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Ser cura en Colombia se ha convertido en una vocación llena de riesgos

“Acá lo están esperando para matarlo” fue la ‘sentencia’ que recibió un sacerdote del Pacífico. En Putumayo también hay amenazas.

20 de abril de 2014 Por: Olga Lucía Criollo | Reportera de El País

“Acá lo están esperando para matarlo” fue la ‘sentencia’ que recibió un sacerdote del Pacífico. En Putumayo también hay amenazas.

Nada lo turba. Nada lo espanta... Es como si no fuera su historia. Como si una corta llamada no lo hubiera privado de un tajo de los paisajes y los olores que tanto añora.Detrás de un escritorio de vidrio, en una de las tantas parroquias de Cali, a regañadientes cuenta que estaba cumpliendo una misión en una ciudad cuando recibió aquella llamada:- Padre, es mejor que no vuelva para acá. Lo están esperando para matarlo...A regañadientes, porque no quiere contar su historia, teme, no por su vida, sino por la del sacerdote que le avisó y relata que es del Pacífico, de arriba o de abajo de Buenaventura, no importa... Total, dice, las cosas son iguales a ambos lados del principal puerto sobre el Mar de Núñez.Y agrega, con la seguridad de quien ha vivido allí toda su vida, que desde Nariño hasta Chocó la situación humanitaria se agudizó tras los diálogos en Cuba, que hay gamonales que quitan y ponen alcaldes y que los políticos que llegan allá no ven personas sino votos...Tampoco hay buena comunicación, pero aun así ha sabido de al menos otros dos religiosos que fueron amenazados de muerte “porque acompañar la protesta social, defender a las víctimas y pedir que se resuelvan los problemas de la gente, en Colombia, es ser ‘subversivo’”.El problema, si lo es, es que este cura sin nombre no conoce otra forma de practicar el Evangelio. Desde hace once años, cuando la tarjeta de invitación a su ordenación rezaba, según San Juan, que “Jesús fue, vio y se quedó”, no ha dejado de predicar que todos somos iguales y que tenemos idénticos derechos.Tampoco niega que, siguiendo a aquel que vivió en Jerusalén y en quien admira tanto su condición de Mesías como de líder social, siente especial predilección por servir y defender a los abandonados, los rechazados, los desterrados, los violentados. Esa certeza le ha dado fuerzas para ir monte adentro en busca del cuerpo del hijo asesinado que una madre desgarrada necesita sepultar. O para acompañar a los desplazados que se niegan a dejar su territorio, así ninguna autoridad les garantice el respeto a su vida. Pero esa labor de Buen Pastor que no abandona sus ovejas ya le había granjeado dificultades; tiempo atrás había notado que personas extrañas se acercaban para hacerle ‘inteligencia’ y que uno y otro líder de la región caían víctimas de las balas asesinas.Fue así como un día de 2008, alguien se le acercó y le susurró: “Padre, hay una lista de personas que van a desaparecer y usted está allí..”. Nuestro cura sin nombre reconoce que ese momento la angustia sí se anidó en eternas noches de insomnio en las que intentaba descifrar la procedencia de las amenazas.¿Qué pude hacer yo? se preguntaba sin atinar más respuesta que la reflexión de que, al fin y al cabo, la vida de Jesús no fue la de un hombre exitoso: fue perseguido, ajusticiado, crucificado, algo tan horrendo, dice, como que a una persona la piquen hoy en una casa...Dice que, gracias a que se encontraba en la misma zona, finalmente logró establecer que en aquella ocasión no estaba en la lista. Igual, sin reclamarle nada a Dios, sino siguiendo su máxima bíblica de ir, ver y quedarse, continuó predicando la dignidad, protestando la injusticia y reclamando derechos para sus hombres, sus mujeres, sus viejos.Tal vez por eso, cuatro años más tarde la violencia sí lo miraría de frente. “A usted lo estaba buscando”, le dijo un hombre armado que vestía camuflado cuando estaba de visita en una vereda, “me han puesto quejas de su actividad”. Sin más, nuestro cura sin nombre fue obligado a hacer un viaje de dos horas en lancha río abajo, al cabo del cual un jefe guerrillero le exigió “algunas explicaciones”.Para entonces el sacerdote ya había enterrado a padre y madre, así que el miedo caló menos, pese a que en un momento tuvo la certeza de que no volvería de aquellos esteros. Hoy piensa que haber hablado claro, sin dejarse intimidar, fue su carta de libertad: “¿No se supone que ustedes también quieren que las cosas funcionen...?”.¿Suicida?: No, dice, lo que pasa es que “mi razón de ser es acompañar a esa porción de territorio, a sus habitantes, y si ya no puedo hacerlo, por miedo o porque no me dejan, entonces tengo que declararme insubsistente para que traigan a otra persona que sí pueda hacerlo. Pero si el problema es con el ejercicio sacerdotal, voy a seguir allí”.De nada han valido los argumentos de varios organismos defensores de derechos humanos que le han ofrecido el exilio: “No entendemos, por qué no se va, si tiene todos los enemigos aquí...”.Por eso ahora, detrás de un escritorio de vidrio, en una de las tantas parroquias de Cali, reconoce que es verdad, que hasta a la Fuerza Pública ha tenido que exigirle cuando se ha excedido con su comunidad. Y que se ha negado a tener escoltas porque en los templos y en las escuelas no hay lugar para las armas. Además lo prohíbe el Derecho Internacional Humanitario que con fervor casi religioso les inculca a sus feligreses.A regañadientes, pues le incomoda entrar en detalles, lamenta que en esta ocasión las amenazas se hayan presentado estando fuera de su amado Litoral, porque no tuvo chance de dialogar, de indagar de dónde podrían venir, y sus superiores, los obispos, decidieron que por ahora no volverá. Que el sabor del marisco fresco, que el sonido en vivo del guasá y que la alegría de su pueblo tendrán que esperar por él.Y aunque su mirada diáfana en verdad convence de que nada lo turba, que nada lo espanta, de golpe el corazón le juega una mala pasada y habla de tristeza por las conversaciones que tenía con aquel viejo en las noches sin luz eléctrica, por el ‘dejo’ de la gente, por los arrullos y hasta por la música que canta la lluvia en el Pacífico.En cambio, no le duele no haber podido estar en su parroquia esta Semana Santa. Allá ya hay alguien acompañando a la comunidad, dice, y eso me llena de alegría. También lo alegra saberse obediente ante la orden de vivir la Resurrección en una iglesia de Cali donde nadie conoce su Pasión, donde aborrece el estrés que devora a los caleños y desde donde confiesa que guarda la esperanza de morir allá, junto a su mar, mirando los verdes de todos los colores...“No nacimos para mártires”“Esta zona es de total influencia de la guerrilla. Ellos son los que ponen el orden, las reglas, dicen qué se hace y qué no”, dice un padre desde Puerto Guzmán, Putumayo, para explicar que en los artículos 40 y 41 del Manual de Convivencia que el Bloque 32 de las Farc hizo circular en julio pasado en esa región se prohibió “cualquier tipo de culto”.Llevaba apenas un mes en el municipio cuando tuvo que entender que así procuraban evitar que personal de Inteligencia se pudiera colar a través de ellos en “su” territorio y que desde el púlpito se les dijera a los jóvenes que empuñar un arma no es la única opción.Domingos sin misa, semanas sin sacramentos y meses en tensa calma pasaron hasta que ‘alguien’ dijo que sí podían celebrar la Navidad. No sucedió lo mismo, pocos kilómetros más allá, en las orillas del Caquetá, donde los chicos siguen esperando el Niño Dios porque “nos dejaron celebrar, pero solo en la parroquia de la cabecera, no podemos ir a las veredas”.Lamentando la ausencia de condiciones de vida digna y de autoridades legales, otro sacerdote sin nombre cuenta que en algún momento quiso transgredir la orden, pero “sabíamos que nos íbamos a exponer y a lo mejor no nacimos para ser esa clase de mártires”.Y es que el recuerdo del triste desenlace del padre Fidel Jiménez, asesinado hace 15 años en Puerto Caicedo, aún cala en la memoria de todos los católicos de Putumayo. “Yo creo en la paz, es lo que más anhelamos, pero es muy difícil, porque hay muchos grupos subversivos en el país que no tienen nada qué ver con los diálogos de Cuba”, asegura convencido de que alguien más escucha lo que se dice por su teléfono de defectuosa señal. Pero a pesar de la zozobra, tampoco aceptó el exilio. Su misión, dice, es acompañar a 25 familias a las que la violencia no ha logrado arrebatarles sus añejas casas de madera y a las que tampoco parece importarles que en su población no exista una sola calle.

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