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Pájaros de verano

Y como suele pasar en Colombia desde hace dos siglos, desde que es una república independiente, es decir desde que está abandonada a su propia ira, las guerras ni se ganan ni se pierden, sólo se sufren.

18 de septiembre de 2018 Por: Santiago Cruz Hoyos - editor Unidad de Crónicas de El País

No hay ya ninguna duda de que el cine de Cristina Gallego y Ciro Guerra se impone en Colombia como el más poderoso. Puede incluso que lo sea también a nivel latinoamericano, esto no lo sé a ciencia cierta, pero la verdad es que no he visto últimamente muchas películas de la calidad, sofisticación y talento de Pájaros de verano; por eso no me extrañaría que al final repita nominación al Óscar, e incluso que lo gane.

En el film confluyen varios aciertos: una dirección impecable que interpreta la historia del modo más eficaz dividiéndola en Cantos, un gesto de enorme madurez que los acerca a directores de la talla de Lars von Trier o Quentin Tarantino; una fotografía que es un regalo para la vista y un guion implacable que dirige la acción siempre hacia delante, con brío, dándole humanidad y verdad a una gran cantidad de personajes muy complejos hasta convertirlos casi a todos en protagonistas: los miembros de las familias enemigas, el caótico socio de Rapayel, su esposa, el entrañable Palabrero e incluso el matón de la familia rival, que acaba siendo el propietario de todo. Personajes vivos, reales. Dicho de otro modo: es la creación de un mundo, algo que sólo logran los grandes directores, con el añadido de hacerlo en lengua wayúu, lo que le da una pátina de realismo y poesía suplementarios.

El papel de Carmiña Martínez como matrona es tal vez el eje de la película, pues Úrsula Pushaini es quien se mueve entre el afecto y la defensa de la tradición, que es un modo de estar protegidos en ese territorio tan agreste y difícil en el que se hace imprescindible para la supervivencia mantener las relaciones de parentesco y dignidad con las demás familias de la región. Extraños dioses, extraños rituales. En los ojos de expresión urgente y fiera de Úrsula entendemos mucho de las costumbres de ese inquietante pueblo wayúu, al que poco conocíamos.

Y José Acosta, que es Rapayel en el film, tiene una dosis perfecta de dureza y ternura que lo convierte, a la mirada del espectador, en un hombre justo y a la vez implacable cuando se trata de defender a su familia o sus intereses. Su mujer, Zaida Pushaini (Natalia Reyes) aporta el rojo, el ocre, el movimiento frenético, la mirada sosegada y a veces tensa.

¿Y qué decir del argumento? Muchas cosas: la historia de una región del país pero también un vertiginoso western, una crónica triste, una tragedia. Se dice que algo es trágico cuando las partes enfrentadas tienen cada una la razón, y esto es lo que pasa en Pájaros de verano. Al igual que en Crónica de una muerte anunciada, ambas estirpes se ven presas de una terrible tradición a la que no pueden sustraerse, y por eso la guerra, en plena bonanza marimbera de la Guajira, acaba por diezmar a las dos familias enfrentadas: la venganza por el deshonor acaba con ambos linajes por igual, ofensores y ofendidos. Como si Shakespeare se hubiera ido a dar una vuelta por las rancherías.

Y como suele pasar en Colombia desde hace dos siglos, desde que es una república independiente, es decir desde que está abandonada a su propia ira, las guerras ni se ganan ni se pierden, sólo se sufren. Así son nuestras guerras inútiles, y por eso la de Pájaros de verano es una buena metáfora de cómo una sociedad encerrada en sí misma y doblegada por la obsesión de la respetabilidad, acaba por convertirse en su propio verdugo.

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