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Haciéndole gambetas a las afugias

En medio de la crisis generalizada, Julián Carabalí, 22 años, 5 hermanos, nacido en el Cauca, central del América debutante hace siete meses, habla se sacrificios naturales en ese oficio de patear balones donde domesticar la pelota de manera profesional depende de sacificios.

12 de septiembre de 2010 Por: Redacción de El País

En medio de la crisis generalizada, Julián Carabalí, 22 años, 5 hermanos, nacido en el Cauca, central del América debutante hace siete meses, habla se sacrificios naturales en ese oficio de patear balones donde domesticar la pelota de manera profesional depende de sacificios.

Ahora parece también costumbre que al otro lado de la raya de cal que demarca el límite entre juego y realidad, entre el fútbol y la vida, que no es la misma cosa, los jugadores padezcan dramas incluso mayores a los ocasionados por una patada que dio en el blanco.En medio de la crisis generalizada, Julián Carabalí, 22 años, 5 hermanos, nacido en el Cauca, central del América debutante hace siete meses, habla se sacrificios naturales en ese oficio de patear balones donde domesticar la pelota de manera profesional depende, casi siempre, de una cadena de sufrimientos implícitos: se necesita una resistencia sobrenatural para aguantar insultos, escupitajos, lesiones, injurias, caprichos de técnicos y temporadas en la banca de suplencia tan largas como para atrofiar las piernas de un bailarín de tap.Apodado ‘La Balsa’ por haber nacido en ese poblado recostado en el río Cauca, Carabalí repite la palabra sacrificio con una insistencia involuntaria, similar a la padecida por los futbolistas al término de un partido cuando son apuntados con micrófonos y cámaras de televisión. Es como si en vez del “y por ahí se nos dieron las cosas”, él tuviera la necesidad de enfatizar en la abnegación que por estos días significa ganarse la vida jugando al fútbol. Con el tiempo, los habitantes del planeta de la pelota desarrollan tanto talento para dar puntapies como para utilizar muletillas en su discurso público. Entonces sus declaraciones pueden llegar a ser tan predecibles como para que sin importar la camiseta que lleven, sus respuestas terminen pareciéndose.Pero las de Carabalí no son declaraciones jadeantes al final de un partido. Ni sus sacrificios hacen parte de la lógica ilógica del balonpie. ¿O acaso es normal que un deportista de ato rendimiento haya recibido un sólo mes de pago en 210 días? ¿Cómo esperar que un líbero logre concentrase despejando balones con la cabeza, cuando en su mente rebota el recuerdo de un hijo de tres años al que a veces no alcanza a llevarle la leche a tiempo? ¿Cómo exigirle a él, un central con responsabilidades de gladiador, que gane en la lucha cuerpo a cuerpo cuando en su casa tiene la nevera vacía?El hielo derretidoAhora ‘La Balsa’ se recupera de una contractura en el ligamento de la pierna izquierda en un apartamento ubicado en la Avenida Pasoancho con Carrera 39, al sur de la ciudad. Es una vivienda sencilla, propiedad del América, muy austera para acoger a dos futbolistas (ahí también vive el juvenil Rafael Navarro): pocos muebles, poca música, algún televisor. Sin embargo, por estos días, resulta para ellos una suerte de palacio: hace dos semanas les pusieron la luz de nuevo. En medio de la crisis económica del equipo, aquella penosamente célebre por las amenazas de huelga, la falta de agua al final de los entrenamientos, las quincenas atrasadas, hace dos meses que les cortaron la energía. Eso de que el fútbol colombiano anda en tinieblas, no es cuento.Carabalí, entonces, después de los entrenos prefería ir a dormir a la casa de su papá, en el barrio Alfonso López, donde podía hacer cosas que en su casa a oscuras ya no: licuarse un jugo, ver televisión, leer una revista, servirse un plato de comida caliente.Lo de la nevera vacía no es exageración. Hubo un momento, cuenta Carabalí, que en el refrigerador ni siquiera hubo hielo para aliviar un golpe. En esa época era común que Preciado (Carlos) y Tolosa (Edison), ambos delanteros del equipo, lo invitaran a comer. “Gracias a ellos y a la familia nunca me acosté con hambre”. Pero pudo pasar: la antigua Corporación América le adeuda doce quincenas. El nuevo América ya le debe un mes de salario.Entonces, como a todos, le llegaron las deudas, los plazos vencidos, los fiados en la tienda. Y Carabalí, alto cómo árbol, tipo corpulento y espigado, padre ya de un niño, tuvo que volver a recurrir a su mamá que, mes a mes, trabajando en una casa de familia en México, empezó a mandarle remesas para que sobreviviera, para que tuviera para los buses del entreno, para que le llevara comida al niño, para que no jugara más con esos guayos remendados.Pero hubo días, inclusive, en que lo que mandaba su mamá apenas alcanzaba para pagar cuentas, comprar pañales, y que en su bolsillo no quedaba ni para un pasaje de bus. Días, en que de no haber sido por otros compañeros que lo llevaban a la casa, él, quizás, habría tenido que devolverse caminando después de entrenar seis horas. Quién sabe que habría sido de ese muchacho sin aquellas manos piadosas. Quién sabe si hubiera sido otro futbolista perdido como tantos, manejando taxi, apilando cajas en una bodega. Quién sabe si hubiera vuelto a sumergirse en el río Cauca a sacar arena, como lo hizo cuando era un niño. Quién sabe a dónde habría ido a parar este central que en la radio ha llegado a ser rotulado como promesa.Ahora, con cien mil pesos en la billetera, saldo de las dos quincenas canceladas hace poco y casi listo para volver a montarse al Papagayo ruta 8 que lo llevará al entreno en Cascajal, ‘La Balsa’ lo dice una vez más: “El fútbol es así, duro. Yo, a pesar de todo, nunca pensé en renunciar, en irme, en hacer otra cosa. Yo voy a terminar mis días jugando. Uno tiene que hacer sus sacrificios...”.

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