otro Nobel pero de Literatura, puso en su libro: “Ese universo, en adelante sin dueño, no le parece ni estéril ni fútil. Cada grano de esa roca, cada destello mineral de esa montaña, plena de noche, para él forma un mundo. La propia lucha hacia la cumbre basta para henchir el corazón de un hombre”. Es decir, con este mundo bastaría para ser feliz, siempre que aprendamos a conocerlo, y para lograr eso necesitamos ayudarnos de la ciencia, incluso para conocernos a nosotros mismos. De hecho, Monod es uno de los primeros pensadores modernos en afirmar que solo se puede filosofar a partir del conocimiento científico. De esta forma, puso a un mismo nivel humanidades y ciencias, lo que implicó, por un lado, que los artistas sin perder su libertad creativa adoptaran el conocimiento científico; y por otro lado, que los científicos salieran de sus laboratorios para comunicar sus descubrimientos al público en general de una forma compresible —en la misma lengua del pueblo—, y si es posible agradable.

En su libro, Jacques Monod parece otorgarle a los científicos un nuevo rol, ya que los sacerdotes, mientras no asuman el sentido biológico de la vida —con ese pequeño detalle de un Dios probablemente ficticio—, no pueden aconsejar sobre ella. Entonces, son los hombres y mujeres de ciencia quienes deben asumir una responsabilidad como divulgadores. Pero, como la mayoría de ellos tienen demasiado trabajo con sus investigaciones y publicando papers en su neolengua, la responsabilidad de llevar sus noticias al público recayó en otros, unos personajes que ejercen un raro oficio y son conocidos como escritores de divulgación científica.

Quiso el azar y la necesidad que Julio César Londoño, nacido en Palmira (Valle del Cauca - Colombia) abandonara pronto su sueño de ser científico en un país tercermundista y dedicara todo su entusiasmo a escribir sobre la ciencia producida en otros tiempos y lugares. Aunque como Monod, Londoño cree poco o nada en el destino, puede afirmarse que su pasión por la escritura y la ciencia son un regalo de la gracia divina, o con más exactitud, de Graciela, su madre, quien fue retratada bellamente por el escritor en uno de sus ensayos, “como eras tan pobre, solo pudiste regalarme dos juguetes infinitos, los números y las letras”.

Con esos juguetes infinitos, Julio César Londoño se convirtió en uno de los pocos divulgadores de ciencia en Colombia, y no siendo ya bastante, resulta que escribiendo sobre temas como la inteligencia artificial, el neutrino, el Bosón de Higgs y la genética, entre otros, sus columnas en periódicos y libros son muy populares. Así cumple esa ‘sagrada’ responsabilidad del divulgador científico, que él ha definido como: “cerrar la brecha que separa a esa élite de personas que hacen las ciencias, de nosotros, los hombres de la calle”.

Por escritores como Londoño, cuyo primer libro de ensayos ‘La ecuación del azar’ se publicó en 1997, es que el público en general —como quien escribe aquí—, descubrieron los aportes de científicos como Jacques Monod, de cuyo libro el escritor colombiano ha expresado: “es un intrincado clásico de la divulgación científica, un objeto de culto ante el cual se inclinan conmovidos los ingenieros genéticos y moleculares, y ante el cual me inclinaré también yo… Cuando logre pasar del primer capítulo”.

En Colombia y en todo el mundo, hay dos clases de divulgadores de ciencias. La primera, y más obvia, la componen aquellos científicos que en un acto de humildad escriben, y algunos de esos pocos tratan de hacerlo con la mayor claridad posible, para todas las personas. Un caso paradigmático en nuestro país es Rodolfo Llinás con su libro ‘El cerebro y el mito del yo’ (2002), publicado primero en inglés por la editorial del MIT en Estados Unidos. Entre otras cosas, este libro tiene el mérito de resumir, con una promesa de claridad no cumplida, los descubrimientos del doctor Llinás en la neurofisiología. Por otro lado, lo más legible del libro es el prólogo optimista que escribió Gabriel García Márquez. Por ello, además del azar, está la necesidad de que exista una segunda clase de divulgadores que no son científicos, pero sí son escritores con talento, como Julio César Londoño, que logran comprender hasta cierto punto lo que hacen los científicos para luego decirnos, en un lenguaje común, aunque no desprovisto de inteligencia y sentido del humor, que “los neurocientíficos son lunáticos irredentos. Si el psiquiatra es un quijote que lucha con fantasmas, el neurocientífico es un sujeto empeñado en fotografiarlos”.

En esta tarea, el divulgador de ciencias colombiano lleva 25 años y 6 libros de ensayos, el último de ellos, ‘El cerebro y la rosa’, fue publicado este año por el Bando Creativo, allí reúne más de 60 textos sobre ciencias, literatura y otros temas que por su diversidad el autor llamó “línea de sombra”. En paralelo, Londoño también ha publicado una destacada obra narrativa, en la que, cómo no, la ciencia tiene un lugar protagónico; libros de cuentos como ‘Los geógrafos’ (1999) y ‘Cuentos exactos’ (2016), así como su novela ‘Proyecto piel’ (2008), son prueba de su destreza tejiendo relatos.

Dentro de la literatura propiamente dicha, Julio César Londoño ha ejercido otro oficio, también considerado de segunda clase: la crítica literaria. Aunque en su caso se trata de un arte que combina buena prosa y juicios muy personales, a veces discutibles, pero siempre divertidos. Como crítico literario ha sido capaz de despacharse con clásicos y vacas sagradas de las letras sin temor a linchamientos públicos y en redes sociales. Tal vez su más recordada crítica y que hoy sigue ardiendo en la herida de muchos lectores, fue la que escribió en 2013 contra el poeta Álvaro Mutis, en su calidad de narrador. En un ensayo titulado, ‘Las agonías del estilo’, publicado pocos días después de la muerte del poeta, Londoño asestó una estocada que, de no ser por ese paro cardiaco que sufrió el creador de Maqroll, habría resultado igualmente mortal: “Con la venia de sus lectores, la viuda, Santiago y los gatos, hay que decir que Álvaro Mutis no fue un gran narrador. Ante Mutis, siempre tengo la sensación de que hay más anécdotas que narrativa, más biografía que obra”.

No bastando con está profanación en la tumba del vate colombiano, al  año siguiente, como una forma de darle la razón al crítico, Londoño ganó el Premio Simón Bolívar en la categoría de mejor crítica literaria, hasta hoy se sigue discutiendo el asunto...

Desde su casa en el norte de Cali, el escritor recuerda, como ha sostenido desde hace muchos años, que “el ensayo es el género más importante socialmente hablando”, un género donde se puede relatar y, a veces, hasta cantar, pero que en la actualidad resulta la mejor herramienta para protegerse del fanatismo, entender el cambio climático y repeler la ignorancia que ha escalado al poder.

—¿La pandemia lo ha motivado a escribir?

No. Nada. Solo tengo una imagen, los trapos rojos gritando desde las rejas de las ventanas. De ahí podría salir un poema… pero el don del verso es una de las tantas cosas que la vida me ha negado. Paila.

—¿Cómo nació su vocación literaria?

Yo quería poner mi foto en el Larousse, codo a codo con Galileo y Pasteur. Pero mis neuronas se reventaron. Entonces me dije que quizá con la escritura…

—¿Y su interés por la ciencia?

Pudo ser llegar con Verne y esos aventureros suyos que hacían fuego en el polo con un rayo de sol y la mica de un reloj, y se orientaban en la jungla con una aguja, un corcho y un pocito de agua. O con un ejemplar de Scientific American donde vi el grabado de un cucarrón que movía una piedra diez veces mayor que él haciendo palanca con sus tenazas. Encima había un diagrama de fuerzas que explicaba el matemático talento físico del bicho. Esa suma de arte y ciencia me marcó.

—¿De qué hablamos cuando hablamos de ensayo de divulgación?

El ensayo de divulgación es información de ciencias duras en lenguaje sencillo. Sin jerga ni ecuaciones. Los hombres de a pie merecemos asomarnos a esos palacios aunque sea por las ventanas. Y la democracia solo puede funcionar bien con gente bien informada. Mientras tanto, será solo una bonita palabra.

—¿En Colombia cómo se ha presentado la divulgación científica?

Hay muy poca: Luis Carlos Arboleda, Antonio Vélez, Fernando Isaza, Orlando Mejía y dos o tres más. En humanidades tenemos dos extraordinarios: William Ospina y Antonio Caballero.

—¿Cuál es su método de trabajo para escribir un ensayo?

A veces elijo temas por razones meramente esnobistas, lo confieso. Para la información dura busco publicaciones especializadas. Luego balanceo la pócima con artículos de diarios y revistas. Aquí encuentro datos curiosos, escándalos, pecadillos, información clara y presentación espectacular.

—En su último libro, El cerebro y la rosa, aborda, entre muchos otros temas, las complejidades y misterios del cerebro…

El cerebro es el santo grial de los dos últimos siglos. Es la materia más fea y organizada del universo. Por desgracia no existe buena divulgación en neurociencia. Todos los libros son demasiado oscuros. Y jartos. Quizá el problema estriba en que aún no entendemos bien lo que pasa en el piso alto.

—A propósito del cerebro, ¿cuáles son sus acuerdos y desacuerdos con las teorías de Rodolfo Llinás?

Su trabajo es grandioso. Mis desacuerdos se limitan a dos locuras suyas. La primera fue la obsesión por localizar el punto exacto del asiento de la conciencia (cinco siglo antes se hubiera embarcado en la empresa de encontrar la piedra de la locura). Luego recuperó la razón y comprendió que la conciencia (lo que sea eso) es una función de la mente, no una secreción sagrada ni la vibración de unos resonadores eléctricos situados en la oliva inferior.

La segunda fue su fe en el agua molecular, la tierna convicción de que el agua pesada era El Elíxir, la panacea final, sábila elevada a la potencia limón.

—Hoy tenemos líderes mundiales muy ignorantes, ¿cómo pueden medrar sujetos así justo ahora, en pleno auge de la información?

No sé. Quizá por la gran brecha, que se ensancha cada día, entre la ciencia y el hombre de la calle. La buena información científica es un placer y una necesidad. Por desgracia este es un frente muy descuidado en todo el mundo.

—¿Cuál es el atractivo que encuentra en mezclar géneros literarios?

En un mismo texto pueden presentarse las tres necesidades básicas: narrar, cantar, reflexionar. Por eso los textos brincan de un género a otro.

—¿Y cómo sabe cuándo una idea es “narrable” o “ensayable”?

El ensayo gira en torno a un problema intelectual. A los relatos le interesan más los asuntos humanos: el amor, la ambición, la muerte… Me siento más cómodo en el ensayo. El cuento es una nostalgia, un viejo amor.

—¿La crítica literaria es género marginal o también es literatura?

Siempre ha sido literatura y siempre ha sido marginal. «Jamás se le erigirá una estatua a un crítico».

—Su admirado George Steiner falleció a principios de 2020. ¿Cuál es la importancia de Steiner para la crítica literaria contemporánea?

Steiner se movía como pez en el agua en las interfaces de las ciencias, las religiones, las humanidades y las artes. Este fue su gran mérito. Fue el último hombre que lo supo todo. Por esto su trabajo es clave en ciencias y humanidades. En literatura, supo ahondar la lectura y los misterios de los clásicos. Tenía un millón de ojos. Le tengo una estatua en el centro de mi corazón.

—¿Hay relaciones entre la poesía y la ciencia?

La ciencia siempre le apunta a descifrar el universo. La poesía también tiene esa pretensión, pero puede limitarse a celebrarlo… ¡o a maldecirlo!

—¿Cuáles son las condiciones que debe cumplir un ensayo de divulgación?

El buen ensayo enseña, muestra la línea gruesa de un asunto determinado y nos trasmite un entusiasmo. El ensayo magistral especula, hace conjeturas que van mucho más allá de la mera erudición. El dominio del arte de la conjetura es la piedra de toque de los grandes ensayistas.

—Precisamente, ¿cuáles son los límites de la especulación en un ensayo?

Sus límites son pocos y borrosos. Como su nombre lo indica, el ensayo es una profesión humilde. Un mensajero que nos trae noticias de los genios. No está obligado a escribir tratados, monografías ni papers. Su límite ético consiste en separar los datos duros de la conjetura. No debe presentar como hechos probados sus delirios especulativos.

—Entonces, ¿la literatura de divulgación también es un arte?

Todo es «literaturizable», incluso el matrimonio y la familia política.

—Sus divulgadores de cabecera…

El mejor es François Jacob, su libro El ratón, la mosca y el hombre una mezcla perfecta de biología, humanidades y prosa caviar. Leonard Mlodinov, guionista de La guerra de las galaxias, es el único escritor que ha logrado meterse en la cabeza de un genio. El resultado es El arcoíris de Feymann. Y Harari tiene ese gran metarrelato sobre los últimos 70.000 años, De animales a dioses.

—¿El periodismo de divulgación científica tiene suficiente espacio en la prensa colombiana?

Tiene muy poco y la razón solo puede ser una: la miopía de los consejos de redacción.

—En algunos de sus libros siembre hay ensayos que se repiten con adiciones y alteraciones…

No sé. Conozco muy mal mi obra. Debe ser algo así como la autoinfluencia. Es un mal que nos ataca a todos, para bien y para mal.

AHORA EN Gaceta