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Julián Viveros (izq.) con el capitán Víctor Hugo Cely, su mentor, revisan el plan de vuelo antes de prender motores para salir a salvar vidas. | Foto: Diana Marcela Reyes / El País

Julián, el ‘niño’ piloto que aterriza sobre pista destapada

Julián Viveros es copiloto de aviones medicalizados desde que tenía 22 años. Historia de cómo aterrizó en la realidad colombiana.

1 de mayo de 2017 Por: Alda Mera - Reportera de El País

Cuando llega a los aeropuertos, pese a lucir su uniforme e insignias, no le creen. Aún con brackets y figura de adolescente, para ingresar a la pista o a los hangares, tiene que mostrar su carné que lo acredita como piloto, uno de los más jóvenes del país que comanda aviones comerciales.

Julián Viveros acaba de cumplir 23 años, pero está piloteando aviones desde antes de cumplir los 22. Desde niño, su superhéroe era un vecino que era piloto de Aces. Cuando lo veía llegar o salir con su maleta, su uniforme y sus gafas Rayban doradas, el niño decía: quiero ser como él.

Un día, el vecino cambió de casa y perdieron contacto, sin saber que le había marcado la ruta al niño. En la mente de Julián, ese sueño fue tomando vuelo. Y cuando hizo su primera comunión, el regalo fue su primer viaje en avión. Fue a Cartagena, en un Boeing 727, una experiencia que le impactó. No olvida que al aterrizar en la Ciudad Heroica, su familia quería correr al mar y la playa, pero él no quería salir de la pista y observar uno a uno los aviones.

El vuelo de regreso fue más mágico para el chico: hicieron escala en Eldorado, en Bogotá. Y había más aviones, incluidos unos gigantes, que no había visto nunca.

La única opción

Desde 8°, en el British School, le dijo a la psicóloga su sueño por volar. Y en 11°, en un taller de proyecto de vida, confirmó que no quería entrar a ninguna universidad sino a la Fuerza Aérea o a la Escuela de Aviación del Pacífico. Su meta: pilotear aviones.

Más aterrada quedó su mamá, Luz Marina Cabrera. Era insólito para una familia en la que tíos y primos estudiaron medicina. Ella trató de disuadirlo, pero Julián se mantuvo firme ante el temporal: “sino es aviación, no estudio ninguna otra cosa”, le dijo. “Fuimos a averiguar los precios y mamá casi se desmaya”: superaban los $100 millones, suma inimaginable para la educadora del colegio Santa Librada. Su papá, José Viveros, pensionado del Banco Popular, lo apoyó.

Ingresó a la Escuela de Aviación del Pacífico y se graduó en año y medio, con 201 horas. Después de un primer semestre teórico, en el segundo fue a prácticas con instructor. Julián describe como si lo contara en vivo y en directo que la primera vez que se subió al avión de aprendizaje, no lo podía creer. Hizo el 360° (revisión de parte por parte de la máquina) y cuando prendieron el motor e hicieron un tráfico visual alrededor del aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, quedó anonadado con la tecnología de la nave.

“Nunca miré hacia afuera, solo cómo se comportaban los parámetros del motor, hicimos un toque (en tierra) y otro despegue y cuando uno hace la aproximación y siente las ruedas en el asfalto y luego pone potencia y sale de nuevo al aire, eso es increíble”, evoca con la emoción aún fresca.

Más alto llegó cuando vivió la experiencia del soleo, o sea, cuando lo sueltan a volar sin instructor. Fue el 23 de febrero de 2013. Eran las 9:00 de la mañana y Julián estaba muy tranquilo. “Cuando despegué me incorporé con el viento, viré a la izquierda, iba mirando el aeropuerto y los parámetros del motor y al hacer mi primera aproximación a tierra, dije: ‘bueno, esto es en serio, aquí vamos solos’. Al final, no me quería bajar, pero ese soleo no puede pasar de 15 minutos”, evoca.

Se bajó y recibió la consagración, ritual que ‘gradúa’ al estudiante en piloto: al llegar al hangar, todos le echan agua, tierra, pasto, les rapan la cabeza y les pegan con una tabla. “Es una especie de bautizo. Fue muy curioso”, comenta.

Aterrizaje forzoso

Luego, Julián comenzó a aterrizar en la realidad. Pasaron dos años como un desempleado más. Nadie le creía que podía pilotear un avión. Fue el capitán Víctor Hugo Cely Cuevas, con quien tuvo ‘feeling’ desde que fue su instructor, mentor y padrino en el soleo en la Escuela de Aviación del Pacífico quien lo llamó a trabajar.

El capi Cely, como él lo llama, le vio “buena mano” y “muy aterrizado” para estar pendiente de tantos comandos en la cabina: la velocidad, la altura, la topografía, el tiempo, la lluvia, los vientos, hasta las aves. “En nuestro país hay muchas que se le cruzan a uno en el aire”, dice Julián.

La propuesta era trabajar en Medical Group, empresa de ambulancias médicas aéreas a sitios remotos de Colombia. Fue como un aterrizaje forzoso para Julián, que se soñaba llegando o despegando con su uniforme y sus gafas oscuras en Nueva York, Miami, el DF (México) o en Eldorado. Y resultó aterrizando literalmente en carretera destapada en pueblos perdidos del Pacífico como Timbiquí o Guapi.

Él, que se veía comandando un Boeing 737, un King A250 o un PipperZeneca, debutó con aviones medianos o pequeños, donde solo caben el piloto, el copiloto, el paramédico, el paciente y su acompañante.

Pero como igual siente devoción por toda máquina que vuele, se apasionó por estos aviones medicalizados o aviones ambulancia. Para ello debía realizar un curso especial que costaba $13 millones. Julián, sin un peso más para invertirle a su carrera, recurrió al crédito con un tío para hacer el curso con el Capi Cely, instructor especializado en aeronaves medicalizadas.

Con él hizo su primer vuelo a López de Micay, Cauca, que ni aparece en la página de la Aeronáutica Civil por la simple razón de que no tiene aeropuerto. Solo hay una pista pavimentada de 800 metros de largo.

“Aterrizamos como a las 11:00 de la noche. Es una cosa loca, se bota mucha adrenalina porque la pista es como un embudo oscuro en medio de cerros y está contaminada (rodeada árboles muy altos), toca clavar el avión de una, alzar la nariz de la nave y sentar ruedas, no hay chance para el error”, cuenta. Pero lograron trasladar al paciente a Popayán, como en la mayoría de esos viajes de emergencia, que los llevan a un hospital o clínica nivel 3, 4.

Los viajes siguieron y las sorpresas también. En Tadó, la pista está en medio de la selva, donde cortaron unos árboles y ya. “Hay que mantener la actitud del avión para sortear los obstáculos; allí la meteorología cambia en un pestañeo, hay bruma tupida y nubes bajitas”, dice y añade. “Entrar allá es arriesgado, no todas las empresas van”, dice refiriéndose a que es zona de guerrilla y delincuencia.
Sin embargo, la recuerda como una experiencia enriquecedora. Le impactó que al pedir el consentimiento de un familiar para transportar un paciente crítico, le responden: “Yo no sé leer ni escribir”. Y mientras ‘firman’ con su huella digital, explican “es que aquí no hay escuela, no hay nada”. Vivencias que le hacen valorar más la vida a Julián, lo que Dios le ha dado, los sacrificios de sus padres, su familia. Y conocer su país, algo imposible si estuviera volando a las grandes capitales del mundo, como anhelaba.

“Esto me llena de humildad, le toca a uno que todo el día se queja de todo, exigimos ropa de marca, cuando allá en pleno siglo XXI, no hay internet ni smartphones y la gente anda descalza”, reflexiona. “Es un choque emocional muy fuerte, pero muy bonito”, añade.

Sin instrumentación

Ha volado a Bahía Solano y Guapi, con más instrumentos para la aproximación, también a Timbiquí, población caucana en la Cordillera Occidental donde no hay torre de control. Les toca llamar por celular al portero, quien improvisa como controlador e indica si hay bruma, el nivel de nubosidad. En López de Micay, es al administrador del hospital al que le preguntan ¿Alcanza a ver los cerros o no? De los datos que dé, depende de que la aproximación sea exitosa.

En Pitalito hay torre de control, pero no hay controlador. Entonces, es la Policía la que da información. Si tienen servicio y señal de Whatsapp, le piden: “tómele una foto al cerro, al cielo, y me la manda. Si no, toca confiar en la palabra de ellos y que nos digan si otro avión ya aterrizó. La situación complica los aterrizajes y los despegues porque “no tenemos ojos allá abajo para ver qué hay”, donde la gente usa las pistas como camino, ya sea la señora que va con el niño para la escuela, un carro o una vaca que se atraviesan o si el aeropuerto está cerrado o no”, dice.

Si aeropuertos inconclusos ha visto, el peor es el de Juradó (Chocó), en límites con Panamá. “Es una pista destapada, parece un campo minado, llena de huecos, tanto que se decidió no viajar más allá porque el riesgo de accidente es muy alto”, afirma Julián. Eso es Colombia.

Bitácora de vuelo

Los vuelos más frecuentes son a Tumaco (Nariño), Guapi y Timbiquí (Cauca) y Buenaventura. Pero también vuelan a Florencia (Caquetá), Guaymaral (aeropuerto privado en Chía, Cundinamarca), Pitalito (Huila), López de Micay, Bahía Solano y Quibdó (Chocó), Rionegro (Medellín), Montería (Córdoba), Corozal (Sucre) y capitales como Barranquilla, Cúcuta, Bucaramanga, Pereira y Cali.

Medical Group transporta pacientes de sitios remotos por solicitud de EPS, ARL, SOAT o particulares. Sus aviones ambulancia tienen cuatro horas de autonomía de vuelo.

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