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Indígena cuenta qué significa la guerra para su comunidad. | Foto: Foto: Ana María Saavedra / El País

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Un viaje por la Colombia que aún no conoce la paz

El País recorrió este río, que separa al Valle del Chocó, donde las poblaciones indígenas y afro padecen un recrudecimiento de la guerra. ELN y paramilitares se disputan el territorio con la Fuerza Pública.

4 de agosto de 2017 Por: Ana María Saavedra S. / Editora de Orden 

Para entrar al Litoral del San Juan no hay carretera. Solo dos caminos de agua: por el Pacífico o por el río Calima. Esta semana, El País acompañó a una misión humanitaria que realiza la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, Acnur, para dar seguimiento a la situación humanitaria en la región, donde en los últimos años se han desplazado más de 15 mil personas.

El viaje nos tomó dos horas y media. Después de salir de Buenaventura, pasamos por La Bocana, luego por Juanchaco, Ladrilleros y La Barra. Antes de que bajara la marea y se cerrara el paso, la lancha enfiló en la mañana del lunes pasado las Bocas del San Juan golpeando las olas embravecidas por el encuentro entre el mar y el río. El beso del agua dulce y el agua salada. Y así entramos al río.

Se ve una tierra de aguas verde oliva, rodeada de todo tipo de verdes: esmeralda, brillante, biche, oscuro, lima, claro. El verde de los árboles de yarumo, guabo, madroño, otobo, cedro, de las palmas y los cultivos de caña. Y de vez en cuando un verde salpicado del rojo de las heliconias o el morado de las flores del marañón.

El video que capté al llegar refleja claramente que este es otro mundo: casas de madera con techos de zinc; de chozas; de tierra inundada por el río; de mujeres de pelo negro y liso, vestidas con parumas (faldas anudadas a la cintura), algunas con los senos al descubierto, otras con camiseta. De mujeres de pelo ensortijado, de piel negra.

Hacia las 10:00 a.m. llegamos a la comunidad de Aguaclara, donde se celebraban los juegos de una de las poblaciones Wounaam Nonam ubicadas en los ríos San Juan y Calima. Por unos días, las comunidades del Bajo San Juan y Litoral del San Juan trataron de olvidar la guerra que los ha asesinado, desplazado, confinado...

Durante la semana pasada, los miembros de varios cabildos de la región se reunieron en una serie de actividades como partidos de fútbol, carreras de costales, canotaje, concursos de natación y carreras. También tenían sus juegos locales como el arco y la fecha, la boroquera (cortada de leña) y el arrancayuca (me explican que se trata de dos equipos que se toman de la cintura y se agarran, cada uno a un árbol. El último de cada grupo tiene que jalar para ir separando los jugadores. Gana el grupo que quede con más personas).

Apenas bajamos de la lancha empezó a llover. Una lluvia, a veces era una llovizna y otras aguacero, que nos acompañó durante los tres días que permanecimos en el San Juan. Una lluvia que disfrutaron los niños, que corrían descalzados o nadaban en los charcos.

Ese primer día, la lluvia enlodó Aguaclara. La cancha del fútbol era un barrial. Se enfrentaron los equipos de poblaciones como Guadualito, Chachajo, Puerto Pizario.

En el San Juan conviven ambas culturas: los negros y los indígenas. Ambas protegidas por las leyes como poblaciones vulnerables. Ambas atacadas por todos los grupos armados. Ambas víctimas y sobrevivientes.

Incluso, la Corte Constitucional los visitó en septiembre pasado y emitió un auto en el que constató “la persistencia del conflicto al interior de los territorios étnicos que siguen potenciando múltiples y continuados hechos de desplazamientos forzado y de afectaciones nocivas”.

Hay otro verde que rodea la selva del San Juan. El verde de los cultivos de coca. El mapa de monitoreos de la Oficina de las Naciones Unidas muestra una gran densidad de plantíos desde la Palestina hasta Itsmina.

Pero no solo esto, el San Juan, que atraviesa la mitad del Chocó, tiene varias desembocaduras al Pacífico y una serie de esteros, por los que sacan la droga. Precisamente, el jueves la Fuerza Naval del Pacífico reportó el hallazgo de un semisumergible que fue localizado en la vereda El Limón, en un estero del río Cucurrupí de Itsmina en Chocó.

“En el San Juan estamos viviendo el conflicto. Unas veces apagado, otras encendido, pero siempre está”, dice un líder. Allí, en este pedazo de Pacífico, la guerra es constante como la lluvia que nubla su cielo.

Esta zona tuvo la presencia de las Farc y entre 2001 y 2002 los paramilitares. Desde el 2014 empezaron a llegar miembros de bandas criminales, actualmente conocidos en la zona como Autodefensas Gaitanistas. Y a finales del 2015 el conflicto recrudeció con la llegada de comisiones de los frentes Ernesto Che Guevara y Resistencia Cimarrón del ELN.

Un pueblo solitario 

Ese día, el tiroteo empezó a las 8:00 de la mañana y solo paró a las 11:00 de la noche. Ellos, los indígenas wounaan del cabildo de Cerrito Bongo, sintieron como las balas pasaban por encima de sus cabezas.

Sus casas de madera temblaban, los niños lloraban. El tas, tas, tas, ta, tatatatata.... solo paraba por minutos. Desde la manigua que rodea su territorio -ubicado a varios kilómetros de la base militar de Bahía Málaga- los grupos se enfrentaban. Ellos no saben quiénes eran. Tampoco quieren saberlo.

Ella, con su paruma, su pelo negro y el collar se chaquiras cubriendo su pecho desnudo y sintiendo las patadas del bebé en su barriga de seis meses, se subió a una de las canoas para escapar del infierno. Huyeron por los esteros hacia la carretera. Pasaron tres noches allí, a la intemperie.

Y cuando uno de ellos intentó volver a su casa, encontró que estaba ocupada por hombres armados. Salieron, otra vez, por los esteros y llegaron al San Juan, donde sus hermanos de Puerto Pizario.

Seis familias con doce niños y un bebé en brazos están desplazadas desde hace dos meses y medio en esta población del río San Juan. No saben si regresar o quedarse. Allá, en su tierra, sigue la guerra. Acá, en el río, sigue la guerra.

Ella en menos de cuatro semanas tendrá su hijo, ayudada por una partera de su comunidad en el refugio construido por una ONG para albergar a las tres poblaciones desplazadas que fueron recibidas por esta comunidad. Los de Cerrito Bongo fueron los últimos en llegar. Y aún, pese a que la ley estipula que la atención a los desplazados debe ser inmediata, no han recibido ninguna ayuda. Ni los enlatados de atún o sardinas que reparten en los mercados humanitarios. Comen de lo que pescan cerca y de la papa china y la yuca que les comparten sus anfitriones.

Antes de ellos, a Puerto Pizario llegaron los indígenas de los caseríos de Puerto Guadualito y Unión San Juan, al otro lado del río, en el lado chocoano.

Los de Puerto Guadualito era la segunda vez que se desplazaban. En enero de 2015 ocho familias de esta población abandonaron sus casas y estuvieron en Cali por seis meses. Luego regresaron. Pero el año pasado, en agosto, volvieron a salir. Esta vez el pueblo quedó vacío, lo mismo que sus vecinos de Unión San Juan. En el río, desde las bocanas hasta más allá de la Palestina y en el mismo Docordó (cabecera municipal) dicen que lo que pasó ese 15 de agosto ha sido uno de los hechos más duros que han vivido.

“Atacaron a una mujer que estaba con su esposo en la ladera de un monte sobre el río San Juan. Un líder comunitario y un funcionario de Chocó que tomó testimonio a la víctima dijeron que los atacantes le cortaron cuatro dedos con un cuchillo y la golpearon en el pecho y la espalda, exigiéndole información sobre varios líderes comunitarios”, denunció en marzo pasado la organización Human Rights Watch.

El caso de la mujer, quien debió huir con su familia, ha atemorizado aún más a estas poblaciones. El mensaje de que iban a acabar con los líderes los tiene preocupados. “No podemos ir al monte a coger cogollos de werreque (con lo que fabrican sus artesanías) porque da miedo encontrarse con estos grupos. No somos libres. No podemos ir por nuestro pancoger. Las mujeres no pueden andar solas rozando caña para sacar miel”, dice uno de los indígenas.

Es que, según otros compañeros de una comunidad cercana, “la guerra ha afectado tanto a indígenas como a negros. Y a las mujeres las ha afectado más. Primero los paras. Ellos no tenían piedad. A muchas indígenas las amenazaban, les cortaban los senos si se cubrían con camisas. Por aquí vimos pasar mujeres, familias que llevaban amarradas. O cadáveres flotando en el río”.

El año pasado, según las cifras de la Unidad de Víctimas, 2957 personas se desplazaron en la población chocoana del Litoral del San Juan. La cifra de personas que abandonaron sus casas en el Bajo San Juan es mayor, pues este número no incluye a las comunidades que están en el lado del Valle del Cauca, como Chachajo, Cabecera o Cuellar.

Estas dos últimas poblaciones son pueblos fantasmas desde marzo pasado. Sus habitantes, al igual que los de Carrá, abandonaron sus casas.

Desde la lancha en la que hacemos el recorrido hacia Docordó -cabecera municipal del Litoral del San Juan, se observan localidades que la maleza se está tragando.

Cuellar es una de ellas. La última familia, cuentan, se fue la semana anterior. En Cabeceras, otro de los pueblos fantasma, cerraron hasta el colegio, en el que estudiaban jóvenes de toda la zona. Sus vecinos de Malaguita se quedaron sin profesor de primaria porque pertenecen al mismo núcleo educativo.

El miedo hizo que todos partieran. La masacre de Carrá, cometida, según las autoridades por el ELN, el 25 de marzo pasado, amedrentó a todas las poblaciones aledañas.

Ese sábado ocho hombres con brazaletes del ELN llegaron al Consejo Comunitario de Carrá, y mataron a cinco hombres de una sola familia. Las 14 familias salieron hacia Docordó y Buenaventura.

Los que se quedan

Aparte del drama que sufren los que se van, está la zozobra que viven los que se quedan.

“Cuando se dio ese desplazamiento nosotros pensamos en irnos también, pero decidimos esperar. Allá en la ciudad hay muchas dificultades, sabemos los que han padecido los que se han ido. No nos desplazamos pero sí hemos estado confinados”, cuenta un habitante de Nayita.

Puerto Pizario, al igual que Nayita o la Palestina, han decidido resistir. Otros, como Aguaclara, Chachajo, Chamapuro y Taparalito se desplazaron en el 2014 y retornaron en 2015. Pero sus líderes aseguran que los compromisos de educación, salud, seguridad y mejoramiento de vivienda que les hicieron no han sido cumplidos.

A Aguaclara, por ejemplo, este año le robaron la lancha. Tres hombres armados los abordaron cuando pescaban y se llevaron la embarcación.

De acuerdo con organizaciones sociales, la zona más crítica en este momento es desde la Palestina hasta el municipio de Istmina. La semana pasada, se presentaron combates entre Taparalito y Los Pereas. En La Palestina el año pasado el ELN dejó una bandera a la orilla del río.

“Los que nos quedamos resistiendo, también somos víctimas. Ya no podemos ir a nuestros cultivos. No podemos ‘lamparear’ (cazar), ni salir a cazar con escopetas porque si nos encontramos con hombres armados nos amenazan y la misma Armada se para en las entradas de las quebradas y nos restringe el paso”, cuenta un líder de una de las comunidades afro del San Juan. Este fue el testimonio que dio, en su propia lengua nativa.


La guerra afecta la cotidianidad. Cosas tan básicas como la comida. Pocas veces puedan cazar el tatabro, la guagua, el zaino y el venado… Los verrugate, cherna, róbalo y corvina, que antes pescaban en las bocanas, ahora deben comprarlo de vez en cuando pasan vendiéndolo por el río.

Una población se encuentra confinada cuando sufre limitaciones a su libre movilidad por un período igual o superior a una semana, y además tiene acceso limitado a tres bienes, servicios básicos o asistencia como: alimentos, educación, salud, agua y saneamiento, medios de vida, entre otros.

“Antes, afro e indígenas hacíamos trueque. Cambiábamos pescado por papachina o yuca. Ahora no podemos hacerlo. “La guerra nos divide, cualquiera que pasa lo miramos con desconfianza. Con la tala de árboles para el cultivo ilícito, se afectan nuestros cultivos. Y afectar nuestro cultivo afecta nuestra chimia (espíritu)”, cuenta otra líder.

Ella, una Wounaan Nonam, es una de las guardianas de las tradiciones de su etnia. Son las mujeres que se dedican a tejer el werregue para fabricar canastos, bandejas y jarrones. Mientras cuidan a sus niños, se sientan en sus casas de madera a tejer por meses. Son los hombres quienes entran al monte para cortar con el machete los cogollos del werregue.



Una de ellas me explica que primero dejan secar al sol las hojas de la palma, las extienden. Las tiñen con achote o el zumo de la fruta de jagua. Luego tejen con la técnica de cestería por enrollamiento. “Se demora. Ese pequeño –dice mientras señala un jarrón sin terminar– tiene dos meses. Es que como ella tiene el bebé, se demora más”, me explica.

Ellas siempre están con sus bebés. Los llevan en brazos. Los dejan en el suelo mientras realizan sus labores. Antes, iban con ellos y otras mujeres a los cultivos para “rozar la caña y cocinar la caña miel”, pero ya no pueden hacerlo. Temen encontrarse con hombres armados en el monte.

Las tareas del hogar: limpiar, cocinar y cuidar los hijos recaen sobre las mujeres. El feminismo es un proceso que llega lento a la comunidad Wounaam, donde, según dicen los mayores, el hombre es el que manda. Pero en algunos cabildos ya se habla de gobernadoras y en otros han elegido a mujeres como secretarias y tesoreras.

Durante dos días y medio recorrimos las poblaciones del San Juan. Hablamos con indígenas y afro. Vi, de cerca, la realidad de un pedazo de Colombia que aún vive en guerra. Conocí la tierra de la que me hablaban los desplazados que había entrevistado en Buenaventura, encerrados en un coliseo. Comprobé que, pese a la guerra y al dolor, los Wounaan y los afro son unos sobrevivientes.

Y mientras en la mañana del miércoles la lancha recorría el San Juan para regresar a Buenaventura, en Aguaclara , por un micrófono anunciaban un tiro de esquina para la selección de Chachajo. “Ahí está el segundo para la selección de Chachajo”.

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